martes, 18 de septiembre de 2018

Teatro crítico universal.- Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764)


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Astrología judiciaria y almanaques
 
«Pongamos el caso que a un hombre, examinado su horóscopo, se le pronostica que ha de morir en la guerra. ¿Qué inclinaciones pueden fingirse en este hombre que le conduzcan a esta desdicha? Imprímale norabuena Marte un ardiente deseo de militar, que es cuanto Marte puede hacer; puede ser que no lo logre, porque a muchos que lo desean se lo estorba o el imperio de quien los domina o algún otro accidente. Pero vaya ya a la guerra, no por eso morirá en ella, pues no todos, ni aun los más que militan, rinden la vida a los rigores de Marte. Ni aun los riesgos que trae consigo aquel peligroso empleo le sirven de nada para su predicción al astrólogo, pues éste, por lo común, no sólo pronostica el género de muerte de aquel infeliz, mas también el tiempo en que ha de suceder, y los peligros del que milita no están limitados a aquel tiempo, sino extendidos a todo tiempo en que haya combate.
  Y veis aquí sobre esto un terrible embarazo de la judiciaria y no sé si bien advertido hasta ahora. Para que el astrólogo conozca por los astros que un hombre por tal tiempo ha de morir en la batalla es menester que por los mismos astros conozca que ha de haber batalla en aquel tiempo; y como esto los astros no pueden decírselo, sin mostrarle cómo influyen en ella (pues es conocimiento del efecto por la causa), es consiguiente que esto lo vea el astrólogo. Ahora, como el dar la batalla es acción libre en los jefes de ambos partidos, o por lo menos en uno de ellos, no pueden los astros influir en la batalla sino inclinando a ella a los jefes. Por otra parte, esta inclinación de los jefes no puede conocerla el astrólogo, pues no examinó el horóscopo de ellos, como suponemos, y de allí depende en su sentencia toda la constitución de las inclinaciones y toda la serie de los sucesos.
  Aún no para aquí el cuento. Es cierto que el jefe, influyan como quieran en él los astros, no determinará dar la batalla sino en suposición de haber hecho tales o tales movimientos el enemigo, y acaso de haber conspirado en lo mismo algunos votos de su consejo, de hallarse con fuerzas probablemente proporcionadas y de otras muchas circunstancias, cuya colección determina a semejantes decisiones, siendo infalible que el caudillo es inducido al combate por algún motivo, faltando el cual se estuviera quieto o se retirara. Con que es menester que todas estas disposiciones previas, sin las cuales no se tomará la resolución de batallar, por más fogoso que le haya hecho Marte al caudillo, las tenga presentes y las lea en las estrellas el astrólogo. Pasemos adelante. Estas mismas circunstancias que se prerrequieren para la resolución del choque dependen necesariamente de otras muchas acciones anteriores, todas libres. El tener el campo más o menos gente depende de la voluntad del príncipe y más o menos cuidado de los ministros; los movimientos del enemigo, de mil circunstancias previas y noticias, verdaderas o falsas, que le administran; los votos del consejo de guerra nacen en gran parte del genio de los que votan, y retrocediendo más, el mismo rompimiento de la guerra entre los dos príncipes, sin el cual no llegará el caso de darse esta batalla, ¿en cuántos acaecimientos anteriores, todos contingentes y libres, se funda? De modo que ésta es una cadena de infinitos eslabones, donde el último, que es la batalla, se quedará en el estado de la posibilidad faltando cualquiera de los otros. De donde se colige que el astrólogo no podrá pronunciar nada en orden a este suceso, si no es que lea en las estrellas una dilatadísima historia. Y ni esta historia está escrita en los astros, ni aun cuando lo estuviera pudieran leerla los astrólogos. No está escrita en los astros, porque éstos sólo pueden inferir tantas operaciones como se representan en ella, influyendo en las inclinaciones de los actores; y esta ilación precisamente ha de flaquear, porque entre tanto número de sujetos es totalmente inverosímil que alguno o algunos no obren contra la inclinación que conduce para que se dé la batalla, o por dictamen de conciencia, o por razón de conveniencia o por el contrapeso de otra inclinación más poderosa, como sucede en el avaro vengativo, que por más que la ira le incite, deja vivir a su enemigo por no arriesgar su dinero; y una operación sola que falte de tantas a que los astros inclinan y que son precisamente necesarias para que llegue el caso de darse la batalla, no se dará jamás.
  Tampoco, aunque toda aquella larga serie de sucesos y acciones, que precisamente han de preceder al combate, estuviera escrita en las estrellas, fuera legible por el astrólogo. La razón es clara, porque casi todos esos sucesos y acciones dependen de otros sujetos, cuyos horóscopos no ha visto el astrólogo (pues suponemos que sólo vio el horóscopo de aquel a quien pronostica la muerte en la batalla), y no viendo el horóscopo de los sujetos, no puede determinar nada la judiciaria de sus acciones.
  Esfuerzo esto de otro modo. Cuando el astrólogo, visto el horóscopo de Juan, le pronostica muerte violenta, es cierto que los astros no pueden representarle esta tragedia, sino porque la contienen en sí, como causas suyas. Pregunto ahora: ¿cómo causarán los astros esta muerte? No influyendo derechamente en la acción del homicidio, porque, como son causas necesarias y no libres, no sería la acción del homicidio contingente, sino necesaria, y así no podría evitarla el agresor. Tampoco determinando la voluntad y brazo del homicida, porque se seguiría el mismo inconveniente de ser movidas necesariamente a la acción las potencias de éste; por cuya razón asientan los teólogos que si la primera causa obrase necesariamente, las segundas no podrían obrar con libertad. Luego sólo resta que los astros influyan en aquella muerte violenta, imprimiendo alguna inclinación que conduzca a ella. Pero esta inclinación ¿en quién la han de imprimir? No en Juan, porque éste nunca tendrá inclinación a ser muerto violentamente, ni el que le inspiren un genio colérico y provocativo hace el caso; porque los más de éstos expiran de muerte natural, como asimismo muchos pacíficos mueren a golpe de cuchillo. Con que quedamos en que esta inclinación se la han de imprimir al matador. Pero éste, con toda su inclinación a matar a Juan, es muy posible que no pueda ejecutarlo. Es muy posible también que el miedo del castigo, que el riesgo de sus bienes, que el amor de sus hijos le detengan. Mas concedámosle una inclinación tan violenta, que haya de superar todos esos estorbos y aun facilitarle los medios. ¿Cómo puede el astrólogo conocer esa inclinación del matador, cuyo horóscopo no ha visto, sino sólo del que ha de ser muerto? Y, por otra parte, los astros, que sólo por ese medio han de causar la muerte, sólo pueden representársela al astrólogo en cuanto contienen la inclinación del matador en su influjo.
  Y que no depende ni el género ni el tiempo de la muerte de los hombres de la constitución del cielo que reina cuando nacen, se ve claro en que mueren muchísimos a un tiempo y de un mismo modo, los cuales nacieron debajo de aspectos muy diferentes. ¿Por ventura, como dice bien Juan Barclayo, cuando la tormenta precipita al fondo del mar una grande nao y perecen todos los que iban en ella, se ha de pensar que todos aquellos infelices nacieron debajo de un sistema celeste, que amenazaba naufragio, disponiendo los mismos astros que sólo se juntasen en aquella nave los que habían nacido debajo de aquel sistema? Buenas creederas tendrá quien lo tragare. Antes es cierto que en los mismos puntos de tiempo en que nacieron esos hombres nacieron otros muchísimos en el mundo que tuvieron muerte muy diferente. En la guerra llamada servil, donde conspiraron a recobrar con el hierro la libertad todos los esclavos de los romanos, murieron, sin que se salvase ni uno solo, cuantos seguían las banderas del pastor Atenion, que eran algunos, no pocos, millares. ¿Quién dirá que todos estos rebeldes nacieron debajo de tal constitución de astros que los destinaba a esa desdicha? Y más, cuando los mismos astrólogos asientan que son pocos los aspectos que pronostican muerte en la guerra. ¡Cuántos nacerían en el mundo al mismo tiempo que aquellos esclavos, los cuales murieron en su propio lecho y ni aun tomaron jamás las armas en la mano!
  La correspondencia de los sucesos a algunas predicciones, que se alega a favor de los astrólogos, está tan lejos de establecer su arte, que antes, si se mira bien, lo arruina. Porque entre tantos millares de predicciones determinadas como formaron los astrólogos de mil y ochocientos años a esta parte, apenas se cuentan veinte o treinta que saliesen verdaderas; lo que muestra que fue casual y no fundado en reglas el acierto. Es seguro que si algunos hombres, vendados los ojos un año entero, estuviesen sin cesar disparando flechas al viento matarían algunos pájaros. ¿Quién hay -decía Tulio- que flechando aun sin arte alguna todo el día no dé tal vez en el blanco? Quis est qui totum diem jaculans, non aliquando collinet? Pues esto es lo que sucede a los astrólogos. Echan pronósticos a montones, sin tino, y por casualidad uno u otro entre millares logra el acierto. Necesario es -decía con agudeza y gracia Séneca en la persona de Mercurio, hablando con la Parca- que los astrólogos acierten con la muerte del emperador Claudio, porque desde que le hicieron emperador todos los años y todos los meses se la pronostican, y como no es inmortal, en algún año y en algún mes ha de morir: Patere mathematicos aliquando verum dicere, qui illum, postquam princeps factus est, omnibus annis, omnibus mensibus efferunt.
  Este método, que es seguro para acertar alguna vez después de errar muchas, no les aprovechó a los astrólogos que quisieron determinar el tiempo en que había de morir el papa Alejandro VI, por no haber sido constantes en él. Y fue el chiste harto gracioso.
  Refiere el Mirandulano que, formado el horóscopo de este Papa, de común acuerdo le pronosticaron la muerte para el año de 1495. Salió de aquel año Alejandro sin riesgo alguno, con que los astrólogos le alargaron la muerte al año siguiente, del cual habiendo escapado también el Papa, consecutivamente, hasta el año de 1502, casi cada año le pronunciaban la fatal sentencia. Finalmente, viéndose burlados tantas veces, en el año de 1503 quisieron enmendar la plana, tomando distinto rumbo para formar el pronóstico, en virtud del cual pronunciaron que aún le restaban al Papa muchos años de vida. Pero, con gran confusión de los astrólogos, murió el mismo año de 1503.
  Añado que algunas famosas predicciones, que se jactan por verdaderas, con gran fundamento se pueden reputar inciertas o fabulosas. De Leoncio Bizantino, filósofo y matemático, se refiere que predijo a su hija Atenais que había de ser emperatriz, y por eso en el testamento, repartiendo todos sus bienes entre dos hijos que tenía, a ella no le dejó cosa alguna. Pero los mejores autores nada dicen del pronóstico; sí sólo que Leoncio, en consideración de la singularísima belleza, peregrino entendimiento y ajustada virtud de Atenais, conoció que no podía menos de ser codiciada para esposa de algunos hombres acomodados, teniendo harto mejor dote en sus propias prendas que en toda la hacienda de su padre, y por esto fue olvidada en el testamento, lo que ocasionó su fortuna; porque yendo a quejarse del agravio a la princesa Pulqueria, hermana de Teodosio el Segundo, enamoró tanto a los dos príncipes, que Pulqueria luego la adoptó por hija y después el Emperador la tomó por esposa.
  Del astrólogo Ascletarion dice Suetonio que predijo que su cadáver había de ser comido de perros; lo cual sucedió, por más que Domiciano, a quien el mismo Ascletarion había pronosticado su funesto éxito, procuró precaverlo, para desvanecer el pronóstico de su muerte, falsificando el que Ascletarion había hecho de aquella circunstancia de la suya propia; porque habiendo, luego que mataron al astrólogo, arrojado, de orden del Emperador, el cadáver en una grande hoguera para que prontamente se deshiciese en ceniza, sobrevino al punto una abundante lluvia que apagó el fuego, y no con menos puntualidad acudieron los perros a cebarse en aquella víctima, inútilmente sacrificada a la seguridad del Príncipe sangriento. Pero todo este hecho, dice el jesuita Dechales, es muy sospechoso, porque no se señala en libro alguno de los que tratan de la judiciaria constelación aspecto o tema celeste a quien atribuyan los astrólogos tal circunstancia o especie de muerte.
  Del célebre Lucas Gaurico cuentan algunos autores que, consultado de María de Médicis, reina de Francia, sobre el hado de su hijo Enrico II, pronosticó con harta individuación su muerte, diciendo que moriría de la herida que en una justa había de recibir en un ojo. Pero el citado Dechales y Gabriel Naudé lo refieren muy al contrario, diciendo que antes bien erró cuanto pudo errar la predicción pronosticándole a aquel Príncipe muerte natural y tranquila después de una vida muy larga, como erró asimismo pronosticando a Juan Bentivollo la expulsión de Bolonia y designando a Francisco II el año de su muerte.
  De otro astrólogo se dice haberle vaticinado a María de Médicis que había de morir en San Germán, lo cual se cumplió, asistiéndola en aquel trance un abad llamado Juliano de San Germán. Pero fuera de que esto no fue verificarse la profecía, pues no había sido ésa la mente del astrólogo, sino que había de morir en el lugar o monasterio de San Germán, o no hubo tal vaticinio, o si le hubo no se fundó en las reglas de la judiciaria, pues en los libros astrológicos no se señalan aspectos significadores de los lugares que han de ser teatros de las tragedias, ni de los nombres de las personas que han de intervenir en ellas, ni esto podría ser sin crecer a inmenso volumen los preceptos de este arte.
  Acaso no serían más verdaderas que las expresadas la predicción de Spurina a César, la de los Caldeos a Nerón, y otras semejantes, que, por la mayor parte, recibieron los autores que las escriben de manos del vulgo. Y bien se sabe que en el común de los hombres es bien frecuente, después de visto el suceso, hallar alusión a él en una palabra que anteriormente se dijo sin intento, y aun sin significación, y poco a poco mudando y añadiendo llegar a ponerla en paraje de que sea un pronóstico perfecto. De esto tenemos mil ejemplos cada día.»
 
  [El fragmento pertenece a la edición digital en español de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
 

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