Capítulo 3
«Los monótonos días se suceden, cada uno igual al anterior. El mar no cambia nunca, ni las nubes que flotan sobre el horizonte y el crujido del aparejo es siempre el mismo. El San Juan Bautista sigue su derrotero sin novedad. Cada vez que digo la misa de la mañana pienso que el Señor nos ha concedido un viaje tan tranquilo para ayudarme a cumplir mis objetivos. La mente del Señor es insondable, pero Él desea, creo yo, que el obstinado Japón siga Sus enseñanzas y que yo sea Su instrumento.
El capitán Montaño y el primer oficial Contreras, sin embargo, no sienten aprecio por mis intenciones. Jamás lo han dicho abiertamente, pero no hay duda de que no están de acuerdo conmigo. Quizás esto se debe a que, durante su permanencia en el Japón, no recibieron una sola impresión favorable del país ni de sus habitantes. No intentan acercarse a los emisarios ni a los demás japoneses más de lo imprescindible y no les gusta que los marinos españoles hablen con los japoneses. En dos ocasiones sugerí al capitán que invitáramos a la cena a los emisarios, pero se negó.
-En el tiempo que me he visto obligado a permanecer en el Japón -me dijo hace dos días-, no he podido soportar la arrogancia y el genio vivo de los japoneses. Nunca he conocido gente menos sincera, gente que considera una virtud lograr que nadie sepa lo que piensan.
Respondí que su sistema político es tan refinado que en ocasiones se hace difícil creer que sean una nación pagana.
-Precisamente por eso es tan difícil tratar con ellos -dijo el primer oficial-. Dentro de poco tratarán de dominar el Pacífico. Si queréis convertirlos al cristianismo más fácilmente lo conseguiréis con las armas que con las palabras.
-¿Con las armas? -dije impulsivamente-. Subestimáis este país. No es como Nueva España o las Filipinas. Los japoneses están familiarizados con la guerra y son terribles en la batalla. ¿Sabéis? Los jesuitas fracasaron porque cometieron el mismo error.
Ni el capitán ni el primer oficial parecían interesados, pero aun así enumeré los errores de la estrategia jesuita uno por uno. Por ejemplo, el padre Coelho y el padre Frois querían que el Japón fuera una colonia española para propagar luego el cristianismo. Los gobernantes japoneses se encolerizaron cuando lo supieron. Cuando hablo de los jesuitas muchas veces pierdo la prudencia.
-Para difundir en el Japón las enseñanzas de Dios -terminé, arrastrado por la pasión-, sólo hay un método posible. Hay que engatusarlos. España debe estar dispuesta a compartir con los japoneses las ganancias del comercio en el Pacífico a cambio de facilidades para la evangelización. Los japoneses sacrificarán cualquier otra cosa por esas ganancias. Si yo fuera obispo...
Ante estas palabras el capitán y el primer oficial se miraron en silencio. No era el silencio de la aprobación; sin duda les parecía que mis cálculos eran poco adecuados para un sacerdote. Aunque tengo plena conciencia de la necesidad de ser discreto cuando se habla con personas mundanas, había cometido un desliz.
-El padre parece más interesado por la evangelización del Japón -dijo irónicamente el capitán- que por el interés nacional de España.
No agregó nada más. Era evidente que habían visto en mis palabras, "Si yo fuera obispo", la expresión de una vana ambición personal. Pero sólo el Señor conoce y juzga los corazones de los hombres. "Tú sabes bien que no he hablado por mera ambición personal. He elegido el Japón como el sitio donde he de morir. Ocurre simplemente que soy la persona apropiada para conseguir que resuenen en todo el Japón las voces que cantan Tus alabanzas."
Sucedió algo interesante. Mientras caminaba por la cubierta recitando el breviario, se me acercó uno de los comerciantes japoneses. Me estudió con curiosidad mientras yo murmuraba mis plegarias, pero no era así. Me dedicó una sonrisa seductora, bajó la voz y me pidió que sólo a él le concediera privilegios para comerciar en Nueva España. Aparté el rostro, como si él tuviera mal aliento, pero continuó sonriendo y agregó:
-Cuando llegue el momento, seré generoso. Ganaré dinero y una parte será para vos.
Permití que la cólera asomara a mi rostro y le dije claramente que si bien era un intérprete, era también un sacerdote y como tal había renunciado al mundo secular. Luego lo envié de vuelta a su cabina.
No deseo que estos dos meses de viaje me condenen al ocio como sacerdote. Todos los días digo misa en el comedor para los marinos españoles, pero los japoneses no se acercan siquiera a mirar. Para ellos la felicidad significa solamente obtener ganancias. Si una religión les prometiera todos los beneficios de esta vida -amasar riquezas, vencer en la batalla, librarse de las enfermedades-, los japoneses la aceptarían de buen grado; pero parecen totalmente insensibles a lo sobrenatural y a lo eterno. Aún así, me sentiré fracasado si en el curso del viaje no predico la palabra de Dios a los más de cien japoneses que nos acompañan.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Salvat Editores, 1995, en traducción de Carlos Peralta. ISBN: 84-345-9068-9.]
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