domingo, 3 de agosto de 2025

La conjuración de Venecia.- Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862)

Escena III

«Rugiero: (Se descubre y saluda a los demás.) No ha sido culpa mía el haber tardado estos pocos momentos: una casualidad, tal vez de leve importancia, me ha hecho suspender el propósito de entrar en el palacio... Toda la noche había notado que me seguía un máscara, vestido de negro... en vano atravesaba yo los puentes, cruzaba el bullicio en la plaza, mudaba mil veces de rumbo... siempre le veía cerca de mí, cual si fuese mi sombra. A veces sospeché, hallándole por todas partes, que quizá fuesen varios, de traje parecido; y hasta llegué a dudar si sería mi propia imaginación la que así los multiplicaba ante mis ojos... Al cabo me vi libre un instante, y lo he aprovechado.
 Mafei: En esta época del año, nada tiene de singular esa aventura: tal vez os hayan confundido con otro; y aun la mera curiosidad bastaría para que alguno haya formado empeño de conoceros.
 Dauro: Ni la más leve circunstancia debe desatenderse, en crisis de tanto momento... ¿Quién sabe si acecharán los pasos de Rugiero por algún recelo o sospecha?... Todos conocemos a fondo las malas artes de ese tribunal, digno apoyo de la tiranía: mina la tierra que pisamos; oye el eco de las paredes; sorprende hasta los secretos que se escapan en sueños...
 Thiépolo: Poco le han de valer ya su astucia misteriosa, sus infames espías, sus mil bocas de bronce, abiertas siempre a la delación y a la calumnia... Si se muestra ahora aún más activo y tremendo, desde que está a su frente el cruel Morosini, antes lo tengo por buen anuncio que por malo; no es síntoma de robustez, sino la agonía de un moribundo.
 Badoer: ¿Y por qué tardamos en señalar su última hora?... En las grandes empresas el mayor peligro está en la dilación...
 Jacobo Querini: Y tal vez en precipitarlas. No es mi ánimo, nobles señores, contrarrestar vuestra resolución generosa; y después de haber agotado en vano todos los medios de persuasión y de templanza, conozco a pesar mío que es necesario, so pena de mayores males, oponerse resueltamente a tamaño atentado. Mas ya que la ceguedad de unos pocos nos obliga a tan duro extremo, ¿no debemos prever todas las consecuencias, y evitar los estragos de una revolución?... No basta tener en favor nuestro la razón y las leyes; siempre es aventurado encomendar su triunfo al incierto trance de las armas; y es mala lección para los pueblos enseñarles a reclamar justicia, desplegando la fuerza...
 Thiépolo: (Interrumpiéndole.) ¿Y qué otro recurso nos queda para arrancar a unos detentores infames el depósito que han usurpado?... ¡Vosotros lo sabéis: las quejas se gradúan de delito, las reclamaciones de crimen y el patíbulo ahogan la voz de los que osan invocar las leyes! En ese mismo palacio cuyas puertas se cerraron ante mi padre, alzado por aclamación pública a la suprema dignidad; en ese mismo palacio en que un dux orgulloso, nombrado por sus cómplices, trama noche y día la servidumbre de su patria, no ha faltado ya quien reclame en favor de nuestros derechos, ¿y cuál ha sido la respuesta?... No necesito recordárosla: ¡aún no está enjuta la sangre de las víctimas! ¡Sin proceso ni tela de juicio, sin acusación ni defensa, en la oscuridad de la noche, a la sombra de los impenetrables muros, cayeron los leales a manos de los pérfidos; y por colmo de horror y escándalo, se apellidó luego justicia la venganza de los asesinos!
 Marcos Querini: Calma, Boemundo, calma ese aliento generoso, tan necesario en la pelea como arriesgado en el consejo: cuando se trata de asunto de tamaña importancia, más vale seguir la luz de la prudencia que los ímpetus del corazón. Nuestros sentimientos son los mismos, uno nuestro deseo; y aunque ves estas canas sobre mi frente, tan resuelto estoy como el que más a derramar mi sangre, por no dejar a mi patria en tan indigna esclavitud. Mas antes de aventurarlo todo, conviene no olvidar el poder y la astucia de nuestros contrarios y asegurar el buen éxito de la empresa por cuantos medios estén al alcance de la prudencia humana...
 Badoer: ¿Y qué nos falta ya?... Las tropas de mi mando están prontas y llegarán de Padua al momento preciso...
 Rugiero: Los guerreros que siguen mis banderas me demandan a cada instante la señal anhelada...
 Embajador: Por no excitar inquietud y sospechas, aún no se han internado en el golfo las galeras de Génova; pero el almirante aguarda ya mis órdenes y el pabellón de una república amiga vendrá a solemnizar también el triunfo de Venecia.
 Jacobo Querini: ¿Y los nobles?... ¿Y el pueblo?...
 Dauro: ¿Quién puede dudar de que estén por nosotros? Despojadas de sus prerrogativas cien familias ilustres, perseguidas otras, amenazadas todas, ansían en secreto la caída de los usurpadores y el recobro de los antiguos fueros: a una voz, a un acento, no habrá noble veneciano, digno de su estirpe, que no empuñe la espada en nuestro favor.
 Badoer: Y yo respondo con mi cabeza de la cooperación del pueblo. La ruina de nuestra armada en Curzola, la derrota del Po, la pérdida de Tolemaida, la miseria y el hambre, todas las plagas juntas, han apurado ya la paciencia y el sufrimiento; no hay nadie que no anhele ver el término de tantos males.
 Mafei: ¡La maldición del cielo ha caído sobre Venecia y pide a gritos el castigo de los culpables: ni aun nos queda el recurso, en medio de tantas desdichas, de recibir los consuelos de la religión y llorar siquiera en los templos!... Cerradas sus puertas, prófugos sus ministros, interrumpidos los cánticos y sacrificios, en vano tendemos los brazos al Pastor santo de los fieles... Su tremendo entredicho pesa sobre nosotros; y a su voz todas las naciones nos repulsan como apestados, o nos persiguen como a fieras.
 Thiépolo: ¿Qué aguardamos, pues, qué aguardamos?...
 Dauro: A cada instante se agravan los males y se dificulta el remedio.
 Rugiero: La menor tardanza puede sernos funesta.
 Mafei: ¡Ni un día más!
 Varios conjurados: ¡Ni un solo día!
 Marcos Querini: Pues tan resueltos os mostráis a tentar cuanto antes el último recurso, concertemos el plan con madurez y detenimiento, dejando cuanto menos sea dable a los azares de la suerte. Sé bien que podemos contar, al menos por el pronto, con más fuerzas que nuestros contrarios, ¿pero no debemos procurar que nuestro triunfo cueste pocas lágrimas y evitar con todo empeño el derramamiento de sangre?... Quisiera yo también, y daría mi vida por lograrlo, que se tomasen todas las precauciones para que el pueblo no sacuda el freno, y no empañe nuestra victoria con desórdenes y demasías. Ha nacido para obedecer, no para mandar; y al mismo tiempo que vea desmoronarse la obra inicua de la usurpación, debe admirar más firme y sólido el antiguo edificio de nuestras leyes. Rescatemos, sí, rescatemos de manos infieles la herencia de nuestros mayores, mas no expongamos el bajel del estado a las tormentas populares.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa-Calpe, 2004, en edición de Juan Francisco Peña, pp. 91-96. ISBN: 84-670-1320-6.]
 

domingo, 27 de julio de 2025

El haya de los judíos.- Annette von Droste-Hülshoff (1797-1848)

 

  «En tal medio nació Friedrich Mergel [...] El padre de Friedrich, el viejo Hermann Mergel, había sido en su juventud lo que se dice un metódico bebedor, esto es, un tipo que sólo los domingos y días festivos yacía en la acequia, y durante la semana tenía tan buenos modales como cualquier otro. De ahí que no tuviese dificultades cuando pretendió a una muchacha bonita y de buena posición. La boda fue muy alegre. Mergel no bebió demasiado y los padres de la novia regresaron por la noche satisfechos a su casa; pero al domingo siguiente pudo verse a la joven esposa, lanzando gritos y manchada de sangre, correr por el pueblo en dirección a la casa de sus padres dejando abandonados sus buenos vestidos y demás enseres caseros. Esto supuso un  gran escándalo para el pueblo y enorme disgusto para Mergel, quien estaba necesitado de consuelo. Aquel mismo día por la tarde no quedaba ni un cristal sano en su casa y se le vio hasta altas horas de la noche tendido delante del umbral; de vez en cuando se llevaba a la boca un trozo de botella rota, con el que hería su cara y las manos de manera lastimosa. La joven esposa permaneció junto a sus padres, donde se fue consumiendo de pena hasta que murió. No se sabe a ciencia cierta si el arrepentimiento o la vergüenza le martirizaban, el hecho es que parecía cada vez más necesitado de consuelo y pronto se le contó entre los sujetos completamente degenerados. La hacienda se vino abajo; extrañas mujeres trajeron la vergüenza y la ignominia; así transcurrieron los años, Mergel era y seguía siendo un viudo desconcertado y miserable, hasta que de pronto apareció de nuevo como novio. El asunto era de por sí inesperado y la personalidad de la novia contribuyó a aumentar la sorpresa. Margreth Semmler era una persona honrada y decente, ya de cuarenta años; en su juventud había sido una belleza de la aldea y todavía ahora se la consideraba como inteligente y buena administradora, y además no pobre de recursos económicos; y por eso nadie comprendió el motivo que la había empujado a dar este paso. Sin embargo, creemos encontrar el motivo en la conciencia que ella tenía de su propia perfección y seguridad, pues la tarde anterior a la misma boda ella misma dijo: "Una mujer que es maltratada por su marido es tonta o no sirve para nada; si me va mal, decid que la culpa es mía". Desgraciadamente el resultado demostró que ella había sobreestimado sus fuerzas. Al principio infundió respeto a su marido, que no solía entrar en casa deslizándose por el granero cuando venía algo bebido, pero el yugo le oprimía demasiado para soportarlo largo tiempo y pronto le vieron cruzar la callejuela tambaleándose y entrar en la casa; se oyó en el interior su escandaloso alboroto y se vio cómo Margreth corría y cerraba la puerta y las ventanas. Un día de ésos -que no era domingo- la vieron salir precipitadamente de la casa, sin cofia ni pañuelo, el cabello suelto sin peinar, arrodillarse junto a un macizo de hierbas y palpar la tierra con las manos, después miró temerosa en torno suyo, cortó rápidamente un manojo de hierbas y lentamente volvió a la casa; pero no entró por la puerta sino por el granero. Se decía que Mergel le había puesto la mano encima por vez primera aquel día, a pesar de que tal confesión jamás salió de sus labios. A los dos años de este desgraciado matrimonio llegó un hijo -no se puede decir que con regocijo, pues Margreth tuvo que haber llorado mucho cuando el niño nació. Sin embargo, aunque aquel niño había sido gestado bajo un corazón lleno de amargura, Friedrich fue un niño sano y bonito que creció fuerte al aire libre. El padre le quería mucho, nunca venía a casa sin traerle un trocito de bollo o algo parecido, y hasta se creía que, desde el nacimiento del muchacho, Mergel se había vuelto más ordenado; al menos, el alboroto en la casa había disminuido.
 Friedrich tenía nueve años; era por la fiesta de los Reyes Magos; una noche de invierno cruda y tempestuosa. Hermann había asistido a una boda y se puso temprano en camino porque la casa de la novia distaba tres cuartos de milla. Aunque había prometido regresar al atardecer, la señora Mergel no contaba con ello, ya que tras la puesta del sol había comenzado a nevar copiosamente. Hacia las diez atizó las cenizas del hogar y se preparó para ir a dormir. Friedrich estaba a su lado, medio desnudo y escuchaba los aullidos del viento y el trepidar de los tragaluces de la casa.
 -Madre, ¿no viene padre hoy? -preguntó.
 -No hijo, mañana.
 -¿Pero por qué no, madre? ¡Si prometió venir!
 -¡Ay, Dios mío, si mantuviera todo lo que promete! ¡Anda, anda, termina!
 Apenas se habían acostado cuando se levantó un vendaval que parecía querer arrancar la casa del suelo. El dosel de la cama temblaba y el viento que se introducía por el hueco de la chimenea bramaba como un fantasma.
 -¡Madre, están golpeando fuera!
 -Calla, Friedrich, es la tabla de la cornisa que está floja y la mueve el viento.
 -¡No madre, es en la puerta!
 -La puerta no cierra bien; el picaporte está roto. ¡Dios, duérmete de una vez! No me eches a perder el breve descanso de la noche.
 -Pero ¿y si padre viniese ahora?
 La madre se dio la vuelta bruscamente en la cama.
 -¡A ése le tiene el diablo bien agarrado!
 -¿Dónde está el diablo, madre?
 -¡Ya verás trasto! ¡Está detrás de la puerta y va a venir a por ti como no te calles!
 Friedrich se calló; escuchó un ratito todavía y después se durmió. Transcurridas unas horas se despertó. El viento había cambiado y, ahora, a través de la rendija de la ventana le silbaba al oído como una serpiente. Su hombro estaba entumecido de frío, se deslizó bajo las sábanas y el miedo le hizo permanecer completamente inmóvil. Transcurrido un rato notó que la madre tampoco dormía. La oyó llorar y de vez en cuando decía:
 -¡Dios te salve, María! ¡Ruega por nosotros, pecadores!
 Las cuentas del rosario se deslizaron por el rostro del niño... Se le escapó un suspiro involuntario.
 -Friedrich, ¿estás despierto?
 -Sí, madre.
 -Hijo, reza un poco, ya sabes la mitad del Padre Nuestro. ¡Para que Dios nos proteja de la escasez de agua y de fuego!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1996, en edición de Ana Isabel Almendral, pp. 87-90. ISBN: 84-376-1451-1.]

domingo, 20 de julio de 2025

Público y privado.- Francesco Alberoni (1929-2023)

 

V.- La capacidad de observar
29.-El teléfono

  «Marshall McLuhan ha escrito que el teléfono exige una participación completa de la persona. Para entender es necesario asir los sonidos más débiles, los matices de la voz y del tono. Adivinar el estado de ánimo e intuir la intención. Al comunicarnos por teléfono, hemos de desarrollar en nosotros un poco las virtudes de los ciegos, que advierten la realidad sin verla con los ojos.
 La mayoría de las personas prefiere encontrarse físicamente. Sobre todo cuando del encuentro depende un acuerdo económico o está en juego el amor. La presencia física nos ofrece muchísimos elementos con que reconstruir la actitud interior y las intenciones del otro. En primer lugar, la cara. Si sonríe, si sus ojos están ausentes, aburridos, o si por el contrario están atravesados por rayos. Alguna vez, basta con un movimiento de los músculos faciales, con una expresión de sorpresa. Luego está el cuerpo. La manera de sentarse del otro, si está relajado o si, por el contrario, está inquieto y agitado. Si cruza las piernas, si se levanta.
 Por teléfono no podemos ver estas cosas. Del mismo modo que no podemos ver si fuma, ni cómo lo hace. Si sostiene un cigarrillo entre los dedos suavemente o si lo hace con nervios y sacudiendo la ceniza sin parar. No podemos ver su ropa, si va elegante y acicalado o si nos recibe descuidado porque no le importamos nada.
 En cambio, por teléfono pueden captarse informaciones que, alguna vez, se pierden entre la gran abundancia de estímulos de un encuentro directo. Porque es como si el otro estuviera concentrado en un solo punto, como un cincelador. O como un tirador de esgrima que, si se distrae un instante, si deja que un pensamiento cruce por su cabeza, puede ser tocado. La persona que no tiene interés por lo que le decimos, en un encuentro cara a cara logra, de alguna manera, disimularlo. Por teléfono, en cambio, su capacidad de concentración disminuye automáticamente, pierde una palabra, una frase. Se ve obligada a preguntarnos de nuevo algo, o bien hace una observación que no tiene nada que ver con la conversación.
 Además, resulta difícil expresar emociones que no se sienten. Por ejemplo, los pésames. Si se va personalmente al funeral, es suficiente mantener la mirada baja, murmurar pocas palabras y hacer un ademán convencional. Por otra parte, la emoción colectiva se comunica fácilmente, nos hace partícipes aunque nos sintamos indiferentes. En cambio, por teléfono, en el diálogo solitario de tú a tú, en el silencio absoluto del micrófono, sólo aquél que está sinceramente emocionado sabe qué decir. Las vibraciones de su voz, las pausas, la respiración, desde el otro lado, hablan más que él.
 La bondad de ánimo se revela fácilmente por teléfono. Aunque, en un principio, la persona generosa se vea cogida de improviso, no se encuentre bien o, incluso, esté molesta, al cabo de un rato su voz se suaviza milagrosamente. No consigue hacer prevalecer sus intereses. Lamenta no poder responder, o bien no poder conversar más. Vosotros entendéis que os querría ayudar y que le disgusta no poder hacerlo.
 El entrometido y el ávido, en cambio, continúan su camino a pesar de lo que digáis por teléfono, indiferentes hacia vuestros problemas. Insisten. Si les decís que no tenéis más tiempo, se disculpan y empiezan de nuevo a hablar, a pedir. Ignoran todas vuestras reacciones: la prisa, el disgusto, la incomodidad, el ansia y la cólera. Son implacables. Al contrario de los generosos, que interrumpen rápidamente la comunicación para no molestaros.
 Todos nosotros hemos tenido este tipo de experiencias y sabemos que puede analizarse a las personas hablando por teléfono con ellas. Nos resulta más difícil de creer que puedan diagnosticarse de igual manera las empresas. Apreciar su estado de salud, si son eficientes o ineficientes, si prosperan o fracasan.
 El primer contacto se produce a través de la centralita. En una compañía que funciona bien, que quiere tener ganancias, una llamada telefónica es la ocasión de hacer un negocio. El que telefonea puede ser un cliente y es por tanto bien recibido siempre. La eficiencia se pone de manifiesto en el tono de voz y la atención que se dedica. Quien responde en la centralita de la compañía eficiente comunica, aun sin darse cuenta, que está contento de su trabajo, que se responsabiliza de él y quiere prestar un servicio.
 Con igual presteza y fidelidad, el teléfono transmite el descontento, el tedio y el desinterés. Con frecuencia, en un primer contacto con la centralita, nos sentimos rechazados. Del otro lado la voz llega aburrida o incluso irritada. Nos da a entender que trabaja a desgana, que somos inoportunos. Sobre todo en los entes públicos existe, con frecuencia, arrogancia. Cuanto más débil y necesitado es el usuario, tanto más superior se siente el otro. Ya no responde, ladra. En otros casos se oyen diversas voces. Las personas de la centralita (o de la portería o de la oficina) hablan entre sí. La llamada les molesta. Murmuran algo y nos ordenan que esperemos. Ya nadie se ocupará de nosotros.
 La empresa ineficiente es reconocible también por no tener memoria. Podéis llamar cien veces a la misma persona, quizás al director general o al presidente y cada vez os preguntarán quién sois y qué queréis. Es como si os respondiesen cien personas diferentes sin relación entre sí. Cuando el marasmo de la compañía es muy grave, no hay nadie que sepa ya nada. Ni siquiera las secretarias personales de los más altos directivos, que por lo general aprenden de memoria los nombres de los clientes más importantes y los reconocen inmediatamente por la voz.
 Al pasar una a una por todas las oficinas es posible, a través del teléfono, diagnosticar su funcionamiento. Valorar la moral, el tono jocoso de la gente que allí trabaja, el espíritu de cooperación, su grado de información sobre los problemas y su capacidad de tomar decisiones.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones B, 1988, en traducción de María José Jaular, pp. 139-142. ISBN: 84-7735-927-X.]

domingo, 13 de julio de 2025

Poesías. El estudiante de Salamanca.- José de Espronceda (1808-1842)

 A la patria
Elegía

  «¡Cuán solitaria la nación que un día / poblara inmensa gente.
¡La nación, cuyo imperio se extendía / del ocaso al oriente!

¡Lágrimas viertes, infeliz ahora, / soberana del mundo
y nadie de tu faz encantadora / borra el dolor profundo!

Oscuridad y luto tenebroso / en ti vertió la muerte,
y en su furor el déspota sañoso / se complació en tu suerte.

No perdonó lo hermoso, patria mía; / cayó el joven guerrero,
cayó el anciano y la segur impía / manejó placentero.

So la rabia cayó la virgen pura / del déspota sombrío.
Como eclipsa la rosa su hermosura / en el sol del estío.

¡Oh, vosotros del mundo habitadores! / Contemplad mi tormento.
¿igualarse podrán ¡ah! qué dolores / al dolor que yo siento?

Yo desterrado de la patria mía, / de una patria que adoro,
perdida miro su primer valía / y sus desgracias lloro.

Hijos espúreos y el fatal tirano / sus hijos han perdido
y en campo de dolor su fértil llano / tienen ¡ay! convertido.

Tendió sus brazos la agitada España, / sus hijos implorando;
sus hijos fueron, mas traidora saña / desbarató su bando.

¿Qué se hicieron tus muros torreados? / ¡Oh, mi patria querida!
¿Dónde fueron tus héroes esforzados, / tu espada no vencida?

¡Ay! De tus hijos en la humilde frente / está el rubor grabado;
a sus ojos caído tristemente / el llanto está agolpado.

Un tiempo España fue: cien héroes fueron / en tiempos de ventura
y las naciones tímidas la vieron / vistosa en hermosura.

Cual cedro que en el Líbano se ostenta, / su frente se elevaba;
como el trueno a la virgen amedrenta, / su voz las aterraba.

Mas ora, como piedra en el desierto, / yaces desamparada
y el justo desgraciado vaga incierto / allá en tierra apartada.

Cubren su antigua pompa y poderío / pobre yerba y arena
y el enemigo que tembló a su brío / burla y goza en su pena.

Vírgenes, destrenzad la cabellera / y dadla al vago viento:
acompañad con arpa lastimera / mi lúgubre lamento.

Desterrados ¡oh Dios! de nuestros lares. / Lloremos duelo tanto:
¿quién calmará ¡oh España! tus pesares? / ¿Quién secará tu llanto?
[...]

El estudiante de Salamanca
Parte I

 
Era más de media noche, / antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio, / lóbrega envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen, / los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso / temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan / tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas / entre las densas tinieblas
vagan y aúllan los perros / amedrentados al verlas;
en que tal vez la campana / de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos / de maldición y anatema,
que los sábados convoca / a las brujas a su fiesta.
El cielo estaba sombrío, / no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento / y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban / las torres de las iglesias
y del gótico castillo / las altísimas almenas
donde canta o reza acaso / temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche / reposaba y tumba era
de sus dormidos vivientes / la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río, / nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca, / insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones, / noble archivo de las ciencias.
Súbito rumor de espadas / cruje y un ¡ay! se escuchó;
un ay moribundo, un ay / que penetra el corazón, 
que hasta los tuétanos hiela / y da al que lo oyó temblor.
Un ¡ay! de alguno que al mundo / pronuncia el último adiós.

El ruido / cesó,
un hombre / pasó
embozado / y el sombrero
recatado / a los ojos
se caló. / Se desliza
y atraviesa / junto al muro
de una iglesia / y en la sombra
se perdió.

Una calle estrecha y alta, / la calle del Ataúd,
cual si de negro crespón / lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura / y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra / una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado, / la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo / al pasar frente a la cruz.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa-Calpe, 1978, en edición de José Moreno Villa, pp. 108-110 y 189-191. ISBN: 84-239-3047-5.] 
 

domingo, 6 de julio de 2025

Escritos escogidos.- Justus Möser (1720-1794)

 

I.-Selección de textos de las "Fantasías patrióticas"
34.-Ningún ascenso por méritos

  «Siento mucho, querido amigo, que se le reconozcan tan poco sus méritos; su reivindicación de que en un Estado se deberían reconocer única y exclusivamente los méritos auténticos es la cosa más insólita, con su permiso, que haya podido imaginar en una hora ociosa. Yo, por lo menos, premiado o no premiado, jamás permanecería en un Estado en el que se tuviese por norma dedicarle todo el honor exclusivamente al mérito. Premiado, no me hubiese atrevido a presentarme ante un amigo por temor a humillarlo demasiado; no premiado, hubiera vivido como  en una especie de ofensa pública, porque cualquiera hubiera podido decir de mí: "Este hombre no tiene méritos". Créame usted: mientras seamos hombres, es mejor que también la suerte y el favor distribuyan de cuando en cuando los premios a que la sabiduría humana los conceda a cada uno en virtud de sus méritos; es mejor que la cuna y la edad determinen como valores auténticos la jerarquía del mundo. Sí, me atrevo a decir que incluso no podría existir servicio alguno, si todo ascenso se basara exclusivamente en los méritos. Pues todos aquellos que tuviesen la misma esperanza que el ascendido -y ése, naturalmente, sería el caso de todos los que de alguna forma tuviesen una buena opinión de sí mismos- se ofenderían y se considerarían ultrajados. Su modo de pensar se volvería contra él, contra el servicio y contra el señor, se separarían con odio y enemistad, y en poco tiempo veríamos entre todos los soldados y empleados del Estado los altercados que normalmente se ven sólo en la Corte o en la Universidad, que es donde la fama de los méritos personales se tiene más en cuenta y que, por tanto, produce todas las faltas anteriormente mencionadas. Por el contrario, considere usted el caso en el que uno es ascendido por su elevada cuna; aquél, por los  muchos años de servicio y de cuando en cuando también por una feliz coincidencia, de manera que cada cual es muy libre de acariciar la idea de que el mundo no funciona por méritos; nadie podrá considerarse enseguida ultrajado; la propia estimación se tranquiliza, y se piensa: "La suerte y el tiempo también nos traerán nuestro turno". Con estos pensamientos disipamos nuestra preocupación, concebimos nuevas esperanzas, seguimos trabajando, soportamos a los felices y no se entorpece el servicio; en vez de que el alférez intente disimuladamente perjudicar al teniente y éste al capitán si el superior es antepuesto al inferior sólo por poseer más méritos. La mayor discordia tiene lugar por lo común entre los generales porque los cometidos principales exigen a veces mayores méritos. La desavenencia sería general si los oficiales ascendieran conforme a los principios por los que los generales son elegidos para los diferentes cometidos.
 ¡Cuántas injusticias se cometerían en un Estado bajo la apariencia de fomentar los méritos! El principio no es siempre un juez prudente; tampoco puede dominar todo desde su puesto. A éste le influirá un valido; a aquél una querida, y seguramente el zoquete más audaz eliminaría al artista más sencillo; el adulador obsequioso, al pacífico hombre honrado; el inquieto planeador, al funcionario de Hacienda experimentado, y el resplandor, siempre a la verdad. El príncipe, que muy probablemente no sería un gran hombre comprensivo y honrado al mismo tiempo, se encontraría en el mayor de los apuros o se convertiría, bajo el pretexto de premiar el mérito, en un déspota oriental que primero, según un principio parecido, nombraría a un esclavo primer ministro, mezclando todas las clases de hombres y convirtiéndose en un monstruo. El que quisiera vivir tranquilo en el mundo, disfrutar de la dulzura de la amistad, conservar la aprobación de los honrados y fomentar grandes proyectos, negaría sus méritos y tendría que tener sumo cuidado en evitar una recompensa material por los mismos.
 Si los hombres no hubiésemos sido creados así, si cada uno no tuviera la mejor opinión de sí mismo, sin duda sería diferente. Mientras conservemos nuestra forma de ser actual y nuestras pasiones, mientras de algún modo sea necesario que todos tengamos una buena opinión de nosotros mismos, me parece que el ascenso según los méritos es precisamente un medio para enmarañarlo todo. Ya ahora existe entre los militares una especie de ley por la que el oficial más antiguo tiene que retirarse si se le coloca delante uno más joven. ¿Qué sucedería entonces si el ascenso fuese según méritos, si de pronto el general ayudante, que ahora está destinado como consejero de un general de edad, fuese antepuesto a éste y a todos los demás? ¿No se ofendería a todos ellos públicamente colocándolos en la tesitura de tener que servir más tiempo, si es el mérito el que decide todo?
 Es verdad que un gran rey de nuestra época ha inventado un medio para calmar los ánimos en estos casos. Con frecuencia pasa por alto la jerarquía con respecto a los años de servicio, prefiere a uno más apto que al de mayor edad y asciende después de algún tiempo a uno de los ignorados de forma tan lisonjera, que todo postergado siempre estará en duda de si el rey lo reservó para un ascenso mejor o lo relegó por falta de méritos. Un procedimiento así tendrá que ser considerado como algo extraordinario; el empleo de esas medidas sólo conviene al señor, a quien su entendimiento y experiencia capacitan para su uso. En cualquier otra mano sería lo más peligroso para la tranquilidad de los hombres y el camino más claro para la esclavitud más extrema.
 Usted me objetará que en los casos de grandes méritos también se encuentra siempre humildad y moderación, y con ayuda de estas virtudes, el que es feliz se reconciliaría fácilmente con el que es infeliz y se ahogarían las sensaciones de odio y envidia que se podrían producir en el corazón de todo relegado en detrimento del servicio. Tan pronto como se reconozcan y recompensen los méritos públicamente se le estimarán a uno la humildad y la moderación sólo para la política, y en este sentido no se podrá esperar ningún cambio. Sí, quiero decir que muchas veces la humildad sólo aumenta el enfado del no recompensado, porque él no pocas veces desea encontrar una falta en el que es feliz para, por su propia tranquilidad, poderlo odiar de una forma tanto más legal; así somos los hombres. Además, el Estado no equilibra los méritos como el profesor de moral. Aquél prefiere, con razón, a grandes talentos, aun cuando éstos vayan acompañados de orgullo e inmodestia, que a una humildad menos hábil.
 Ese Estado también sería muy desgraciado si no poseyera muchos, muchísimos más hombres con méritos de los que él pudiese recompensar; con este supuesto siempre sería desagradable para muchísimos hombres el tenerse que imaginar que el recompensado también sería el más excelente entre todos, que cada banda de una condecoración indicaría al mejor caballero. Ahora bien, pueden pensar para su tranquilidad que la suerte y no el mérito ha elevado a ése, o repetir con el poeta: "Aquí cubre una gran estrella un corazón pequeño". Si todo funciona según méritos, desaparecería completamente el consuelo necesario, y el zapatero que con gran contento martillea en sus hormas, mientras pueda pensar que podría remedar algo superior a las zapatillas de la señora del alcalde, de ningún modo podría ser feliz si en el mundo se considerasen unos méritos.
 Por tanto, querido amigo, ¡deje que desaparezcan esos pensamientos exaltados sobre la felicidad de un Estado en el que todo habría de regirse según los méritos! Donde gobiernan hombres y sirven hombres, la cuna, la edad o los años de servicio son todavía la regla más segura y la menos ofensiva para los ascensos. Al genio creador o a la capacidad verdadera no le va a perjudicar esta regla; pero una excepción de este tipo es muy rara, y sólo ofenderá a los malos corazones.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1984, en edición preparada por Mª Luisa Esteve Montenegro, pp. 136-139. ISBN: 84-276-0647-8.]

domingo, 29 de junio de 2025

Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú.- Mary Douglas (1921-2007)


II.- La profanación secular 

«Existen dos notables diferencias entre nuestras ideas europeas contemporáneas acerca de la profanación y aquellas llamadas de las culturas primitivas. Una es que el acto de evitar la suciedad es para nosotros cosa de higiene o estética, sin tener nada que ver con nuestra religión. En el capítulo 5 (Mundos Primitivos), diré más sobre la especialización de ideas que separa de la religión a nuestras nociones acerca de la suciedad. La segunda diferencia es que nuestra idea de la suciedad está dominada por el conocimiento de los organismos patógenos. La transmisión de las bacterias de la enfermedad fue un gran descubrimiento del siglo XIX. Produjo la revolución más radical que haya tenido lugar en la historia de la medicina. De tal manera ha transformado nuestras vidas que se hace difícil pensar en la suciedad como no sea en el contexto de lo patógeno. Sin embargo, nuestras ideas de la suciedad no son a todas luces tan recientes. Seamos capaces de hacer un esfuerzo y pensemos retrospectivamente más allá de los últimos cien años, y analicemos después las bases para evitar la suciedad antes de que hayan sido transformadas por la bacteriología; antes, por ejemplo, de que considerásemos abstraer lo patógeno y la higiene de nuestra noción de la suciedad, persistiría la vieja definición de ésta como materia puesta fuera de su sitio. Este enfoque es ciertamente muy sugestivo. Supone dos condiciones: un juego de relaciones ordenadas y una contravención de dicho orden. La suciedad no es entonces nunca un acontecimiento único o aislado. Allí donde hay suciedad hay sistema. La suciedad es el producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados. Esta idea de la suciedad nos conduce directamente al campo del simbolismo, y nos promete una unión con sistemas de pureza más obviamente simbólicos.
 Podemos reconocer en nuestras nociones de suciedad el hecho de que estamos empleando un compendio universal que incluye todos los elementos rechazados por los sistemas ordenados. Se trata de una idea relativa. Los zapatos no son sucios en sí mismos, pero es sucio colocarlos en la mesa del comedor; la comida no es sucia en sí misma, pero es sucio dejar cacharros de cocina en el dormitorio, o volcar comida en la ropa; lo mismo puede decirse de los objetos de baño en el salón; de la ropa abandonada en las sillas; de objetos que debieran estar en la calle y se encuentran dentro de casa; de objetos del piso de arriba que están en el de abajo; de la ropa interior que asoma allí donde debiera estar la ropa de vestir, y así sucesivamente. En pocas palabras, nuestro comportamiento de contaminación es la reacción que condena cualquier objeto o idea que tienda a confundir o a contradecir nuestras entrañables clasificaciones.
 No debemos forzamos en centrarnos exclusivamente en la suciedad. Definida de este modo aparece como categoría residual, rechazada de nuestro esquema normal de clasificaciones. Al tratar de concentrarnos exclusivamente en ella contrariamos nuestro más fuerte hábito mental, pues parece que sea cual fuere la cosa que percibimos está organizada en configuraciones de las que nosotros, los perceptores, somos en gran medida responsables. Percibir no consiste en permitir pasivamente a un órgano -digamos la vista o el oído- que reciba de afuera una impresión prefabricada, como paleta que recibiese manchas de pintura. El reconocimiento y el recuerdo no se limitan a revolver viejas imágenes de impresiones pasadas. Se está generalmente de acuerdo en que se hallan esquemáticamente determinadas desde un comienzo. En tanto que perceptores seleccionamos de entre todos los estímulos que caen bajo el área de nuestros sentidos aquellos que únicamente nos interesan, y nuestros intereses están regidos por la tendencia a hacer configuraciones a veces llamadas schema (ver Bartlett, 1932). En el caos de impresiones cambiantes cada uno de nosotros construye un mundo estable en el que los objetos tienen formas reconocibles, están localizados en profundidad y tienen permanencia. Al percibir estamos construyendo, captando algunas sugestiones y rechazando otras. Las sugestiones más aceptadas son aquellas que se ajustan más fácilmente dentro de la configuración que se está construyendo. Las sugestiones ambiguas tienden a ser tratadas como si armonizasen con el resto de la configuración. Las discordantes tienden por el contrario a ser rechazadas. Si las aceptamos hemos de modificar la estructura de los supuestos. A medida que avanza el conocimiento, nombramos los objetos. Sus nombres afectan entonces la manera en que los percibiremos la próxima vez: ya rotulados resultan más rápidamente introductibles en sus compartimientos para el futuro. 
 A medida que pasa el tiempo y que las experiencias se acumulan hacemos inversiones cada vez mayores en nuestro sistema de rótulos. De modo que se van construyendo prejuicios conservadores. Estos nos infunden confianza. En cualquier momento podemos tener que modificar nuestra estructura de supuestos para acomodar en ella las nuevas experiencias, pero mientras más coinciden con el pasado las experiencias, tanta mayor confianza tendremos en nuestros supuestos. Los hechos incómodos, que se niegan a ajustarse, tendemos a ignorarlos o a distorsionarlos para que no turben estos supuestos establecidos. Cualquier cosa, de la que tenemos noticia, es, de un modo general, preseleccionada y organizada en el mismo acto de percibir. Compartimos con otros animales una especie de mecanismo de filtración que sólo deja entrar desde el comienzo sensaciones que sabemos usar,
 ¿Pero qué pasa entonces con las otras sensaciones? ¿Qué ocurre con las posibles experiencias que no pasan el filtro? ¿Es acaso posible forzar la atención hacia rutas menos habituales? ¿Somos siquiera capaces de examinar el propio mecanismo de filtración? 
 Podemos ciertamente obligarnos a observar cosas que nuestra tendencia a la esquematizaci6n nos han hecho dejar de lado. Siempre es un choque descubrir que nuestra primera observación fácil ha incurrido en error. Incluso el hecho de mirar fijamente por un aparato distorsionante de imágenes hace que algunas personas lleguen a sentirse físicamente enfermas, como si se atacase a su propio equilibrio. La señora Abercrombie sometió a un grupo de estudiantes de medicina a una serie de experimentos destinados a demostrarles el alto grado de selección que usamos en las más sencillas observaciones. «Pero no podemos vivir en un mundo de gelatina», protestó uno. «Es como si mi mundo se hubiese partido en dos». Dijo otro. Otros reaccionaron de un modo mucho más hostil.» 

  [El texto pertenece a la edición en español de Siglo XXI Editores, 1973, en traducción de Edison Simons, pp. 54-57. ISBN: 84-323-0115-9.]

domingo, 22 de junio de 2025

Un hombre acabado.- Giovanni Papini (1881-1956)

Allegretto
XLV.- Precisamente por esto

  «Es difícil, creo yo, encontrar otro ser que haya sufrido mayor fracaso en toda su vida. Nada me queda por perder. Todos los hilos y los puntales que sostienen a los demás están cortados. Tanto los que bajan del cielo como los que encadenan a la tierra. Estoy en el fondo de la sima del mal; he renunciado, he debido renunciar; he abandonado y me han abandonado.
 Mis conocimientos no me bastan; los hombres me fastidian; las mujeres aún más; la literatura me asquea; la inspiración no acude a mí; la gloria me produce náuseas; mi vida es sucia y tediosa; mi cuerpo se deshace y mi primer y máximo deseo, el deseo del sumo poder, ya no existe, ni siquiera como deseo. Todas las tablas de valores han saltado hechas astillas en estas convulsiones interiores; toda esperanza se ha apagado en la oscuridad de estos años; las áncoras posibles de salvación no son más que ganchos que permanecen clavados en tierra, para una vida que carece de promesas e invitaciones.
 La representación ha terminado; los decorados se amontonan junto al muro, las luces se apagan, las cantantes se despojan de sus disfraces de reina y parten en coche, vestidas de negro; quedan los instrumentos allí, abandonados y sin voz, junto a las partituras cerradas que jamás volverán a abrirse. La última fiesta terminó con la postrera nota que aún vibra en el aire, para dar el "la" a este silencio demasiado vacío. Sólo quedan dos caminos: idiotizarse por completo o matarse.
 Sin embargo todavía siento en mí una enorme voluntad de vivir. No quiero morir. Quiero comenzar de nuevo la vida. Quiero hallar otros momentos para vivir. Y vivir a pesar de todo, suspendido de la nada, sin hilos sobre mi cabeza, sin puntales tras mi espalda, sin muletas bajo mis sobacos. Pero vivir todavía, vivir siempre, vivir en el pleno sentido de la palabra, vivir con los ojos y con las manos, con el cerebro y con el hígado, vivir aún diez, veinte, treinta años. Hasta que sepa conquistar mi pedazo de pan en el horno del mundo y sepa decir mis palabras en los coros disonantes de los hombres.
 No quiero morir, ni del todo, ni a medias, ni como alma, ni como cuerpo. Hay en mí algo más fuerte que todas las derrotas; hay un escollo plantado en medio de mi alma que resiste todas las tempestades que lo han cubierto en los últimos tiempos. Hay una bestia que quiere comer, hay dos piernas que quieren caminar, hay un cerebro que quiere pensar, una mano que quiere escribir. ¿Por qué razón? ¿En nombre de qué fe? ¿A la vista de qué meta? La bestia no lo sabe, la bestia no es intelectual, la bestia no es religiosa, la bestia no comprende nada; pero no quiere declararse vencida. Si las banderas son arriadas, permanecen las murallas; si las palabras ya no corresponden a los hechos, ¡al diablo las palabras y vivan los hechos! El hecho resiste y existe, el hecho es irrefutable y prepotente, el hecho no quiere morir.
 No es solamente la sangre la que no quiere detenerse. El mismo yo, que fue cerrando una tras otra todas las ventanas de las posibilidades, y debió renunciar hasta a la última, aquélla que da sobre lo imposible, no quiere desertar. Permanece en la oscuridad, sin fuerzas y sin deseos: pero no quiere aniquilarse. Aguarda siempre. No espera nada, pero aguarda. Si llegase lo peor, lo aceptaría; pero no quiere arrojarse al abismo donde comienza la nada, sin mantener siquiera la esperanza del dolor.
 El yo más profundo está enteramente pisoteado y martirizado, pero este martirio constituye para él un placer porque significa existir, significa oponerse a algo. Esta persecución de que le hace objeto el destino le da la certeza de que existe en él algo que merece la pena tenerse en cuenta, le da conciencia de su importancia en el universo. Él ha descendido hasta el fondo del abismo. Ya no puede moverse; debe cavarse la fosa o subir de nuevo hacia la luz. No puede obrar de otro modo. Y entonces el hombre acabado sale al exterior y comienza un nuevo capítulo.
 Pero este nuevo capítulo no se asemeja en absoluto a todos los demás. Las cosas que negó, negadas permanecen; no pido que vuelvan a mí los sueños abandonados; las ambiciones que desprecié también hoy las rehúso; los hombres que me esquivaron también hoy los mantengo alejados de mí; los propósitos que cegaron mis ojos están lejos para siempre. ¡Qué importa! Se inicia una nueva senda. El secreto ha sido hallado. Una última posibilidad de grandeza aparece ante mí, y yo no la rehúso. Sólo por ella florece de nuevo el desierto en silencio, y brillan las pupilas, avergonzadas bajo los párpados enrojecidos. Todavía puedo ser un héroe. Tengo necesidad de tenerme en gran estima para no verme obligado a aniquilarme; y es este nada lo que me salva.
 Sé que ningún resultado darán los humanos esfuerzos. Sé que todos nuestros edificios quedarán destruidos; que de nuestros ideales, aun los alcanzados y dominados, se precipitarán en la eterna oscuridad del olvido, en el vacío del no ser.
 Ninguna esperanza resta en mi corazón; ninguna promesa puedo hacerme a mí mismo y a los demás; ninguna compensación puedo prever por mis actos; ningún resultado por mis pensamientos. El futuro, este encantador de todos los hombres, esta causa perpetua de todos los efectos, no es para mí nada más que la desnuda perspectiva del aniquilamiento.
 Sin embargo, ante tan espantoso espectáculo, ante tan tremenda desesperanza, ante esta carrera hacia el abismo, no me altero ni retrocedo. Consiento en seguir viviendo. Todo cuanto haga será inútil, pero precisamente por esto me siento impelido a hacerlo. La nada -nada de mí mismo, de mi obra, del mundo entero- es el punto de llegada de cualquier esfuerzo mío, y precisamente por esto seguiré esforzándome hasta que la tierra me llame a su oscuro reposo.
 Quiero abjurar de todo mi pasado utilitario. Todos los hombres buscan una recompensa, un pago por todo cuanto hacen. Incluso las acciones que parecen más espirituales -actos de creación, actos de fe y de amor- esperan su premio, exigen, antes o después, ser saldadas. Nadie hace nada por nada. Hasta las religiones, hasta las artes, hasta las filosofías, se fundan en la ganancia. Las obras humanas, sin excepción de ninguna clase, son letras que deben ser pagadas. El vencimiento será más o menos largo, pero siempre llega el día de las cuentas. Si los hombres supiesen con seguridad que alguno de sus actos no será recompensado más tarde o más temprano, nadie se preocuparía de obrar.
 Yo mismo, en el pasado, fui el más ávido de estos gananciosos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1980, en traducción de Vicente Santiago, pp. 219-222. ISBN: 84-7017-920-9.]
 

lunes, 16 de junio de 2025

"Son las cinco".- El galgo de Paiporta

 


"Son las cinco y no he comido, creo que también es importante".









 [La frase pertenece al ególatra denominado "el galgo de Paiporta", pronunciada el 16 de junio de 2025, a las 5 de la tarde en la casa delincuencial socialista.]

 [Nota: "En las esquinas grupos de silencio, [...] las heridas quemaban como soles [...] y el gentío rompía las ventanas, [...] ¡qué terribles cinco de la tarde!, ¡eran las cinco en todos los relojes!, ¡las cinco eran en sombra de la tarde!" (versos que pertenecen al poema "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías" de Federico García Lorca) cuando el galgo de Paiporta abría su boca de bestia perezosa, mezquina y canallesca y emitía un "no he comido" gargantuelesco y pantagruélico que movía, aún no se colige bien, si al asco o a la risa grotesca...]     


domingo, 15 de junio de 2025

Arte de las putas.- Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780)

  Canto I

 «¡Ojalá que los hombres no forniquen, / si esto es posible, pero si no hay remedio,
ojalá que los vicios se limiten / a éste sólo; mueran los traidores
pérfidos, sin ley, y usurpadores / y se comprobará si pierde o gana el mundo!
Pero el principio en que mi arte fundo / ¿quién afirmará que destruye lo que enseña?
Atended. A la mujer más pedigüeña / enseño a no pagar el vil trabajo.
Si esta lección tomara todo majo, / obra de caridad sin duda fuera,
pues cada cual con tanto fracaso viera / que no sirve para nada el putaísmo,
si no el hambre, la miseria y el abismo.
Si hay algún camino de extinguir las putas / es sólo no pagarlas: mil oficios
y fábricas insignes se destruyeron / después que su labor sin premio vieron.
Pero si saben que con abrir las piernas / se abren las duras bolsas y hacen tiernas,
¿qué han de hacer sino alzar los guardapieses / para tomar el oro que no caiga
al suelo, y vergonzosas o corteses / procurarse tapar con la camisa
la cara como algunos santos frailes?
Las hazañas del fiero Masinisa, / ¿qué son más que delitos abominables?
César, Mario y Eneas divinizado, / ¿qué fueron sino renombrados malhechores?
y esto les mereció versos y loores / que los dioses (si es posible) han envidiado.
¿A quién mayores males ha causado / el Macedón terrible? ¿A la Roxana
cuando en el lecho oriental la acariciaba / y a la Reina Talistres que buscando
le vino para holgarse trece noches, / o a Darío, a quien del reino despojado
causó la muerte, y de otros tantos millares, / y al corpulento Poro que, arrogante,
cayó desde su soberbio elefante, / sin fuerzas y sin reino y sin blasones
y sin contemplar más la luz de las estrellas? / Contesten ellos y contesten ellas.
La inconsideración llama borrones / de su historia el amar a las mujeres
y grandeza matar millares de hombres, / y el irascible don Pedro de Castilla
fue cruel por matar a Don Fadrique / pero no por empreñar a la Padilla.
Pero si alguno hubiese que conteste / que más valiera ser mi lengua muda
que para propinarle azotes muy crueles / no es bien que muestre a Venus tan desnuda,
sepa no escribo yo contra las leyes. 
Si esto se mira con intención buena, / en las Cortes de Soria nuestros reyes
con mantillas de grana distinguieron / a las putas, y así las permitieron.
Todas las cosas las malvadas almas / corrompen siempre: suprímanse las fiestas
de toros, las devotas romerías / y los teatros, ¿qué hay en las comedias
sino perversión? Artes que pregonan / con blandas y traidoras discreciones
el modo de engañar los corazones. / ¡Oh, cuántas honras destruyó la Puerta
del Sol! ¡Cuántos escándalos se lloran / en la profanación de las iglesias!
¿Quién acabar puede con todas estas cosas?
 Ni es prodigio que mi verso advierta / los riesgos cual los señala el navegante
porque los huya quien está ignorante, / ni el vuelo extrañará de fantasía
perniciosa quizás, el que no ignore / lo que es la burla, invención y poesía.
Y el que por mal camino mi arte tome / culpa es suya: panales y ponzoña
salen del jugo de unas mismas flores. / El precavido caminante y el que roba
ciñen el lado de la amiga espada / con intenciones bien diversas todas.
¿Qué hay más útil que el fuego' Pero si intenta / alguno destruir templos y ciudades
¿qué cosa existe que produzca más maldades? / ¿Temes quizás que las tiernas almas
pervierta de los niños inocentes / con mi verso? ¡Ah, piedades imprudentes!
¡Oh padre de familia vigilante! / ¡Oh ayo, acaso sopista e ignorante!
¿No apartas de su mano delicada / las tijeras y puntas de cuchillos,
pistolas y los filos de Toledo, / no por malas en sí, sino por miedo
de que les perjudique lo que luego sirve? / Pues estas artes enseñar te prohíbo
así como, al pequeñuelo infante / hasta que en la virtud esté ya firme.
Intenta educar bien y no reduzcas / a ciertas ligeras fórmulas externas
el nombre de virtud enmascarado. / Al joven, cual se debe, ya educado
nada le ofenderá, ni ignorar puede / la utilidad a cada miembro destinado.
Si a las artes se inclina, la pintura / le enseñará los femeninos miembros
haciendo fuerza Andrómeda desnuda. / El arte del divino Policteto
le inducirá a copiar en la Academia, / sin velo ni vergüenza, la hermosa Venus;
y así esculpió el cincel hecho una uva / al Baco de Aranjuez sobre la cuba.
Os parecerá terrible ver reflejado / por mis versos un fraile y una monja
que se están a placer refocilando; / pues ¿cuánto más horrible es ver pintada
la espantosa y cruel carnicería / que en inocentes víctimas se hacía
por Herodes; las honestas compañeras / con Úrsula morir; o derribada
del Salvador la estatua, sacrilegios / atroces del feroz Iconoclasta?»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Brontes, 2012, en adaptación de Francesc LL. Cardona, pp. 33-41. ISBN: 978-84-15171-86-7.]

domingo, 8 de junio de 2025

Crimen y castigo.- Fedor Dostoievski (1821-1881)

 Primera parte

I

 «En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X.

 En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos y más que una habitación parecía un armario. La mujer que se la había alquilado, con derecho a comida y servicio, vivía más abajo, en la misma escalera. Cada vez que el joven salía a la calle, tenía que pasar forzosamente por delante de la cocina de su patrona; esta cocina daba a la escalera y la puerta estaba casi siempre abierta de par en par. Al pasar por allí, el joven experimentaba una enfermiza sensación de temor, que le avergonzaba y le hacía fruncir el ceño. Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía encontrarse con ella.

 No se podía decir que fuese miedoso o tímido, sino todo lo contrario; pero, desde hacía cierto tiempo, el joven se hallaba en un estado de excitación y angustia rayano en la hipocondría. Se había replegado hasta tal punto sobre sí mismo y se había aislado tanto de los demás, que le producía aprensión la idea de cruzarse, no ya con la dueña de su casa, sino con cualquiera otra persona. La pobreza le tenía abatido. Pero, últimamente, incluso su penosa situación había dejado de preocuparle. Se había desentendido por completo de las cuestiones del diario vivir y no quería ocuparse de ellas. En el fondo, no tenía ningún miedo de su patrona, por más que ésta maquinara algo contra él. Pero detenerse en la escalera, escuchar las cosas desagradables de cada día, que le tenían sin cuidado; la insistencia en que abandonara la pensión, las amenazas, las quejas y, encima, el tener que inventar disculpas, excusarse, mentir... No, era preferible escabullirse como un gato, procurando no ser visto de nadie. Esta vez, empero, al salir a la calle hasta él mismo se sorprendió de haber temido encontrarse con su acreedora.

 "¡Con lo que estoy preparando y tener miedo de semejantes pequeñeces!", pensó, sonriendo de modo extraño. "¡Hum...! Es cierto..., todo está en manos del hombre y por cobardía deja que todo se le escape; sólo por cobardía... Es axiomático, no hay duda; resulta curioso. ¿Qué es lo que más teme el hombre? Un nuevo paso, una nueva palabra suya, eso es. Pero divago demasiado. He aquí por qué no hago nada, porque divago tanto. Aunque quizá la cosa sea que divago precisamente porque no hago nada. Ha sido durante este último mes cuando he aprendido a divagar de este modo, pasándome días enteros tumbado en un rincón y pensando... en las musarañas. Bueno, ¿por qué voy allí ahora? ¿Acaso soy capaz de hacer esto? ¿Acaso es serio esto? No lo es, ni mucho menos. Mas procuro consolarme por el gusto de fantasear, de entretenerme con unos juguetes. ¡Esto es, con unos simples juguetes!"
 El calor de la calle era espantoso. El aire sofocante, la muchedumbre, la cal, los andamios, los ladrillos, el polvo y el especial mal olor tan conocido de los petersburgueses que no tienen medios para alquilar una casa de campo, todo sacudió de golpe, desagradablemente,  los nervios ya alterados del joven. El insoportable tufo de las tabernas, muy numerosas en aquella zona de la ciudad, y los borrachos que salían por todas partes, a pesar de ser aquél un día de trabajo, coronaban el aspecto repugnante y triste del cuadro. En los finos rasgos del joven se dibujó durante un instante una mueca de profundo asco. Digamos de paso, que tenía muy buena presencia, hermosos ojos negros, pelo rubio oscuro y talla superior a la mediana, y era delgado y esbelto. Mas pronto cayó en profundo ensimismamiento o, mejor dicho, en un estado semejante al de la inconsciencia, y prosiguió su camino sin preocuparse de lo que le rodeaba, sin querer siquiera darse cuenta. De vez en cuando, balbuceaba algo entre dientes, lo que se debía a su costumbre de monologar, como acababa de confesarse. En aquel momento descubrió que sus pensamientos se enturbiaban y que estaba muy débil: hacía dos días que apenas comía.
 Iba tan mal vestido, que otra persona, incluso acostumbrada a vestir mal, se habría avergonzado de salir a la calle en pleno día con aquellos andrajos. Cierto es que en aquel barrio resultaba difícil sorprender a nadie por el modo de vestir. La proximidad de la Plaza del Heno, la abundancia de ciertas instituciones y el carácter casi exclusivamente obrero de la población hacinada en las calles y callejuelas del centro de Petersburgo, salpicaban a veces el panorama general con individuos extravagantes, y hubiera sido sorprendente que alguien se extrañara de encontrar un espantapájaros como aquel joven. Pero en el alma del joven se había acumulado tanto despecho rencoroso, que a pesar de su susceptibilidad, a veces infantil, no le avergonzaba, ni mucho menos, salir a la calle con sus harapos. La cosa hubiera sido distinta si se hubiese topado con un conocido o un antiguo compañero suyo. No le gustaba encontrarlos. No obstante, cuando un borracho, al que llevaban en aquel momento por la calle, no se sabe por qué ni adónde, en una enorme carreta arrastrada por un enorme percherón, empezó a gritar a pleno pulmón, señalándole con la mano: "¡Eh, tú, el del sombrero alemán!", el joven se detuvo de pronto y se quitó nerviosamente el sombrero: era alto, redondo, a lo Zimmermann, completamente desteñido, lleno de agujeros y de manchas, sin ala, ridículamente torcido a un lado, muy torcido. Lo que experimentó el joven no fue vergüenza sino un sentimiento muy distinto, parecido más bien a la alarma.
 -¡Ya me lo temía! -balbuceó turbado-. ¡Me lo figuraba! ¡Esto es lo peor! ¡Cualquier tontería por el estilo, la pequeñez más estúpida, puede dar al traste con todo! Claro, este sombrero, llama demasiado la atención. Es ridículo y por eso llama la atención. Llevando estos harapos, lo que necesito es una gorra, aunque esté vieja y rota, y no un adefesio, que nadie lleva, que se distingue y llama la atención a una legua de distancia. Además, se graba en la memoria. He aquí lo peor; lo recuerdan, y ya tienen una pista. En estos casos es necesario pasar inadvertido siempre que se pueda. ¡Los detalles! Lo más importante son los detalles. Las pequeñas cosas son las que echan todo a perder...
 No tenía que andar mucho; sabía incluso cuántos eran los pasos desde la puerta de su casa: setecientos treinta; ni uno más. Los había contado una vez que se dejó arrastrar por sus quimeras. Entonces no creía en sus devaneos, entonces sólo lograban irritarle por su monstruosa, aunque seductora, insolencia. Pero, al cabo de un mes, el joven comenzaba a ver las cosas de otro modo y, a pesar de sus cáusticos soliloquios acerca de su impotencia y su indecisión, sin darse cuenta y hasta sin querer se había acostumbrado a considerar como una empresa realizable su "monstruosa" quimera, aun cuando no confiase todavía en sí mismo. Iba entonces a verificar un ensayo de su empresa y, a cada paso que daba, la inquietud se apoderaba más y más de él.  
 Con el corazón en el puño y un nervioso temblor, llegó frente a una casa enorme, una de cuyas paredes daba a un canal, y otra a la calle de X. El edificio, dividido en pequeños pisos, estaba habitado por gente de todos los oficios: sastres, cerrajeros, cocineras, alemanes de ocupaciones diversas, mozas de partido, pequeños funcionarios, etc. La gente iba y venía sin parar por sus dos portales y sus dos patios. Prestaban servicio tres o cuatro porteros. El joven se alegró mucho de no cruzarse con ninguno de ellos y se escabulló sin ser visto por la escalera de la derecha de un portal, una escalera oscura y estrecha, "negra". Él ya sabía que era así, había estudiado aquellos pormenores y le gustaban: en aquella oscuridad ni siquiera las miradas curiosas eran de temer. "Si ahora tengo tanto miedo, ¿qué ocurriría si la cosa fuera de verdad?", pensó, a pesar suyo, al llegar al cuarto piso. Unos mozos de cuerda, soldados licenciados, le cerraron allí el camino; sacaban muebles de un piso. El joven estaba enterado de que allí vivía con su familia un funcionario alemán. "Así pues, el alemán se va, por consiguiente, en la cuarta planta de esta escalera, en este rellano, no habrá durante cierto tiempo más piso ocupado que el de la vieja. Está bien, por si acaso..." Llamó a la puerta de enfrente. La campanilla sonó débilmente, como si fuese de hojalata y no de cobre. En los pequeños pisos de semejantes viviendas, las campanillas son casi siempre así. Había olvidado el timbre de la campanilla y su sonido especial le recordó algo, le hizo ver claramente...»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Augusto Vidad, pp. 5-9. ISBN: 84-7530-021-9.]

domingo, 1 de junio de 2025

Pequeñeces.- Luis Coloma (1851-1915)

 

 Libro primero
VII

 «Era el marqués de Butrón una de esas medianías que en los tiempos de escasas notabilidades pasan por eminencias, debiendo sólo su altura a la escasas proporciones de los hombres y cosas de su época. Hase dicho, sin embargo, que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y no se libraba el gran Robinsón de esta ley general de las ilustres celebridades. Consistía, pues, una de sus secretas flaquezas en teñirse cuidadosamente la barba, blanca ya por completo, para ponerla al nivel de su todavía abundante cabellera, que se conservaba negra como las alas del cuervo.
 Disponíase, pues, el respetable diplomático en aquella mañana del 26 de junio a esta operación importantísima, cuando le pasaron precipitadamente el recado de Currita. El peludo señor perdió por completo la cabeza, y temiéndolo todo de la bellaquería de la Condesa, que tenía él muy bien conocida, pidió a toda prisa un simón, y sin acordarse para nada de que su barba sin teñir iba a revelar el hasta entonces bien guardado secreto a las lenguas más hábiles en cortar sayos que encerraba la corte, corrió al palacio de aquella equívoca oveja que tanto le importaba conservar en el redil alfonsino. Los polizontes  que guardaban la puerta le dejaron pasar, según la consigna, mirándole con esa especie de receloso respeto que a las gentes bajas de un partido causan siempre los pájaros gordos del partido contrario.
 La noticia de su llegada causó sensación profundísima entre la turba de amigos y amigas que invadía el palacio, y todos, hasta los que en el comedor se hallaban, corrieron a su encuentro. Su presencia allí daba al suceso una importancia y un colorido que había muy bien calculado Currita al mandarle buscar con tanta urgencia. El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: "¡Hija mía!", y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.
 El coro general de damas comenzaba a emocionarse; pero acertó a reparar Gorito Sardona en la desteñida barba del diplomático, y apresuróse a comunicar el descubrimiento al oído de Carmen Tagle; echóse a reír ella, díjole a su vecina, ésta al que tenía al lado, y a poco una porción de solapadas risitas hacían fracasar por completo la parte patética del espectáculo.
 Butrón, sin embargo, no cayó en la cuenta y con el majestuoso continente que las circunstancias requerían, arrastró con suavidad a Currita al próximo gabinete. Sudaba como un pato y la camisa no le llegaba al cuerpo, temiendo alguna nueva trapisonda de la ilustre condesa que viniera a desacreditar sus manejos diplomáticos. Azorado, y en voz baja, y mirando a todas partes, como si temiese ver aparecer los polizontes que invadían el palacio, le dijo:
 -Pero, ¿qué es esto?... ¡Habla, hija mía!...
 Currita se dejó caer en un sofá, cubriéndose el rostro con un pañuelo.
 -¡Estoy perdida! -dijo.
 El respetable Butrón abrió la boca como si fuera a tragarse un queso entero.
 -¡Fernandito es un imbécil! -continuó Currita muy afligida.
 Butrón movió de arriba abajo la cabeza en señal de profundo asentimiento.
 -Le ha engañado Martínez... Me ha comprometido atrozmente... Es horrible, horrible... ¡Infame, Butrón, infame!
 -¡Habla bajo! -exclamaba el diplomático, sobresaltado-. Sosiégate, hija mía, sosiégate... y cuenta para todo conmigo... Para todo, ¿lo oyes?... para todo...
 Y con las dos peludas manos apretaba Robinsón, con efusión paternal, la mano de Currita.
 -Lo sé, Butrón, lo sé, y por eso acudí a usted al punto -dijo ella más sosegada-. ¡Pero es horrible, horrible!... ¡Figúrese usted que todo lo que decían de mi nombramiento de camarera es cierto!...
 -¿Cierto? -exclamó Butrón como si se le atragantase en el esófago el queso que antes parecía tragarse.
 -Fernandito le escribió al ministro solicitando para mí el cargo..., ¡sin decirme nada, Butrón!... ¡Sin contar conmigo!... ¡Vamos, si es horrible, horrible!... ¡Ay, qué marido!... Le aseguro a usted que si no fuera por mis hijos entablaba el divorcio...
 Aquí derramó Currita algunas lágrimas en aras del honrado Himeneo, cuya antorcha corría riesgo de apagarse y continuó muy bajito:
 -Por eso, como yo no sabía nada, dije antes de ayer en casa de Beatriz lo que creía, ¡claro está!, la verdad... Que el ministro vino a ofrecerme el cargo, y yo me había negado a aceptarlo muy ofendida, tomándolo por una majadería de esa gentuza... Figúrese usted mi sorpresa cuando ayer se me entra por las puertas ese animal de Martínez, tan ordinario, tan groserote, muy ofendido con mi negativa, gritando como un energúmeno que nadie jugaba con el Gobierno, y amenazándome con una carta de Fernandito, que iba a refregarme... ¡por los hocicos, Butrón, por los hocicos!...
Y aquí ahogó de nuevo el llanto la voz de Currita, prosiguiendo a poco entre sollozos:
 -¡Qué ultraje, Butrón, qué vergüenza!... ¡Creí morirme de sentimiento!... ¡Al padre de mis hijos debo esta ofensa!... Bien se lo he dicho mil veces: tu condescendencia con esa gentuza nos va a perder, Fernandito...
 -Pero, ¿viste tú esa carta? -exclamó Robinsón estupefacto.
 -¡La vi, Butrón, la he leído!... ¡Qué vergüenza!... ¡Creí morirme!... Decía el buey Apis que el ministro iba a publicarla en los periódicos si yo no aceptaba el cargo. ¡Lloré, supliqué, pidiéndosela en nombre de mi honra, en nombre de mis hijos!... Todo en vano; o aceptaba yo el cargo o la carta se publicaba... Entonces le ofrecí dinero, y mi hombre empezó a ablandarse... Me pidió cinco mil duros; luego, tres mil, ¡regateando, Butrón, regateando como un judío!... Por fin se cerró el trato en los tres mil y anoche, a la una, volvió a entregarme la carta y recibir el pago... Porque, claro está, yo no tenía dinero bastante, tampoco podía pedírselo a Fernandito y he tenido que empeñar una porción de joyas...
 Butrón escuchaba asombrado, tragándose, una a una, como un bolonio, toda aquella sarta de mentiras, diestramente entrelazadas con algunas escasas verdades, cruzó las manos con trágico ademán y exclamó con el aire de un Catón escandalizado:
 -¡Eso es nauseabundo!»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1987, en edición de Rubén Benítez, pp. 125-128. ISBN: 84-376-0047-2.]

domingo, 25 de mayo de 2025

Trópico de Cáncer.- Henry Miller (1891-1980)

 

  «En esa especie de semi-arrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y, aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes, esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse, condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas.
 Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya tan intensa que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que deseen rosas... Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta -ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui- gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas de un cerdo cuando lo abren en canal.
 Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad, pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
 En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento, inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto; mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia. En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es  lo supremo, entonces viviré, aun cuando deba volverme un caníbal.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Seix Barral, 1983, en traducción de Carlos Manzano, pp. 93-96. ISBN: 84-322-2182-1.]