domingo, 23 de septiembre de 2018

Las damas de Oriente. Grandes viajeras por los países árabes.- Cristina Morató (1961)


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Gertrude Bell, la reina de Irak

«Hay una fotografía de Gertrude Bell que muestra hasta dónde llegó esta solitaria victoriana que encontró en Oriente Próximo su razón de existir. La imagen fue tomada durante la Conferencia de El Cairo en 1921, donde Winston Churchill -entonces ministro británico de Colonias- reunió a los mayores expertos del Imperio Británico en esta región para decidir el futuro de Mesopotamia, Cisjordania y Palestina. En ella aparece la indómita señorita Bell subida a lomos de un camello luciendo uno de sus inconfundibles sombreros de plumas y posando orgullosa frente a la imponente Esfinge de Gizeh. A su lado se encuentran su amigo T. E. Lawrence -el famoso Lawrence de Arabia- y Churchill, que trata de mantener el equilibrio sobre su camello. Ninguna mujer de su tiempo llegó a alcanzar tanto poder como ella y a codearse con los personajes más influyentes, ya fueran diplomáticos, gobernadores o reyes.
 Gertrude tenía entonces cincuenta y tres años y era considerada la mayor especialista en la compleja política de esta región. Su larga relación y profundo conocimiento de los países árabes había culminado con su nombramiento de secretaria para Oriente, el puesto clave del Servicio de Inteligencia británico. Nadie como ella conocía estos vastos territorios y a sus principales jefes tribales. Tras la Primera Guerra Mundial, la señorita Bell ayudaría a trazar las fronteras del moderno Irak y utilizaría todo su poder para colocar al rey Faisal en el trono de este país. Muchos la apodaban la "Lawrence de Arabia femenina", pero esta enérgica diplomática solterona tuvo mucha más autoridad en esa zona que su romántico amigo. A ella nunca le gustó la fama y popularidad, aunque era una mujer vanidosa que necesitaba ser reconocida y admirada para ahuyentar los fantasmas de la soledad. En Oriente Próximo consiguió ser alguien importante y respetado, era tratada como un hombre y eso la halagaba especialmente. En 1920, en un discurso, el jefe supremo de la tribu de los Anazeh dijo refiriéndose a ella: "Hermanos: habéis oído lo que esta mujer tiene que decirnos. Es sólo una mujer, pero es fuerte y poderosa. Todos sabemos que Alá hizo a la mujer inferior al hombre. Pero si las mujeres de los ingleses son como ella, los hombres deben ser como leones en fuerza y valor. Será mejor que hagamos las paces con ellos".
 Ya desde muy joven, Gertrude Bell, nacida en el seno de una rica familia de la alta burguesía británica, rechazó el destino que se preveía para una señorita de su posición. Consiguió graduarse en Oxford, viajar sola por las regiones más peligrosas de Arabia Central, dedicarse a la arqueología, explorar tierras desconocidas por encargo de la Royal Geographical Society y escalar importantes montañas, antes de convertirse en un destacado personaje de la política internacional. Y todo ello sin dejar de ser una coqueta y excéntrica dama que vestía siempre a la moda -sentía una auténtica obsesión por la ropa cara- incluso en el árido desierto. En todas sus expediciones viajaba con un abultado equipaje que incluía vestidos franceses, sombreros, corsés, enaguas de encaje y sombrillas. Nunca renunció a tomar el té en su vajilla de porcelana, comer con su cubertería de plata y fina cristalería y darse un baño en su bañera plegable de lona aunque estuviera en el lugar más remoto de Arabia.
 La lista de sus logros resulta extraordinaria; fue la primera mujer que se licenció en Historia Moderna en la Universidad de Oxford, medalla de oro de la Royal Geographical Society, condecorada con la Orden del Imperio Británico y directora honoraria del Museo Arqueológico de Bagdad. Publicó siete libros e infinidad de artículos que la consolidaron como escritora y experta arabista. El escritor John Dos Passos la conoció en Bagdad en 1921 cuando trabajaba para el New York Tribune y la recordaba así: "Tenía un increíble dominio de las lenguas de Oriente Próximo. Conocía todos los dialectos. Sabía al dedillo las historias tribales y familiares de los beduinos. Viéndola, no era difícil creer lo que me habían contado de cómo llegaba en su avión a los campamentos árabes rebeldes y les soltaba tales rapapolvos en su propio dialecto que inmediatamente recogían sus tiendas y desaparecían". Oriente la cautivó desde su primer viaje a Persia en 1892, pero fue en Irak donde iba a encontrar su verdadero hogar.
 Gertrude Bell, a la que muchos consideraron, tras la gran contienda, la mujer más poderosa del Imperio Británico, era en realidad un ser humano lleno de contradicciones. A pesar de sus conquistas alcanzadas en un mundo exclusivamente masculino y no sentirse limitada por su sexo, era una convencida antisufragista que se oponía ferozmente al voto de las mujeres. Aunque se jugaba la vida recorriendo sola  a lomos de su camello los yermos desiertos y se enfrentaba a largas marchas bajo un sol implacable, antes de emprender una nueva aventura le pedía autorización a su padre, a quien idolatraba. Los que la conocían hablaban de su encanto, su arrebatadora personalidad y su inagotable energía. Nadie, ni sus amigos más íntimos, fueron capaces de intuir que tras "la dama de hierro" se ocultaba una mujer depresiva y necesitada de afecto, una mujer que se sentía muy sola. Cuando aquel caluroso día de verano de 1926 en Bagdad, Gertrude Bell decidió acabar con su vida, muchos no dieron crédito a la noticia. Tenía cincuenta y ocho años y la terrible sensación de que ya no encajaba en ningún lugar.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de la editorial Random House Mondadori, 2006. ISBN: 84-9793-897-6 (vol. 559/3.)]

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