II.- Donde, tras festiva detención en la corte, pasan nuestros personajes a Salamanca y hallan un generoso Espíritu que les asiste para fijar el codex optimus, acabándose el capítulo con el retrato que de Palmaverde realiza un diestro pintor holandés
«Así que, impulsados por este interés, se mudaron nuestros caballeros a Salamanca, que era ciudad a la que muchos llamaban "Roma la chica" por su numerosa prole de diversos manteos, sotanas, túnicas, hopalandas, herreruelos, etc. y por estar asentada sobre tres cabezos al modo que Roma lo estaba sobre siete colinas. Entrados en la ciudad en la hora de la mañana que más se atiende, observaron la profusión de hábitos frailunos que la poblaban, unos calzados y otros no, los cuales se confundían, ante los ojos de Palmaverde, con la multicolor vestimenta de los colegiales, que ora era de pardo oscuro con beca azul, como los del colegio de Oviedo, ora gastaban el morado, como los de Cuenca, u ora lucían sotanas verdes con beca negra como los de San Pelayo. Era aquél un mundo plenamente nuevo para Palmaverde, quien acrecentó su sorpresa cuando se dirigieron al mercado del Corrillo, donde se alternaban los campesinos de anguarinas o tabardos y zaragüelles con soldados de gala emplumados, mendigos, recueros, quimeristas, buhoneros y una variopinta muestra de mujeres que algunos prefieren llamar dáifas, que es voz del árabe tratada con ironía que equivale a manceba y que como tal ve premiada su ilícita comunicación con el hombre.
Crecía la admiración y sorpresa de Palmaverde porque era Salamanca ciudad muy ornamentada de edificios, en lo que ganaba ampliamente a Madrid, aunque le pareció que algunas de las construcciones habían quedado sin terminar, tal como le sucede muchas veces al hombre con la obra que lleva entre manos, razón por la que ando apriesa con esta mi historia ya que son varios los síntomas que anuncian vencida mi vida. Pero decía que admiraba Palmaverde la vitalidad de Salamanca y que en ella medía su interrupción de las buenas relaciones con la duquesa de Chevreuse, que tan gustoso y culto camino llevaban. Y algo de ello me dijo, teñido por melancolías, mientras escogía buen lugar para su mula en la cuadra adosada al albergue donde hallamos refugio para los días salmaticenses.
Digo que tenía ganada fama Salamanca en toda Europa de ser ciudad bien nutrida universitariamente, donde si por un lado hervían las ocurrencias y desatinos de los colegiales, que siempre el escándalo se procura mayor eco que la mesura, por otro lado ascendía la gravedad de sus teólogos y humanistas, quienes no se andaban con cuidados a la hora de disputar una cuestión o de litigar por una cátedra, como expresa Fernández de Oviedo en sus Quinguagenas.
He de confesar (pues ya dije que coloqué a la Verdad como personaje de estas páginas, al igual que hizo Petrarca en su diálogo latino con San Agustín) que si estábamos en Salamanca movidos por el interés de hallar luz para el cifrado códice, no dejaba ello de complacerme íntimamente pues me regresaba a mis años jóvenes. Especialmente recordaba las enseñanzas del doctor Núñez de Zamora, que tomó posesión de la cátedra de Astrología en julio de 1598, tras haber sido cátedro de Simples de Medicina. Con Núñez de Zamora cursé estudios provechosos en esta disciplina astrológica y mi recuerdo no se guía sólo por el deber de testimoniar a los maestros, sino porque era hombre de gran doctrina como explica el hecho de que siendo catedrático de Pronósticos le dieron la jubilación en 1618 y pasó a ser médico del duque de Lerma, en cuyo arte estaba cuando los estudiantes salmaticenses lo reclamaron insistentemente al Claustro y éste acordó darle un partido de Medicina de 150 ducados para traerlo de nuevo a Salamanca, donde además se le encargó, en 1621, de la visita en el Hospital del Estudio.
Otros muchos recuerdos me llegaron con la primera noche salmantina, que sabido es lo propicia que es la oscuridad para formar figuras del pasado, pues fue de Salamanca de donde partí para Flandes desengañado de amores y engañado de ilusiones marciales. Quiero decir que atrapado por las hazañas de mosqueteros, piqueros y arcabuceros de antaño que corrían entre colegiales me alisté en las promesas de la milicia, por donde fui a parar al grupo de soldados españoles que, desatendidos y maltrechos, se encontraban en Crevecoeur, posición que se entregó a los holandeses a principios de 1600 a cambio de cobrar nuestros atrasos y siguiendo el ejemplo dado en aquella Navidad por los dos mil veteranos que se amotinaron en la ciudad amurallada de Diest exigiendo el largo pago debido. No es precisamente gloria lo que pueden traer mis jornadas militares en la isla de Bommel, pero fue en ellas, y esto sí es eternidad, donde supe de un tan grande poeta como Francisco de Aldana, ya que un otro capitán lo sacó de la memoria para recitarnos sus endecasílabos contra la vida cortesana mullida por las blanduras de Cupido y la urdimbre de mil trampantojos.
Tentaciones tengo de seguir detenido por estos mis caminos, que ellos le procuran algo de savia a mis arterias, estrechadas por los años, pero bien pienso que pueden entenderse como achaques de la vejez que malintentan recobrar el tiempo ido y bien sé que quiebran la fluidez y secuencia del discurso, por lo que prometí al principio no demorarme en mi pasado. De modo que, ex composito, torno a los años por donde iba el argumento, en los que aún gozaba yo de buena edad y en los que Palmaverde observaba, en el zaguán de la posada, cómo un clérigo de encendidos mofletes platicaba con una moza de muy expresiva compostura, escena que le indujo a recordar el Concilio I de Sevilla en aquel su punto que trataba de los clerici cum quibus mulieres cohabitant, ya que manifiestos indicios apuntaban a que el clérigo pretendía a la moza por criada contra lo dictado por el dicho Concilio, el cual incluso advertía que si las criadas persistían en habitar con los clérigos, el juez tomaría para sí tales mujeres y, con voluntad y permiso del obispo, las haría vender entregando el precio a los menesterosos.
Se alejó Palmaverde de estas relaciones conciliares porque era ya momento de irse a la búsqueda de aquel anciano que parecía versado en ciencias ocultas, según informaron en la corte, y fuéronse nuestros caballeros preguntando por la calle de Serranos, que era buena ruta de escolares, para acabar detenidos en las tabernas del Tabladillo, ya que el vino desata las lenguas y era probable hallar algún resquicio entre el abundante y suelto parlar. No fue en estas rutas y en este día, sino en la propia posada y tras cansadas jornadas, cuando Palmaverde y Loaysa tuvieron noticia del hombre que buscaban.
Vivía el tal anciano, que se llamaba Rubén Matías, en una casa cercana al Tormes y en un punto exacto que no es prudente revelar. Era hombre muy precavido en todos los órdenes y tenía en la misma entrada de la casa una amplia zafa o aljofaina en cuyo interior nos hizo lavarnos las manos detenidamente, pues sostenía que nos invadiría una nueva epidemia de peste como aquella que entre 1597 y 1607 nos entró en España por los puertos cantábricos llevándose más de medio millón de almas y quebrando gravemente el comercio y el abastecimiento, con lo que se ayudó, junto a la presión tributaria, a que se despoblaran aldeas castellanas en favor de la concentración propietaria de nuevos señoríos.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1992. ISBN: 84-08-00050-0.]
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