domingo, 13 de abril de 2025

Utopía.- Tomás Moro (1478-1535)


 Libro I

 «[...] cuyo rey, el primer día que llega al poder, es obligado bajo juramento, a la vez que se ofrecen grandes sacrificios, a no tener jamás en su tesoro más allá de mil libras de oro a un tiempo o la plata que equivale al valor de ese oro. Dicen que esta ley fue implantada, a modo de traba contra una acumulación tan grande de dinero que provocase su escasez entre el pueblo, por un rey sumamente bueno a quien preocupaba más el bienestar de la patria que sus riquezas personales. Comprendía, en efecto, que eso tesoro le bastaría al rey caso de que hubiera de combatir contra insurrectos, y al reino caso de que hubiera de hacerlo contra las incursiones de los enemigos. Por otra parte, era lo bastante exiguo como para no inspirar el deseo de apoderarse de lo ajeno, lo que fue el motivo principalísimo de la ley; el motivo inmediato fue que de esta manera -pensó- se proveía para que no faltara la moneda que se utiliza en las transacciones cotidianas de los ciudadanos. Y como al rey le era preciso distribuir todo lo de su tesoro que superara la cota legítima, juzgó que no andaría buscando ocasiones de agraviar. Tal rey infundiría temor a los malos y sería amado de los buenos.
 Si les largara, pues, estas y otras cosas parecidas a hombres fuertemente inclinados en contrario, ¿a qué tipo de sordos estaría yo contando esta fábula?
 -A sordísimos, sin duda -le dije-. Y, a fe, que no me extraña. A decir verdad, tampoco me parece que se haya de largar tales discursos ni dar tales consejos cuando estás seguro de que no serán recibidos jamás. ¿Pues qué puede aprovechar o cómo puede penetrar un discurso tan desusado en su pecho si una convicción diametralmente diferente se ha apoderado ya de sus ánimos y se asienta en ellos? En una conversación familiar entre amigos entrañables esta filosofía escolástica no es insuave. Mas en los consejos de los príncipes, donde se tratan grandes cosas con grande autoridad, no hay lugar para estas cosas.
 -Esto es lo que yo decía de que al lado de los príncipes no hay lugar para la filosofía.
 -Desde luego es verdad -dije yo-, aunque no para esta filosofía escolástica, que piensa que cualquier cosa pega bien dondequiera. Pero hay otra filosofía más política, que conoce su campo, y, acomodándose a él, se reserva puntualmente y con decoro un papel en la fábula que traemos entre manos. De ésta te has de servir. De otra suerte, es como si representándose una comedia de Plauto, al tiempo que unos esclavos intercambian entre sí simplezas, apareces tú en el escenario con continente filosófico y te pones a recitar el pasaje de Octavia en que Séneca disputa con Nerón. ¿No te hubiera sido mejor estar de muda en lugar de armar semejante tragicomedia por recitar lo que no viene a cuento? Pues de igual manera echarías a perder y torcerías la presente fábula si mezclas cosas diversas, aun cuando lo que tú aportas fuera más excelente. Cualquiera sea la fábula que tienes en mano, represéntala lo mejor que puedas y no vengas a estropearla entera porque te venga a la mente otra distinta más ingeniosa. Así ocurre en la República, así en las consultas de lo príncipes. Si no se pueden arrancar de raíz las malas opiniones, si no puedes poner remedio a los vicios recibidos por tradición tan allá como tú quisieras, no por eso, sin embargo, se ha de dar de mano a la República, como tampoco en caso de tempestad se debe abandonar la nave porque no puedes calmar los vientos. Pero no hay que endosar un discurso peregrino y desusado, que te consta no tendrá afecto en quienes están persuadidos de otra cosa, antes hay que intentar un camino oblicuo y te has de forzar lo más que puedas por llegar a tratarlo todo pertinentemente, y conseguir que lo que no puedes tornar en bueno resulte lo manos malo posible. Pues no puede todo andar bien si no son todos buenos, lo que aun no espero vaya a ocurrir de aquí a algunos años.
 -Por este método -dijo- lo único que ocurrirá es que mientras trato de curar la locura de los otros me vuelva yo tan loco como ellos. Pues si quiero decir la verdad tendré que decir cosas como las que tengo referidas. Por lo demás, decir falsedades no sé si cuadra a un filósofo, pero, desde luego, no a mí. 
Aunque comprendo que el discurso ese mío pudiera quizá serles desagradable y molesto, no veo empero por qué haya de parecerles desusado hasta la necedad. Porque si dijera lo que Platón se inventa en su República o lo que los utopienses hacen en la suya, aunque sea (que lo es ciertamente) mejor, puede parecer extraño no obstante, ya que, mientras aquí las posesiones de cada uno son privadas, allí son todas las cosas comunes. Mas mi exposición, fuera de que a los que se han propuesto abalanzarse de cabeza por otro camino no puede caerles divertido quien les recuerda y señala los peligros, ¿qué contenía de raro que no convenga o no se deba decir dondequiera? Por cierto que si hubiera de omitirse por desusado y absurdo cuanto han hecho aparecer extraño las perversas costumbres de los hombres, es preciso que entre nosotros, los cristianos, disimulemos casi todo lo que Cristo nos enseñó; y disimularlo lo prohibió a tal punto que incluso lo que él susurrase a los suyos al oído mandó predicarlo públicamente desde los tejados (1), estando la mayor parte de ello muchísimo más lejos de nuestras costumbres que lo estuvo mi discurso. Claro que los predicadores, hombres astutos ellos, tengo la impresión de que han seguido tu consejo cuando, viendo que los hombres consentían a duras penas en adaptar sus costumbres a la norma de Cristo, acomodaron su doctrina, como una plomada, a sus costumbres, para que al menos de alguna suerte se ajustaran. No veo en absoluto qué ganancia hayan tenido con esto, como no sea que se pueda ser malos o mejor recaudo y que a este fin precisamente venga a ser yo provechoso en los consejos de los príncipes. Pues u opino diferente, lo que es tanto como no opinar nada, o lo mismo, y soy el apoyo de su locura, como dice Mición (2) el de Terencio (3).»

 (1) Mat. 10, 27.
 (2) Los Adelfos, I, 2, 145-147.
 (3) República, 6, 496 d.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Emilio García Estébanez, pp. 38-41. ISBN: 84-487-0137-2.] 

domingo, 6 de abril de 2025

La deshumanización del arte.- José Ortega y Gasset (1883-1955)

 

Impopularidad del arte nuevo

 «Entre las muchas ideas geniales, aunque mal desarrolladas, del genial francés Guyau, hay que contar su intento de estudiar el arte desde el punto de vista sociológico. Al pronto le ocurriría a uno pensar que parejo tema es estéril. Tomar el arte por el lado de sus efectos sociales se parece mucho a tomar el rábano por las hojas o estudiar el hombre por su sombra. Los efectos sociales del arte son, a primera vista, cosa tan extrínseca, tan remota de la esencia artística, que no se ve bien cómo, partiendo de ellos, se puede penetrar en la intimidad de los estilos. Guyau, ciertamente, no extrajo de su genial intento el mejor jugo. La brevedad de su vida y aquella su trágica prisa hacia la muerte impidieron que serenase sus aspiraciones y, dejando a un lado todo lo que es obvio y primerizo, pudiese insistir en lo más sustancial y recóndito. Puede decirse que de su libro El arte desde el punto de vista sociológico sólo existe el título; el resto está aún por escribir.
 La fecundidad de una sociología del arte me fue revelada inesperadamente cuando, hace unos años, se me ocurrió un día escribir algo sobre la nueva época musical que empieza con Debussy. Yo me proponía definir con la mayor claridad posible la diferencia de estilo entre la nueva música y la tradicional. El problema era rigurosamente estético y, sin embargo, me encontré con que el camino más corto hacia él partía de un fenómeno sociológico: la impopularidad de la nueva música.
 Hoy quisiera hablar más en general y referirme a todas las artes que aún tienen en Europa algún vigor; por tanto, junto a la música nueva, la nueva pintura, la nueva poesía, el nuevo teatro. Es, en verdad, sorprendente y misteriosa la compacta solidaridad consigo misma que cada época histórica mantiene en todas sus manifestaciones. Una inspiración idéntica, un mismo estilo biológico pulsa en las artes más diversas. Sin darse de ello cuenta, el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta y el dramaturgo, sus contemporáneos. Y esta identidad de sentido estético había de rendir, por fuerza, idéntica consecuencia sociológica. En efecto, a la impopularidad de la nueva música responde una impopularidad de igual cariz en las demás musas. Todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial.
 Se dirá que todo estilo recién llegado sufre una etapa de lazareto y se recordará la batalla de Hernani y los demás combates acaecidos en el advenimiento del romanticismo. Sin embargo, la impopularidad del arte nuevo es de muy distinta fisonomía. Conviene distinguir entre lo que no es popular y lo que es impopular. El estilo que innova tarda algún tiempo en conquistar la popularidad; no es popular, pero tampoco impopular. El ejemplo de la irrupción romántica que suele aducirse fue, como fenómeno sociológico, perfectamente inverso del que ahora ofrece el arte. El romanticismo conquistó muy pronto al "pueblo", para el cual el viejo arte clásico no había sido nunca cosa entrañable. El enemigo con quien el romanticismo tuvo que pelear fue precisamente una minoría selecta que se había quedado anquilosada en las formas arcaicas del "antiguo régimen" poético. Las obras románticas son las primeras -desde la invención de la imprenta- que han gozado de grandes tiradas. El romanticismo ha sido por excelencia el estilo popular. Primogénito de la democracia, fue tratado con el mayor mimo por la masa.
 En cambio, el arte nuevo tiene la masa en contra suya y la tendrá siempre. Es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra cualquiera por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por un reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil. (Dejemos a un lado la fauna equívoca de los snobs). Actúa, pues, la obra de arte como un poder social que crea dos grupos antagónicos, que separa y selecciona en el montón informe de la muchedumbre dos castas diferentes de hombres.
 ¿Cuál es el principio diferenciador de estas dos castas? Toda obra de arte suscita divergencias: a unos les gusta, a otros no; a unos les gusta menos, a otros más. Esta disociación no tiene carácter orgánico, no obedece a un principio. El azar de nuestra índole individual nos colocará entre los unos y entre los otros. Pero en el caso del arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo de aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende. Las viejas coletas que asistían a las representaciones de Hernani entendían muy bien el drama de Víctor Hugo y precisamente porque lo entendían no les gustaba. Fieles a determinada sensibilidad estética, sentían repugnancia por los nuevos valores artísticos que el romántico les proponía.
 A mi juicio, lo característico del arte nuevo, "desde el punto de vista sociológico", es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa Libros, 2010, pp. 159-162. ISBN: 978-84-674-9436-5.]

domingo, 30 de marzo de 2025

Resumen del futuro.- Luis Luchi [o Luis Yanischevsky] (1921-2000)

 

Lucha contra los dioses

 «En un tiempo convivieron con nosotros,
nos afinaron la puntería,
nos regalaron sabrosos misterios.
Les pedimos reflejarlos a nuestra imagen,
los hicimos de madera,
de madera dejábamos de ser;
piedra dura o blanda,
nuestra oscilación.
Nunca faltó un muerto
para tenernos sumisos y alertas.
Se fueron como estaba convenido
y los ubicamos en el trono de los sueños,
quebrando el dolor, el vago enfrentamiento,
para despertar en las pesadillas con trueno,
si despertábamos, si estábamos vivos.
[...]


Cabañas

 Estoy decidido para siempre:
es un claro de árboles inmensos,
donde un único rayo de sol
atraviese un agujero de hoja,
sacrificada al proceso de una oruga.
Primero haré la ventana;
pondré cerrojos en todas las aberturas;
me llevaré un grabador de ruidos
para oír la misa de la selva.
Tendré una jaula con un pajarito adentro,
un herbario,
colección de flores secas.
Estrilará un despertador todas las mañanas,
recordándome empezar el día;
y no tener más que mirar el techo,
aunque me ofrezcan de guardabosques.
[...]

La puta madre
(para Gustavo) 

 Profesores, alumnos, colegiales,
les debo mi primer fracaso
en el intento de conocer el mundo.
Por eso sigo buscando.
Seguiré buscando donde esté.
Quizá nunca lo encontraré
y si buscar es una tarea
en el camino me detendré.
Pulpero, ¿por casualidad no pasó un hombre
que venía de curuzucuatiá?
¡¡Pum!!

Gustavo cuchillero hábil en eso de pelar cañas de azúcar
en Tucumán trabajaba en la zafra de algodón del Chaco.
Todo es cerca y el cielo no tiene dueños.
La mamá en su vivienda hablaba un dialecto casi guaraní.
Era alegre y salió segundo en un concurso de chamamé.
[...]

Recuerdos olvidados por fracaso

Borrado de la memoria porque te esperé
y pasaba cualquiera,
tu recuerdo empezó a diluirse
para que yo pudiera
empezar la posibilidad de olvidar
en un cajoncito donde guardo los fracasos
y pienso pedirle al verdulero uno más,
cuando se acaben los melocotones.
                     en una casilla de baño
donde se cambia la ropa de trabajo
dejaré a propósito un pañuelo donde lloré
una careta al volver del corso
y el día siguiente era hábil.
El lápiz rojo lo robé para que no te pintes,
un acto de contrición en defensa de mi amor,
donde los otros amadores estaban negados
a descubrirte, y así sufrir de amor,
como había sufrido yo,
antes de llegar a la insensibilidad
y dejar pasar con saludos
las ramas del río arrasadas en lluvias inundaciones
deshielos, lágrimas a canaletas tapadas.
Diques deteniendo coágulos de las venas
y no dejes circular
aunque le cueste pasar por alto
el centro de la memoria.

Mi crédito

Dame tu cariñito,
un besito.
Un fueguito de amor,
un bollito quemado.
Poné tu fósforo
lucesita con respaldo
de sombra en contraluz
sobre la nada,
que es muy obscura.
Acercarme música a mí
de pronto y temprano
esperando amanecer.
Dame una explicación de sorpresa
cariñito,
porque no existís,
ni es posible que existas.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Escorxador, 1984, pp. 8, 10, 12, 36 y 44. ISBN: 84-398-1251-5.]

domingo, 23 de marzo de 2025

La Regenta.- Leopoldo Alas , "Clarín" (1852-1901)

 

Capítulo VIII

 «La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana, se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea tenía lumbre desde octubre a mayo. De noche iba al teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran rayos; para eso tenía carruajes. Si no había teatro, y era esto muy frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete, donde recibía a los amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía los periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género de los epigramas del Arcipreste, su buen amigo. En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella. Cuando alguno salía garante de una virtud, la marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase negaciones. A veces pronunciaba claramente:
 -A mí con ésas... que soy tambor de marina.
 No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV. 
 En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta oscuridad, si había pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los demás se quejaban. Era una injusticia.
 -¿Para qué poner tan alta la lámpara? -decían algunos un tanto ofendidos.
 Doña Rufina se encogía de hombros.
 -Cosas de ése -respondía, aludiendo a su marido.
 No era muy escrupuloso el marqués en materia de moral privada; pero una noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón, y al llegar al gabinete, una puerta estaba entornada; su mano tropezó con una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer -estaba seguro-,  y sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba a la llave del gas.
 De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola se habían casado, y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica. Aquella escasa vigilancia a que la marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella había desaparecido. Era el único consuelo de tanta soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir a alguna sobrina de las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de lo mejorcito de la capital. Algunos padres timoratos oponían argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al marqués, pero al fin la vanidad triunfaba, y siempre tenía su sobrina en ferias la señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de las hijas ausentes; el de Emma no volvió a ser habitado, pero se entraba en él cuando hacía falta.
 Las muchachas animaban por algunas semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche, había aventuras, pero silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. Videor meliore, le decía don Saturno, sin que Paco lo entendiese. En la tertulia de la marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas. Previamente se daba cita al novio respectivo, y cuando no, esperaban los acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón amarillo habían salido muchos matrimonios in extremis, como decía Paquito, creyendo que in extremis significaba una cosa muy divertida. Pero lo que salía más veces era asunto para la crónica escandalosa. Se respetaba la casa del marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:
 -Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales una casa tan respetable, tan digna.
 Los liberales avanzados, los que no se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.
 Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa donde había tantas aventuras.
 Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan estrecho como en el tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q.e.p.d.) el de la clase, aún no era para todos el entrar en la tertulia de confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las puertas, porque se daban tono así y además no les convenían testigos. "Estamos mejor en petit comité". El espíritu de tolerancia de la marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia, las madres, que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y quién duda que éstas se harían respetar? Allí estaba Visitación, por ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las ridículas, así como los maridos seguían una conducta análoga. Algún canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia, aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí mucho tiempo. [...]
 La marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo vivo.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1984, pp. 151-153. ISBN: 84-7291-675-8.] 

domingo, 16 de marzo de 2025

Aragón musulmán.- Mª Jesús Viguera Molins (1945)

 

V.-Almorávides y conquista cristiana
Alfonso I ante Zaragoza

 «Tras liquidar los asuntos castellanos y reorganizar su reino, Alfonso emprende la conquista de Zaragoza. Desde 1117 inició preparativos, convocando ayudas ultrapirenaicas. El 8 de julio de aquel año se acercó a la plaza, con el vizconde Gastón de Bearn y su hermano Céntulo, para evaluar seguramente sus defensas. Al año siguiente, el concilio de Toulouse aprobó la Cruzada de España y los francos acudieron, jinetes y arqueros en su mayoría, según el Bayan. Entretanto el emir almorávid nombró a su hermano Tamim, que gobernaba Levante, también sobre Zaragoza en la primavera de aquel 1118, que ya veía desencadenarse la tormenta sobre aquella plaza. Pero nada debió hacer Tamim por los sitiados y las fuentes árabes no vuelven a referir de él, en relación con esto, sino una tardía actuación que le adjudica el Rawd al-qirtas, para disimular responsabilidades.
 Se formalizó el asedio al acabar mayo, el 22 ó el 24, sin que aún acudiera Alfonso I, que seguía en Castilla. Los franceses habían sido los primeros en presentarse; según Zurita, a mediados de mayo estaban ya en la laguna de Ayerbe y bajaron hasta el Ebro, ocupando desde Almudévar a Zuera. Los zaragozanos al verse ante fuerzas incompletas hicieron una salida, cruzaron el río y trabaron combate, pero al hallar fuerte reacción, inexpertos y mal dirigidos, se desparramaron hacia el Arrabal de Curtidores, para alcanzar por el puente de tablas la ciudad. Los cristianos, que les iban a la zaga, incendiaron el puente, aunque los fugitivos lograron salvarse por el vado allí existente. Los franceses habían traído máquinas de asedio; veinte almajaneques, según los textos árabes, se apostaron contra la ciudad, cuyas murallas fueron seguramente reforzadas por los almorávides, con su tapial característico.
 Enseguida llegó el rey aragonés, hacia el 7 de junio, y el 11 fue tomado el palacio de la Aljafería, extramuros. Al conocerse en al-Andalus el giro de los hechos, el gobernador de Granada, 'Abd Allah ibn Mazdali, que entonces defendía Jaén contra los ataques toledanos, se encaminó hacia la Marca Superior, instalándose en Tarazona y logrando distraer algunas fuerzas del asedio, que fueron a atacarle; y las venció además, en lo que el Bayan califica de "prodigio, como el que hace mucho tiempo no veíamos otro". Ibn Mazdali se estableció entonces en Tudela y allí siguió casi todo el verano. Entonces los francos quisieron abandonar el asedio de Zaragoza, según noticia del Bayan que se completa con referencias cristianas a cómo empezaron a escasear los alimentos y los sitiadores pensaban levantarlo, cuando el obispo de Huesca les socorrió con los tesoros de su iglesia. El general almorávid dejó Tudela bien defendida y con un destacamento marchó a Zaragoza, donde pudo entrar el 19 de septiembre de aquel año 1118. La crónica árabe transmite el alivio que sintieron entonces los zaragozanos, pero el contento fue efímero: dos meses después, el 16 de noviembre, moría 'Abd Allah ibn Mazdali. Se intentó ocultar su muerte, pero se divulgó dentro y fuera de las murallas: Alfonso hostigó más y los sitiados, castigados por el hambre, iniciaron enseguida los trámites finales, acogiéndose seguramente a la costumbre de solicitar al sitiador un último plazo en que podrían aún ser socorridos, haciendo depender de aquello su suerte. Es posible que a estos fines responda una carta del cadí del Zaragoza, Tabit ibn 'Abd Allah, dirigida en nombre de los sitiados al emir almorávid Tamim ibn Yusuf ibn Tasufin, gobernador entonces de Levante y que va fechada el 3 de diciembre, quince días sólo antes de la rendición de la plaza. Se conserva en el Legajo árabe núm. 448 de El Escorial.
 Esa carta tiene el mérito de mostrar cuál era el ánimo desesperado de los zaragozanos a aquellas alturas, tras seis meses de asedio, pidiendo que se les socorra, con firmes apremios y razones; que no se abandone una ciudad musulmana ni sus venerables mezquitas a la presa del cristianismo, pues además: "Oh, almorávides, hermanos nuestros en la Fe de Dios, ¿creéis que si le ocurre a Zaragoza aquello cuyo aviso y temor amenaza, vais vosotros a poder respirar o a hallar en el resto de al-Andalus algún modo o manera de salvaros?, ¡pues no!, ¡y por Dios que los infieles os echarán de ella por completo, os sacarán casa por casa! Zaragoza, guárdela Dios, es el muro de contención, y abierto, se abrirán todos detrás". Pide, al menos, si fuera más conveniente, "aunque menos digno de tu sólida fe y acendrada creencia", que acuda Tamim a las cercanías de la ciudad, de modo que todos puedan evacuarla, dando a entender que así, bajo la protección de las tropas almorávides, tendrían seguridad de llegar salvos a territorio musulmán, añadiendo: "De cualquier modo no te retrases ni un solo momento, que la situación es angustiosa... si no, seréis responsables ante Dios de nuestras vidas y haciendas, de nuestros hijos".
 Es posible que ésta u otras cartas anteriores hubieran hecho ya algún efecto, y algún socorro almorávid llegara ante Zaragoza, pues una crónica francesa, citada por Lacarra, indica un combate entre aquéllos y Alfonso I ante los muros mismos de la ciudad cercada, el 6 de diciembre. Esta fuente, Crónica de Saint Maixent, señala que al frente de tales socorros venía el mismo "Tamit, frater Alis", es decir Tamim. Coordinando estas noticias con las de Rawd al-qirtas y las recogidas por al-Maqqari, y además Zurita, puede establecerse que a primeros de diciembre Tamim ibn Yusuf ibn Tasufin llegó cerca de la ciudad, quizás hasta el castillo de María de Huerva, donde acudieron a conferenciar con él, desde Zaragoza, Ali al-Jawlani y Abu Zayd ibn Montiel. Pero el gobernador almorávid fue alejado por las tropas cristianas. La explicación de las fuentes árabes es que, a pesar de adjudicarle entonces unas fuerzas de 10.000 ó 12.000 jinetes, Tamim se retiró porque ya la ciudad había sido ocupada por Alfonso I; pudo ser la versión oficial que se diera sobre la pérdida de la plaza.

                                                                 Rendición de Zaragoza

 La ciudad debió pactar su rendición el 11 de diciembre, "agotadas las provisiones, cuando la mayoría de la población perecía de hambre", según las fuentes árabes, coincidentes en ello también con las cristianas. El rey aragonés, el día 18 desde la Aljafería, o al siguiente desde la Zuda, tomaría posesión de la ciudad, que según las capitulaciones quedaría habitada un año aún por los musulmanes, que pasarían luego a residir en los arrabales. Conservaron sus propias autoridades, pues aparece ejerciendo como cadí, después de la rendición un Ibn Hafsil, que era también notable hombre de letras; las mezquitas fueron respetadas por un tiempo, antes de consagrarse como iglesias, y sobre la Mayor se alzará luego la Catedral de la Seo. Como señor de la ciudad quedó Gastón de Bearn.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Mira Editores, 1988, pp. 228-231. ISBN: 84-86778-06-9.] 

domingo, 9 de marzo de 2025

Epistolario.- Juan Eusebio Nieremberg (1595-1658)

 

Epístola XX
A un melancólico porque perdió un pleito. Danse dos medios: uno filosófico, otro cristiano, para llevar bien las adversidades

 «No quisiera consolar a v. md. sólo para esta vez, sino para otras muchas, y el consuelo le parecerá extraño, porque es que se persuada que han de suceder muchas veces disgustos semejantes. No hago esto para darle malas nuevas de alguna mala fortuna, sino para acordarle la condición de nuestra naturaleza y estilo de las cosas humanas, donde tan ordinario es suceder adversas. Y así no tenga por consejo peregrino que no le parezca cosa peregrina ver sinrazones, desgracias, pérdidas y otras cosas penosas. No se extrañe de nada desto, ni le parezca nuevo cuando aconteciere verlo. Epicteto y Antonino, filósofos, dieron este consejo para alivio de los trabajos y adversidades: que no se nos hicieran de nuevo. El cual no es de poco peso, pues antes dellos le dio San Pedro en su primera epístola, donde da dos remedios para consuelo de nuestras penalidades, uno natural y otro sobrenatural, y el natural es el que acabamos de decir, y así nos aconseja que no queramos extrañarnos ni tener por cosa peregrina cuando sucede una contrariedad (que es para prueba nuestra), como si nos aconteciera algo de nuevo. No sé, por cierto, por qué nos hemos de espantar que en este valle de lágrimas haya cosas adversas; antes fuera maravilla no encontrar con ellas. Milicia es la vida del hombre, y no guerra comoquiera, sino batalla rompida; ¿qué mucho es se reciban heridas y golpes? No es de maravillar si del furor de una batalla sale un soldado herido: el espanto había de ser si saliera sin haber recibido golpe alguno. El agonista que saliese de los espectáculos romanos sin lesión, fuera como prodigio. San Crisóstomo dice: "Todas las cosas presentes son lucha, certamen, guerra, estadio; otro es el tiempo de quietud, mas el presente diputado está para calamidades y sudores". Ninguno, cuando se desnuda para el certamen y desafío, busca quietud; no hay que espantarnos de recibir algún golpe adverso, cuando estamos dispuestos a recibir muchos. Por eso dijo Salviano: "¿Qué maravilla es si sufrimos los males, pues estamos conducidos, como en milicia, para tolerarlos todos?" En el libro de Job se dice que el hombre nació para el trabajo y el ave para volar. ¿Qué maravilla que el águila encuentre el aire en que extender sus plumas, y el pez el agua en que nadar? No es tampoco maravilla que encuentre el hombre trabajos en que merecer. No tiene v. md. que quejarse porque le haya sucedido uno, y no muy grande. Perdió un pleito, mas no perdió la honra, no perdió la salud, ni tampoco perdió la hacienda; sólo no la ganó mayor. Su trabajo no es que le hayan desposeído de lo que tenía, sino que no desposeen a otro. No es grande su desgracia, sino la pesadumbre que toma, y desto nadie tiene la culpa.
 El otro remedio que da San Pedro es más eficaz pues llega no sólo a consolar sino a alegrar. Esta diferencia hay entre los consuelos naturales y los sobrenaturales: que aquéllos sólo dan alivio, mas éstos pueden dar también gozo; y así debíamos ayudarnos dellos, acudiendo a buscar las razones sobrenaturales que hay para no afligirnos en los trabajos. Es, pues, el consuelo sobrenatural que enseña San Pedro, que nos gocemos en los trabajos, comunicando en los de las pasiones de Cristo. La iglesia llama en el Canon bienaventurada a la pasión del Hijo de Dios, y quien participa en alguna adversidad de ella no se debe tener por mal aventurado, sino por dichoso, pues se conforma con la imagen del Hijo de Dios y se infiere en Cristo, como hablan algunos doctores; lo cual es tan grande bien, que los que tienen luz de él se llenan de gozo viendo la honra que es padecer con Cristo y la gloria que por ello se merece. Junte pues, v. md. su suceso desgraciado con los dolores de Jesús. Perdió v. md. el  pleito; Cristo perdió la vida. Su desgracia es que no condenaron a su competidor; mas a Cristo condenaron a morir. No dio el juez nada a v. md., pero a Cristo le dejaron desnudo; quitáronle los vestidos y un poco de agua le negaron. Vergúenza es que sienta v. md. esa niñería a vista de tales agravios. Con todo eso, si la lleva en paciencia merecerá con ella, y ya que no ganó nada en la tierra, gane en el Cielo: dése más a sí mismo que le diera el juez. Dése a sí paciencia, y le valdrá más que si le dieran una provincia. ¿Cuántas veces ha condenado v. md. a Dios y sentenciado en favor del demonio? Tantas cuantas ha pecado. Mire lo que habrá sentido Dios las sentencias injustas que ha dado contra Él, por lo que siente v. md. una menos favorable que recibió. Tema sólo el tener mal pleito el día del juicio, y por que esto no sea así, lleve en paciencia perder un pleito de la tierra.
 Estos documentos de San Pedro no le han de servir a v. md. sólo para este caso de su pleito, que, para decirlo, es poco pleito y no llega a merecer nombre de trabajo, sino para los que fueren. Nuestro engaño es que buscamos la felicidad en esta vida, y no la podremos hallar verdadera, porque no es fruta de la tierra. Y tan necio es quien en este valle de lágrimas la busca segura y cabal, como quien buscara en los ajenjos el sabor de la miel y en un espino fruta sazonada. Engáñanse los que buscan la felicidad en esta vida, y dáñanse los que la estiman. Contra el engaño sirve el primer documento; contra el daño, el segundo. Cada uno piensa que ha de ver sinrazones, que le han de hacer agravios, que le han de suceder pérdidas. No se le hagan de nuevo, sino cuando acontecieren, diga: "Esto es lo que aguardaba: esta es la moneda que corre para comprar el Cielo; dicha es encontrarla". El santo Job se ayudó deste remedio para la paciencia que tuvo, porque no se le hicieron de nuevo trabajos tan extraordinarios como los que le sucedieron; y así él mismo confiesa de sí que le aconteció lo que sospechaba. 
 Débese también perder la estimación de la prosperidad humana, para que no se sientan sus pérdidas. Esto se hará considerando que quien padece como Cristo es más dichoso que si imperase en el mundo; y si el padecer con Cristo es tan gran dicha, ¿qué será reinar con Él en el Cielo? Lo cual se alcanza con su imitación y paciencia en los trabajos, a los cuales no hemos de mirar como males, sino como tan grandes bienes, que son semilla de la bienaventuranza verdadera y eterna.»

 [El texto pertenece a la edición en español de la Editorial Espasa-Calpe, 1957, en edición de Narciso Alonso Cortés, pp. 115-119. No consta ISBN ni número de depósito legal.]

domingo, 2 de marzo de 2025

El secreto de Agatha.- Marie Benedict [o Heather Terrell] (1968)

 

Capítulo ventiocho

 «-¿Le importaría repetir su declaración, coronel Christie? Quiero estar del todo seguro de tenerlo textualmente.
 -Por supuesto -responde Archie al reportero.
 El joven del Daily Mail, Jim Barnes, no es lo que él esperaba. Había planeado tener una conversación cautelosa con el periodista, fuera del alcance de la policía, por supuesto, para asegurarse de que los periódicos conocieran su punto de vista de una vez por todas. Pensó que debía mostrar su perspectiva general de los acontecimientos para que el público conociera su naturaleza razonable, quizá incluso insinuar que, independientemente de lo que dijera la policía, la desaparición de Ágatha se debía, en parte, a una decisión de ella. De esta forma esperaba apaciguar la percepción que el público tenía de él sin salirse de los parámetros estrictos de la carta. Si tenía que proponer estas ideas defensivas al mismo tiempo que esquivaba las trampas que le habían puesto, algo probable debido al tratamiento que hasta ahora le había dado la prensa, que así fuera.
 Pero cuando conoce al afable y civilizado chico del Daily Mail resulta ser un tipo por completo diferente de la gentuza que los acosa fuera de Styles mañana, tarde y noche. Habla bien y está vestido de forma inmaculada, el chico le parece familiar, no muy distinto de sus compañeros, miembros del club de golf de Sunningdale. Muy en contra de su inclinación y de lo que había planeado, el hombre le cae bien desde el momento en que se sientan en el poco memorable y pequeño bar. "Por fin -piensa- he encontrado a un alma empática". Y baja la guardia.
 -Con mucho gusto.
 Levanta los papeles en los que escribió una declaración formal para la prensa y expone las ideas que había preparado: que está muy preocupado por su esposa; que últimamente ella había sufrido de los nervios; que con frecuencia hacían planes por separado los fines de semana según sus intereses -que él pensaba mantener en privado-, y que está haciendo todo lo posible para ayudar en la investigación de la policía.
 -Muchas gracias, coronel Christie. Muy bien dicho -afirma Jim cuando termina de garabatear en su cuaderno-. ¿Está listo para responder a algunas preguntas?
 -Claro. Los periódicos han publicado una cantidad endemoniada de cosas en contra de mí y de mis amigos y deseo tener la oportunidad de presentar mi verdad.
 -Eso es lo que yo también deseo. Empecemos. -El joven sonríe y revisa sus notas-. ¿Cuáles son las posibles explicaciones de la desaparición de su esposa según su punto de vista y el de la policía?
 -Hay tres explicaciones posibles de su desaparición: podría ser voluntaria, pudo haber perdido la memoria y, espero que no, pudo ser el resultado de un suicidio. Mi instinto me dice que es una de las dos primeras. Definitivamente no creo que se trate de un suicidio. Tengo entendido que si alguien considera terminar con su vida, primero amenaza con hacerlo, y ella nunca lo hizo. Además, ¿una persona que desea terminar con su vida conduce varios kilómetros, se quita el abrigo y después desaparece en medio de la nada antes de suicidarse? No lo creo, sencillamente no tiene sentido. De cualquier forma, si mi esposa consideró alguna vez quitarse la vida, supongo que hubiera pensado en un veneno. Como durante la guerra trabajó como enfermera y en un hospital, sabía mucho sobre venenos y los usaba con frecuencia en sus historias. Ese hubiera sido el método que ella habría elegido, en lugar de algún misterioso suicidio en un área remota del bosque; pero aún así no creo que eso haya pasado. -Estaba un poco disperso, pero lo había dicho.
 -Entonces ¿se inclina más a pensar que la desaparición de la señora Christie se debe a un acto voluntario o a que ha perdido la memoria?
  Archie recuerda la carta y responde:
 -Así es, y me atrevo a pensar que se trata de un caso de amnesia.
 -¿Puede hablar un poco más sobre el día en que desapareció?
 -Ya he hablado de todo esto con la policía una y otra vez, pero lo haré de nuevo aquí para su conocimiento. Como siempre, salí de casa a las nueve y cuarto para ir al trabajo y esa fue la última vez que vi a mi esposa. Sabía que ella iría a Yorkshire el fin de semana, y eso era todo lo que conocía de sus planes cuando me marché el viernes a la oficina. Luego me he enterado de que por la mañana salió en su automóvil y comió sola. Por la tarde llevó a nuestra hija a visitar a mi madre en Dorking y regresó aquí para cenar sola. -Archie se queda callado. ¿Debería mencionar el resto del día?
 -¿Sabe qué ocurrió entonces? -pregunta Jim.
 No está seguro de cómo explicar su postura sobre lo que pasó después.
 -No sé con seguridad lo que ocurrió después de eso, puesto que estábamos en diferentes lugares. Sólo puedo suponer que estaba en un estado nervioso tal, por razones que desconozco, que le fue imposible sentarse a leer o escribir. A mí me ha sucedido esto algunas veces y en esos momentos salgo a caminar para aclarar mis ideas y tranquilizarme. Pero a mi esposa no le gusta mucho caminar, y cuando desea aclarar su mente sale a dar un paseo en automóvil.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2021, en traducción de Yara Trevethan Gaxiola, pp. 209-212. ISBN: 978-84-08-24821-7.]

domingo, 23 de febrero de 2025

El goce del paraíso.- John Ralston Saul (1947)

 

Capítulo cuatro

 «Delante de ellos, a la sombra de unos árboles, un grupo de estudiantes bloqueaba el camino. Cuanto más se acercaban mayor parecía el grupo. Debían de ser unos quinientos. Durante los últimos minutos habían oído la voz de un hombre por unos rudimentarios altavoces. De pronto Field se dio cuenta de que la persona que estaba de pie en los peldaños del edificio estudiantil, vestido de campesino y con un sombrero de paja redondo, era Michael Woodward.
 -¡No me digas que viene aquí a distribuir condones!
 -No. No le permiten que hable del control de natalidad en el campus. El doctor Meechai habla del budismo en la sociedad moderna -respondió Songlin sin ocultar su admiración.
 Field era mucho más alto que el resto de los presentes, por lo que destacaba incluso desde el fondo.
 Las frases salían de la boca de Woodward en  un tono suave, casi un susurro, y su gesticulación era tan escasa que no se sabía si estaba vivo.
 -Para los economistas, el desarrollo significa incrementar el valor de la moneda y de todo lo relacionado con ella, estimulando así la avaricia. Para los políticos, el desarrollo significa incrementar el poder, fomentando por consiguiente la envidia. Ambos miden los resultados desde un punto de vista cuantitativo, promoviendo de ese modo la ignorancia. ¿Qué son la envidia, la avaricia y la ignorancia? Son el trío budista de las maldades -decía en un tono que ya de por sí ilustraba la humildad budista, en vivo contraste, pensó Field, con el exhibicionismo de Espoir-. Dirían que no soy moderno. Pero ¿qué significa eso? Si moderno significa bueno, entonces debe ser bueno para nosotros. Pero si moderno significa malo, ¿para qué lo queremos? ¿Cómo podemos cerciorarnos de que es bueno? Utilizándolo para nuestros intereses. Debemos adaptarlo a nuestro estilo, al estilo budista, al estilo tailandés. Los occidentales desprecian el sistema que no proporciona los incentivos necesarios para adquirir artículos de importación, ni se muestra ansioso por explotar al máximo los recursos naturales. ¿Es éste nuestro problema? ¿Por qué tendría nuestro sistema que hacer lo uno o lo otro? ¿Qué hay de bueno en esos conceptos? ¿Qué hace que ésos sean los criterios del modernismo?
 -Doctor Meechai, ¿significa esto que todos deberíamos vestir como campesinos? -preguntó alguien del público.
 Se oyeron algunas risitas desconcertantes. Woodward se metió la mano bajo el cinturón y tiró del pantalón como si fuera un payaso.
 -En veinte años he visto cómo todo el mundo adoptaba indumentaria occidental y ¿cuál es el resultado? Millones de genitales cálidos y constreñidos.
 Las risitas se convirtieron en carcajadas.
 -Aquí no se me permite hablar del sexo -prosiguió-, pero como médico puedo aseguraros que el constreñimiento no es sano.
 Volvieron a oírse abundantes carcajadas, aunque todos los muchachos iban constreñidos.
 -Estoy harto de oírle, prefiero hablar contigo -dijo Field, tirando de Songlin.
 -¿Conoces al doctor Meechai? -le preguntó asombrada.
 -Es un buen amigo mío -respondió, recordando que sólo le había mencionado por su nombre tailandés-. Háblame de lo que te enseñan.
 Field no había ido a la universidad y por consiguiente su curiosidad era auténtica. Fueron paseando hasta el bar donde se habían encontrado y se sentaron junto a una mesa. Pidieron dos zumos de fruta. Los rayos de sol que cruzaban las copas de los árboles iluminaban el rostro de Songlin y era incapaz de dejar de mirarla mientras ella hablaba. Aun siendo tailandesa, discernía indicios de sí mismo en su expresión.
  -¿Por qué no te dejas crecer el cabello?
 -Sólo las campesinas llevan el pelo largo -dijo sin prejuicio alguno, pasándose la mano por el cabello corto, al estilo europeo.
 -Tal vez, pero te favorecería.
 Parecía sentirse a la vez contenta y avergonzada por la atención que recibía. Por su parte, Field se ruborizó al darse cuenta de que estaba acostumbrado al cabello largo de las chicas de los bares de alterne, que eran todas campesinas.
 Al cabo de un rato de estar sentados, apareció Woodward, acompañado de un grupo de estudiantes. Al ver a Field, le dijo en thai:
 -No te has quedado para oír el final.
 -Acércate. Te presentaré a mi hija -respondió Field, encogiéndose de hombros.
 -Hace cuatro años que oigo hablar de ti, pero tu padre te mantiene oculta -dijo Woodward, abandonando su pose didáctica, dando las gracias a la delegación estudiantil y sentándose con Fiel y su hija-. Creo que te quiere demasiado -le dijo a Songlin, que se ruborizó-. Pero hay que reconocer que es un tipo imposible.
 Songlin manifestó su respeto guardando silencio, lo que jamás hacía con su padre y que él tampoco fomentaba. Sin embargo, ahora parecía esperar que fuera Woodward quien hablara y a Field le asombró comprobar que su amigo aceptaba la adulación con modestia.
 Al cabo de un rato se despidieron ambos de Songlin y caminaron juntos hacia Rama IV.
 -¿Qué opinas de mi discurso? -preguntó Woodward en inglés, cuando estaban lo suficientemente lejos como para que no los oyeran-. No has hecho ningún comentario.
 -¿Qué quieres que te diga?
 -Siempre sueles opinar sobre todo.
 -Claro. Si lo que pretendes es que te vuelen la tapa de los sesos, vas por buen camino.
 -¿Tú crees? Sólo hablo de religión.
 -Puede que yo no tenga ningún objetivo en la vida, Michael, pero no soy ingenuo. No irás a decirme que eres más inmaduro que tu público.
 -No te comprendo.
 -¿No? Escúchame. Échales discursos a los habitantes del suburbio, si lo deseas, nadie se preocupa de ellos; pero no te metas con los estudiantes. La gente a la que odias tiene un miedo atroz a las universidades, un miedo verdaderamente atroz, porque si los estudiantes se levantaran tendrían que disparar contra sus propios hijos. Pero contigo no tendrían tantos reparos -dijo Field levantando la mano para llamar un taxi.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1988, en traducción de Enric Tremps, pp. 80-83. ISBN: 84-226-2768-X.]

domingo, 16 de febrero de 2025

El matrimonio de Maciej Boryna.- Wladislaw Reymont (1867-1925)

 

19

 «Caía en lunes la fiesta de los Reyes Magos. Pero antes de la hora de vísperas acudieron a la taberna todos los que celebraban el próximo matrimonio de Malgosia Klenk con Wicek Socha. El gentío iba creciendo y la alegría era cada vez más expresiva. Bien pagados y obsequiados por el viejo Klenk, los músicos ponían todo su empeño en la pieza que tocaban. Socha y su prometida empezaron el baile al oír los primeros compases y otras parejas les imitaron.
 Mateusz llegó en ese momento. Se apoyaba en un bastón porque era la primera vez que salía; andaba a duras penas y gastaba bromas con todos los que se encontraba. Una vez se hubo sentado, vio que Antek estaba mirando a todos con arrogancia.
 -¡Antek! -le dijo Mateusz-. Ven aquí.
 -Si quieres algo conmigo, tómate tú la molestia.
 Antek se detuvo, esperando la provocación. Pero Mateusz dijo con suavidad:
 -Casi no puedo moverme.
 Con el ceño fruncido, y manteniéndose a la defensiva, Antek se aproximó. Mateusz le dio la mano.
 -Siéntate a mi lado -le dijo-. Me has deshonrado públicamente, Antek. Hasta llamaron al señor cura para que me diera la extremaunción. Sin embargo, yo no te guardo rencor y doy el primer paso para ofrecerte la paz. Bebe conmigo. Nunca pensé que hubiera en el mundo un hombre capaz de derrotarme y tú me has arrojado al agua como si fuera un haz de paja.
 -Tú me provocabas constantemente en el trabajo. Estaba irritado y no sabía lo que hacía.
 -Tienes razón. Pero te vengaste a tus anchas. Pues bien, te perdono, aunque todavía tengo unos dolores espantosos en la espalda. Eres fuerte, Antek. Ya me habían dicho que rompiste a dos las paletas y que todavía no se han curado. ¡Hola, judío! Ron. Y date prisa, o rompo esto.
 Al brindar, Antek preguntó, con voz sofocada por la angustia:
 -¿Es verdad lo que dijiste?
 -No, hombre, no. Hablé así por despecho. ¿Cómo iba a ser verdad?
 Y Mateusz examinaba atentamente la botella para que Antek no descubriese que estaba mintiendo.
 Antek, por su parte, pidió otras copas, con gran asombro de los allí presentes, que no entendían esa repentina amistad entre los dos mozos. Casi borracho ya, el presuntuoso dijo:
 -Sí, sí. Yo quise hacerla mía y hasta traté de forzarla; pero me dio tales arañazos en la cara, que me puso como si hubiera caído en un zarzal... Siempre te prefirió, Antek... Sí, yo lo sé bien; no me lo niegues. Ésa es la razón por la que no quería mirarme. Yo hablé así sólo por celos... No hay otra que pueda igualarla. Lo que no puedo comprender es que se haya casado con un viudo. Eso no es justo.
 -No; no es justo -respondió Antek, soltando un gemido.
 Después lanzó un juramento y volvió a suspirar.
 -¡Sólo de pensarlo, Mateusz, se me parte el corazón!
 -No te dejes llevar por la desesperación.
 -Pero, ¿qué hacer? El amor, un amor como éste, es una enfermedad que desgarra los huesos y envenena la sangre... No me apetece hacer nada... Quisiera estrellarme la cabeza contra un muro...
 -¿Y tú crees que no lo sé? -dijo pérfidamente Mateusz-. Yo he sentido eso mismo por ella. El amor sólo tiene un remedio: casarse con otra. Entonces se termina todo... Y en el caso de no poder casarse, hay que poseer a la mujer que se desea y así pasa el capricho... Te lo digo en serio; créeme, porque lo sé -añadió con tono de suficiencia.
 -¿Y si el mal persistiera?
 -Eso está bien para los que se dejan dominar por las faldas. Pero hombres de condición tan blanda no son hombres.
 -Quizá tengas razón.
 Con melancolía, Antek se dejó llevar por sus pensamientos.
 -¡Bebe un poco, hombre, y que el diablo se lleve a todas las mujeres! Las hay que basta soplar para que caigan y, sin embargo, ésas llevan de la nariz al hombre más fuerte, como se lleva una vaca del ronzal. Le arrebatan la fuerza y su sensatez y hacen de él un ser ridículo... ¡Ah, malditas!... Yo creo que son obra del infierno... ¡A tu salud, hermano!... Y escupe sobre todas ellas. Hombre, para algo te ha dado Dios cordura.
 Seguían bebiendo y hablando en voz baja. A pesar suyo y no pudiendo resistir la tentación de tener un confidente con quien aliviar sus penas, Antek dijo algo más de lo que hubiera debido, en dos o tres frases muy breves. El otro adivinó lo que Antek no dijo y precisamente eso buscaba.
 Mientras tanto se había formado un grupo alrededor de los dos ex enemigos. Al principio, Antek les inspiraba temor. ¿Era fácil saber si estaba de buen humor o enfadado? Pero pronto se dieron cuenta que para todos tenía buenas palabras. Interiormente él despreciaba a todos los que lo rodeaban pues no podía olvidar cómo huían las gentes de él antes de la aventura con Mateusz.
 Hablaron sobre los asuntos del pueblo. Durante el invierno las almas se elevaban; había más libertad, porque los cuerpos no estaban inclinados sobre el surco. Los hombres pensaban y parecían recobrar su personalidad. En el bosque, durante el verano, es imposible distinguir un árbol de otro; pero cuando cae sobre ellos la nieve, ninguno es igual a otro. Lo mismo les ocurre a los hombres.
 Sólo Antek estaba callado, con los ojos clavados en las hojas de la puerta, preguntándose interiormente si Jagna vendría a la celebración de los esponsales.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Rueda, 2001, pp. 99-101. ISBN: 84-8447-095-4.]

domingo, 9 de febrero de 2025

La revolución romana.- Ronald Syme (1903-1989)

 

XI.-Consignas políticas

 «En la Roma de la República, la literatura política, no refrenada por ley alguna contra la difamación, rara vez era aburrida, hipócrita o edificante. Las personas, no los programas, se presentaban ante el pueblo para ser examinados y aprobados. El candidato pocas veces hacía promesas. En su lugar, exigía el cargo como recompensa, haciendo alarde, en voz muy alta, de sus antepasados, y en caso de carecer de esta prerrogativa, de sus méritos personales. De otro lado, las salas de justicia, merced a los procesos, eran una vía de acceso a la promoción política, un campo de batalla para las enemistades privadas y las luchas políticas, un teatro para la oratoria. El mejor argumento era la injuria personal. En sus acusaciones de inmoralidad repugnante, de procedimientos deshonrosos, de ascendencia familiar ignominiosa, el político romano no conocía ni reparos ni límites. De ahí el cuadro alarmante de la sociedad contemporánea que ofrecen la oratoria, la sátira y los libelos.
 El crimen, el vicio y la corrupción de la última era de la República están encarnados en tipos tan perfectos en su género como lo son los paradigmas cívicos y morales de sus primeros tiempos. Lo cual es lógico, pues tanto el mal como el bien son creaciones de consumados artistas literarios. Catilina es el monstruo perfecto: el crimen y la degradación en todas sus formas. Clodio heredó su política y su carácter. Y Clodia cometió incesto con su hermano y envenenó a su marido. Las atrocidades de P. Vatinio alcanzaban desde los sacrificios humanos hasta la de llevar una toga negra en un banquete. Pisón y Gabinio eran una pareja de buitres, rapaces y obscenos. Pisón, en público, era todo cejas levantadas y gravedad antigua. ¡Qué disimulo, qué bajeza interior y qué orgías sin cuento entre cuatro paredes! Como capellán doméstico y maestro de sus vicios Pisón contrató a un filósofo epicúreo y corrompiendo a su corruptor le obligaba a escribir versos licenciosos. Esto en Roma; mas en su provincia, la lujuria corría pareja con la crueldad. Doncellas de las mejores familias de Bizancio no vacilaron en arrojarse a pozos para escapar de la lascivia del procónsul; los irreprochables reyezuelos de las tribus balcánicas, aliados fieles del pueblo romano, fueron condenados a muerte acusados de traición. El colega de Pisón, Gabinio, se rizaba el pelo, daba exhibiciones de danza en los festines de la alta sociedad y obstaculizaba brutalmente las legítimas ocupaciones de importantes financieros romanos en Siria. Marco Antonio no era sólo un facineroso y un gladiador, un borracho y un juerguista, era un afeminado y un cobarde. En lugar de combatir al lado de César en España, se escondía en Roma. ¡Qué distinto el joven y valiente Dolabela! Y suprema enormidad: sus alardes de afecto hacia su propia esposa eran una burla al decoro y a la decencia romanas.
 Había acusaciones más dañinas que el simple vicio en la vida pública romana: la carencia de antepasados, el baldón del comercio o de la escena teatral, la vergüenza de proceder de un municipio. Por el lado paterno, el bisabuelo de Octaviano era un liberto, un cordelero; por el lado materno, un sujeto sórdido de origen indígena africano, panadero o vendedor de perfumes en Aricia. En cuanto a Pisón, su abuelo no venía en absoluto de la antigua colonia de Placentia (Piazzenza), sino de Mediolanum (Milan), y era un galo, un ínsubro, que ejercía la desacreditada profesión de pregonero; o dígase peor aún, que había inmigrado hasta allí del país de los galos que usan pantalones, allende los Alpes.
 Las exigencias de la práctica de la abogacía, o los vaivenes de las relaciones entre las personas o los partidos, producen asombrosos conflictos entre los testimonios y cambios milagrosos de carácter. Catilina, después de todo, no era un monstruo; individuo complejo y enigmático, estaba en posesión de muchas virtudes, lo cual engañó durante algún tiempo a personas excelentes que nada sospechaban, incluido el propio Cicerón. Así lo decía el orador en su defensa de Celio, el joven descarriado y elegante. Los discursos en defensa de Vatinio y de Gabinio no se han conservado. Sabemos, sin embargo, que el extraño atuendo de Vatinio era simplemente el hábito de devotas e inocentes prácticas pitagóricas, y Gabinio había sido llamado una vez "vir fortis", un pilar del Imperio y del honor de Roma; L. Pisón, por su oposición a Antonio, adquiere temporalmente la etiqueta de buen ciudadano; sólo para perderla poco después, condenado por una descaminada política de reconciliación; y el acaso nos hace saber que el amigo epicúreo de Pisón no era otro que el intachable Filodemo de Gadara, ciudad reputada por su literatura y su erudición. Antonio había atacado a Dolabela, acusándolo de delitos de adulterio. ¡Mentira descarada y malvada! Pasan unos meses y Dolabela, por haber cambiado de bando político, delata su verdadera índole, tan detestable como la de Antonio. Desde su juventud había gozado con la crueldad; sus perversiones habían sido tales, que ninguna persona honesta podría mencionarlas.
   Según los ideales declarados de la aristocracia terrateniente, la riqueza adquirida con el trabajo era sórdida y degradante. Pero si la empresa y las ganancias eran lo bastante sustanciosas, los banqueros y los traficantes podían ser calificados de flor de la sociedad, orgullo del Imperio; ganan su propia dignitas y pueden aspirar a virtudes que están por encima de su posición social, incluso a la magnitudo animi de la clase gobernante. El origen municipal no sólo se hace respetable sino incluso motivo de legítimo orgullo: ¡al fin y al cabo, todos venimos de los municipia! Lo mismo un extranjero. Decidio Saxa es objeto de befa, como celtíbero salvaje: era seguidor de Antonio. Si hubiese estado del lado de los buenos, no hubiese sido menos elogiado que el hombre de Cádiz, el irreprochable Balbo. Ojalá que todos los hombres buenos y defensores de Roma y de su Imperio se convirtiesen en ciudadanos. En Roma no tenía importancia el sitio de donde un hombre venía, ¡no la había tenido nunca!
 La curtida tribu de los políticos romanos pronto adquirió la inmunidad a las formas más groseras de la injuria y de la deformación de los hechos. Estaban protegidos por su larga familiaridad, por su sentido del humor y por su habilidad para resarcirse. Algunas imputaciones, creídas o no, se convirtieron en chanzas clásicas, recordadas por amigos tanto como por enemigos. A Ventidio le llamaban "el mulero", el apogeo de ese tema pertenece a una época en que ya no puede hacerle daño. Y tampoco fueron los enemigos de César, sino sus propios soldados, quienes compusieron las usuales canciones licenciosas en el triunfo de César.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Taurus, 1989, en traducción de Antonio Blanco Freijeiro, pp. 197-200. ISBN: 84-306-1299-8.]

domingo, 2 de febrero de 2025

Mundo a solas.- Vicente Aleixandre (1898-1984)

 

II
El fuego final

«Pero tú ven aquí, óyeme y calla.
Eres pequeña como un jazmín menudo.
El mundo se abrasa, ¿no sientes cómo cruje?
Pero tú eres mínima. Apenas abultas más que un corazón dormido.
Tu pelo rubio quiere todavía ondear en el viento.
Quiere en el aire o plomo ser imagen de brisas,
ignorando las llamas que crepitan ya próximas.

Amor, amor, el mundo va a acabarse.
Eres hermosa como la esperanza de vivir todavía.
Como la certidumbre de quererte un día y otro día.
Tierna, como ese dulce abandono de las noches de junio,
cuando un verano empieza seguro de sus cielos.

Niña pequeña o dulce que eres amor o vida,
promesa cuando el fuego se acerca,
promesa de vivir, de vivir en los mayos,
sin que las llamas que van quemando el mundo
te reduzcan a nada, oh mínima entre lumbres.

Vas a morir quizá como muere la luz, 
esa débil candela que las llamas asumen.
Vas a morir como alas no de pájaro,
sino de débil luz que unos dedos sujetan.

Bajo los besos últimos otra luz se despide.
No te pido el amor, ni tu vida te pido.
Me quedo aquí contigo. Somos la luz unida,
esa espalda en la sombra que inmóvil va a abrasarse,
va a derretirse unida cuando las llamas lleguen.
[...]

III
Nadie

  Pero yo sé que pueden confundirse
un pecho y una música, un corazón o un árbol en invierno.
Sé que el dulce ruido de la tierra crujiente,
el inoíble aullido de la noche,
lame los pies como la lengua seca
y dibuja un pesar sobre la piel dichosa.

¿Quién marcha? ¿Quién camina?

Atravesando ríos como panteras dormidas en la sombra;
atravesando follajes, hojas, céspedes, vestidos,
divisando barcas perezosas o besos,
o limos o crujientes estrellas;
divisando peces estupefactos entre dos brillos últimos,
calamidades con forma de tristeza sellada,
labios mudos, extremos, veleidades de la sangre,
corazones marchitos como mujeres sucias,
como laberintos donde nadie encuentra su postrer ilusión,
su soledad sin aire,
su volada palabra;
 
atravesando los bosques, las ciudades, las penas,
la desesperación de tropezar siempre en el mar,
de beber de esa lágrima, de esa tremenda lágrima
en que un pie se humedece, pero nunca acaricia;

rompiendo con la frente los ramajes nervudos,
la prohibición de seguir en nombre de la ley,
los torrentes de risa, de dientes o de ramos de cieno,
de palabras machacadas por unas muelas rotas;

limando con el cuerpo el límite del aire,
sintiendo sobre la carne las ramas tropicales,
los abrazos, las yedras, los millones de labios,
esas ventosas últimas que hace el mundo besando,

un hombre brilla o rueda, un hombre yace o se yergue,
un hombre siente su pesada cabeza como azul enturbiado,
sus lágrimas ausentes como fuego rutilante,
y contempla los cielos como su mismo rostro,
como su sola altura que una palabra rechaza:
Nadie.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Javalambre, 1970. Depósito legal: Z-169-70.]

domingo, 26 de enero de 2025

El código Da Vinci.- Dan Brown (1964)

 

5

 «Murray Hill Place, la nueva sede estadounidense del Opus Dei y su centro de convenciones, se levanta en el número 243 de Lexington Avenue, en Nueva York. Valorado en más de cuarenta y siete millones de dólares, el edificio, de más de cuatro mil metros cuadrados de superficie, está revestido de ladrillo oscuro y piedra de Indiana. Diseñado por May&Pinska, cuenta con más de cien dormitorios, seis comedores, bibliotecas, salones, oficinas y salas de trabajo. En las plantas dos, ocho y dieciséis hay capillas decoradas con mármoles y maderas labradas. El piso diecisiete es enteramente residencial. Los hombres acceden al edificio por la entrada principal de Lexington Avenue. Las mujeres lo hacen por una calle lateral y, en el interior del edificio, deben estar en todo momento separadas "acústica y visualmente" de los hombres.
 Aquella tarde, hacía unas horas, en la soledad de su apartamento del ático, el obispo Manuel Aringarosa había metido cuatro cosas en un bolso de viaje y se había puesto la sotana. En condiciones normales no habría obviado el cordón púrpura, pero esa noche iba a viajar acompañado de más gente y deseaba que su alto cargo pasara desapercibido. Sólo los más atentos se darían cuenta al verle el anillo de oro de catorce quilates con la amatista púrpura, los grandes brillantes y la mitra engarzada. Se había echado la bolsa al hombro, había rezado una oración en voz baja y había salido de su apartamento en dirección al vestíbulo, donde su chófer le estaba esperando para llevarlo al aeropuerto.
 Ahora, en es vuelo comercial rumbo a Roma, Aringarosa miraba por la ventanilla y veía el oscuro Océano Atlántico. El sol ya se había puesto, pero él sabía que su estrella particular estaba iniciando su imparable ascenso. "Esta noche se ganará la batalla", pensó, aún sorprendido al pensar en lo impotente que se había sentido hacía sólo unos meses para enfrentarse a las manos que amenazaban con destruir su imperio.
 En calidad de prelado del Opus Dei, el obispo Aringarosa había pasado los últimos diez años extendiendo el mensaje de la "Obra de Dios", que es lo que significaba literalmente Opus Dei. La congregación, fundada en 1928 por el sacerdote español José María Escrivá promovía el retorno a los valores conservadores del catolicismo y animaba a sus miembros a realizar sacrificios drásticos en sus vidas para hacer la Obra de Dios.
 La filosofía tradicionalista del Opus Dei arraigó en un principio en la España prefranquista, pero la publicación en 1934 de Camino, el libro espiritual de José María Escrivá, consistente en 999 máximas de meditación para hacer la Obra de Dios en esta vida, propagó el mensaje de aquel sacerdote por todo el mundo. Ahora, con más de cuatro millones de ejemplares publicados en cuarenta y dos idiomas, la fuerza del Opus Dei no conocía fronteras. Sus residencias, centros docentes y hasta universidades se encontraban prácticamente en todas las grandes ciudades del mundo. El Opus era la organización católica con un mayor índice de crecimiento, así como la más sólida en términos económicos. Pero por desgracia, Aringarosa era consciente de que en tiempos de cinismo religioso, de idolatría y telepredicadores, la creciente riqueza de la Obra era blanco de sospechas.
 -Son muchos los que consideran al Opus Dei como una secta destructiva -le comentaban con frecuencia los periodistas-. Otros los tachan de sociedad secreta católica ultraconservadora. ¿Son alguna de esas dos cosas?
 -No, ninguna -respondía siempre el obispo sin perder la paciencia-. Somos una iglesia católica, una congregación de católicos que hemos optado prioritariamente por seguir la doctrina católica con tanto rigor como podamos en nuestras vidas cotidianas.
 -¿Incluye la Obra de Dios necesariamente los votos de castidad, pobreza y penitencia de los pecados mediante la autoflagelación y el cilicio?
 -Eso describe sólo a una pequeña parte de los miembros del Opus Dei -respondía Aringarosa-. Hay muchos niveles de entrega. Hay miles de miembros que están casados, tienen familia y viven la Obra de Dios en sus propias comunidades. Los hay que optan por una vida de ascetismo y enclaustramiento en la soledad de nuestras residencias. La elección es personal, pero todos en el Opus Dei compartimos la misma meta de mejorar el mundo haciendo la Obra de Dios. Y no hay duda de que se trata de toda una proeza.
 Con todo, la razón casi nunca servía. Los medios de comunicación se alimentaban normalmente de escándalos, y el Opus Dei, como cualquier gran organización, tenía entre sus miembros algunas almas descarriadas que ensombrecían los esfuerzos del resto del grupo.
 Hacía dos meses se había descubierto que un grupo del Opus Dei de una universidad del Medio Oeste americano drogaba con mescalina a sus neófitos para inducirles un estado de euforia que ellos percibieran como experiencia religiosa. En otro centro universitario, un alumno había usado el cilicio bastante más que las dos horas diarias recomendadas y se había causado una infección casi mortal. No hacía mucho, en Boston, un pequeño inversor en bolsa desilusionado había donado al Opus Dei los ahorros de toda su vida y había intentado suicidarse.
 "Ovejas descarriadas", se compadeció Aringarosa.
 Claro que la mayor vergüenza había sido el juicio mediático contra Robert Hanssen que, además de ser un destacado miembro del Opus y espía del FBI, había resultado ser un pervertido sexual que, según se demostró durante las vistas, había colocado cámaras ocultas en su propia habitación para que sus amigos le vieran manteniendo relaciones sexuales con su esposa. "Cuesta creer que se trate del pasatiempo de un católico devoto", había comentado el juez.
 Por desgracia, todos aquellos hechos habían propiciado la creación de un grupo de denuncia conocido como Red de Vigilancia del Opus Dei (Opus Dei Awareness Network, ODAN).»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Urano, 2004, en traducción de Juanjo Estrella, pp. 43-45. ISBN: 84-95618-60-5.]