lunes, 16 de junio de 2025

"Son las cinco".- El galgo de Paiporta

 


"Son las cinco y no he comido, creo que también es importante".









 [La frase pertenece al ególatra denominado "el galgo de Paiporta", pronunciada el 16 de junio de 2025, a las 5 de la tarde en la casa delincuencial socialista.]

 [Nota: "En las esquinas grupos de silencio, [...] las heridas quemaban como soles [...] y el gentío rompía las ventanas, [...] ¡qué terribles cinco de la tarde!, ¡eran las cinco en todos los relojes!, ¡las cinco eran en sombra de la tarde!" (versos que pertenecen al poema "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías" de Federico García Lorca) cuando el galgo de Paiporta abría su boca de bestia perezosa, mezquina y canallesca y emitía un "no he comido" gargantuelesco y pantagruélico que movía, aún no se colige bien, si al asco o a la risa grotesca...]     


domingo, 15 de junio de 2025

Arte de las putas.- Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780)

  Canto I

 «¡Ojalá que los hombres no forniquen, / si esto es posible, pero si no hay remedio,
ojalá que los vicios se limiten / a éste sólo; mueran los traidores
pérfidos, sin ley, y usurpadores / y se comprobará si pierde o gana el mundo!
Pero el principio en que mi arte fundo / ¿quién afirmará que destruye lo que enseña?
Atended. A la mujer más pedigüeña / enseño a no pagar el vil trabajo.
Si esta lección tomara todo majo, / obra de caridad sin duda fuera,
pues cada cual con tanto fracaso viera / que no sirve para nada el putaísmo,
si no el hambre, la miseria y el abismo.
Si hay algún camino de extinguir las putas / es sólo no pagarlas: mil oficios
y fábricas insignes se destruyeron / después que su labor sin premio vieron.
Pero si saben que con abrir las piernas / se abren las duras bolsas y hacen tiernas,
¿qué han de hacer sino alzar los guardapieses / para tomar el oro que no caiga
al suelo, y vergonzosas o corteses / procurarse tapar con la camisa
la cara como algunos santos frailes?
Las hazañas del fiero Masinisa, / ¿qué son más que delitos abominables?
César, Mario y Eneas divinizado, / ¿qué fueron sino renombrados malhechores?
y esto les mereció versos y loores / que los dioses (si es posible) han envidiado.
¿A quién mayores males ha causado / el Macedón terrible? ¿A la Roxana
cuando en el lecho oriental la acariciaba / y a la Reina Talistres que buscando
le vino para holgarse trece noches, / o a Darío, a quien del reino despojado
causó la muerte, y de otros tantos millares, / y al corpulento Poro que, arrogante,
cayó desde su soberbio elefante, / sin fuerzas y sin reino y sin blasones
y sin contemplar más la luz de las estrellas? / Contesten ellos y contesten ellas.
La inconsideración llama borrones / de su historia el amar a las mujeres
y grandeza matar millares de hombres, / y el irascible don Pedro de Castilla
fue cruel por matar a Don Fadrique / pero no por empreñar a la Padilla.
Pero si alguno hubiese que conteste / que más valiera ser mi lengua muda
que para propinarle azotes muy crueles / no es bien que muestre a Venus tan desnuda,
sepa no escribo yo contra las leyes. 
Si esto se mira con intención buena, / en las Cortes de Soria nuestros reyes
con mantillas de grana distinguieron / a las putas, y así las permitieron.
Todas las cosas las malvadas almas / corrompen siempre: suprímanse las fiestas
de toros, las devotas romerías / y los teatros, ¿qué hay en las comedias
sino perversión? Artes que pregonan / con blandas y traidoras discreciones
el modo de engañar los corazones. / ¡Oh, cuántas honras destruyó la Puerta
del Sol! ¡Cuántos escándalos se lloran / en la profanación de las iglesias!
¿Quién acabar puede con todas estas cosas?
 Ni es prodigio que mi verso advierta / los riesgos cual los señala el navegante
porque los huya quien está ignorante, / ni el vuelo extrañará de fantasía
perniciosa quizás, el que no ignore / lo que es la burla, invención y poesía.
Y el que por mal camino mi arte tome / culpa es suya: panales y ponzoña
salen del jugo de unas mismas flores. / El precavido caminante y el que roba
ciñen el lado de la amiga espada / con intenciones bien diversas todas.
¿Qué hay más útil que el fuego' Pero si intenta / alguno destruir templos y ciudades
¿qué cosa existe que produzca más maldades? / ¿Temes quizás que las tiernas almas
pervierta de los niños inocentes / con mi verso? ¡Ah, piedades imprudentes!
¡Oh padre de familia vigilante! / ¡Oh ayo, acaso sopista e ignorante!
¿No apartas de su mano delicada / las tijeras y puntas de cuchillos,
pistolas y los filos de Toledo, / no por malas en sí, sino por miedo
de que les perjudique lo que luego sirve? / Pues estas artes enseñar te prohíbo
así como, al pequeñuelo infante / hasta que en la virtud esté ya firme.
Intenta educar bien y no reduzcas / a ciertas ligeras fórmulas externas
el nombre de virtud enmascarado. / Al joven, cual se debe, ya educado
nada le ofenderá, ni ignorar puede / la utilidad a cada miembro destinado.
Si a las artes se inclina, la pintura / le enseñará los femeninos miembros
haciendo fuerza Andrómeda desnuda. / El arte del divino Policteto
le inducirá a copiar en la Academia, / sin velo ni vergüenza, la hermosa Venus;
y así esculpió el cincel hecho una uva / al Baco de Aranjuez sobre la cuba.
Os parecerá terrible ver reflejado / por mis versos un fraile y una monja
que se están a placer refocilando; / pues ¿cuánto más horrible es ver pintada
la espantosa y cruel carnicería / que en inocentes víctimas se hacía
por Herodes; las honestas compañeras / con Úrsula morir; o derribada
del Salvador la estatua, sacrilegios / atroces del feroz Iconoclasta?»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Brontes, 2012, en adaptación de Francesc LL. Cardona, pp. 33-41. ISBN: 978-84-15171-86-7.]

domingo, 8 de junio de 2025

Crimen y castigo.- Fedor Dostoievski (1821-1881)

 Primera parte

I

 «En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el puente de X.

 En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos y más que una habitación parecía un armario. La mujer que se la había alquilado, con derecho a comida y servicio, vivía más abajo, en la misma escalera. Cada vez que el joven salía a la calle, tenía que pasar forzosamente por delante de la cocina de su patrona; esta cocina daba a la escalera y la puerta estaba casi siempre abierta de par en par. Al pasar por allí, el joven experimentaba una enfermiza sensación de temor, que le avergonzaba y le hacía fruncir el ceño. Endeudado hasta la coronilla con la casera, temía encontrarse con ella.

 No se podía decir que fuese miedoso o tímido, sino todo lo contrario; pero, desde hacía cierto tiempo, el joven se hallaba en un estado de excitación y angustia rayano en la hipocondría. Se había replegado hasta tal punto sobre sí mismo y se había aislado tanto de los demás, que le producía aprensión la idea de cruzarse, no ya con la dueña de su casa, sino con cualquiera otra persona. La pobreza le tenía abatido. Pero, últimamente, incluso su penosa situación había dejado de preocuparle. Se había desentendido por completo de las cuestiones del diario vivir y no quería ocuparse de ellas. En el fondo, no tenía ningún miedo de su patrona, por más que ésta maquinara algo contra él. Pero detenerse en la escalera, escuchar las cosas desagradables de cada día, que le tenían sin cuidado; la insistencia en que abandonara la pensión, las amenazas, las quejas y, encima, el tener que inventar disculpas, excusarse, mentir... No, era preferible escabullirse como un gato, procurando no ser visto de nadie. Esta vez, empero, al salir a la calle hasta él mismo se sorprendió de haber temido encontrarse con su acreedora.

 "¡Con lo que estoy preparando y tener miedo de semejantes pequeñeces!", pensó, sonriendo de modo extraño. "¡Hum...! Es cierto..., todo está en manos del hombre y por cobardía deja que todo se le escape; sólo por cobardía... Es axiomático, no hay duda; resulta curioso. ¿Qué es lo que más teme el hombre? Un nuevo paso, una nueva palabra suya, eso es. Pero divago demasiado. He aquí por qué no hago nada, porque divago tanto. Aunque quizá la cosa sea que divago precisamente porque no hago nada. Ha sido durante este último mes cuando he aprendido a divagar de este modo, pasándome días enteros tumbado en un rincón y pensando... en las musarañas. Bueno, ¿por qué voy allí ahora? ¿Acaso soy capaz de hacer esto? ¿Acaso es serio esto? No lo es, ni mucho menos. Mas procuro consolarme por el gusto de fantasear, de entretenerme con unos juguetes. ¡Esto es, con unos simples juguetes!"
 El calor de la calle era espantoso. El aire sofocante, la muchedumbre, la cal, los andamios, los ladrillos, el polvo y el especial mal olor tan conocido de los petersburgueses que no tienen medios para alquilar una casa de campo, todo sacudió de golpe, desagradablemente,  los nervios ya alterados del joven. El insoportable tufo de las tabernas, muy numerosas en aquella zona de la ciudad, y los borrachos que salían por todas partes, a pesar de ser aquél un día de trabajo, coronaban el aspecto repugnante y triste del cuadro. En los finos rasgos del joven se dibujó durante un instante una mueca de profundo asco. Digamos de paso, que tenía muy buena presencia, hermosos ojos negros, pelo rubio oscuro y talla superior a la mediana, y era delgado y esbelto. Mas pronto cayó en profundo ensimismamiento o, mejor dicho, en un estado semejante al de la inconsciencia, y prosiguió su camino sin preocuparse de lo que le rodeaba, sin querer siquiera darse cuenta. De vez en cuando, balbuceaba algo entre dientes, lo que se debía a su costumbre de monologar, como acababa de confesarse. En aquel momento descubrió que sus pensamientos se enturbiaban y que estaba muy débil: hacía dos días que apenas comía.
 Iba tan mal vestido, que otra persona, incluso acostumbrada a vestir mal, se habría avergonzado de salir a la calle en pleno día con aquellos andrajos. Cierto es que en aquel barrio resultaba difícil sorprender a nadie por el modo de vestir. La proximidad de la Plaza del Heno, la abundancia de ciertas instituciones y el carácter casi exclusivamente obrero de la población hacinada en las calles y callejuelas del centro de Petersburgo, salpicaban a veces el panorama general con individuos extravagantes, y hubiera sido sorprendente que alguien se extrañara de encontrar un espantapájaros como aquel joven. Pero en el alma del joven se había acumulado tanto despecho rencoroso, que a pesar de su susceptibilidad, a veces infantil, no le avergonzaba, ni mucho menos, salir a la calle con sus harapos. La cosa hubiera sido distinta si se hubiese topado con un conocido o un antiguo compañero suyo. No le gustaba encontrarlos. No obstante, cuando un borracho, al que llevaban en aquel momento por la calle, no se sabe por qué ni adónde, en una enorme carreta arrastrada por un enorme percherón, empezó a gritar a pleno pulmón, señalándole con la mano: "¡Eh, tú, el del sombrero alemán!", el joven se detuvo de pronto y se quitó nerviosamente el sombrero: era alto, redondo, a lo Zimmermann, completamente desteñido, lleno de agujeros y de manchas, sin ala, ridículamente torcido a un lado, muy torcido. Lo que experimentó el joven no fue vergüenza sino un sentimiento muy distinto, parecido más bien a la alarma.
 -¡Ya me lo temía! -balbuceó turbado-. ¡Me lo figuraba! ¡Esto es lo peor! ¡Cualquier tontería por el estilo, la pequeñez más estúpida, puede dar al traste con todo! Claro, este sombrero, llama demasiado la atención. Es ridículo y por eso llama la atención. Llevando estos harapos, lo que necesito es una gorra, aunque esté vieja y rota, y no un adefesio, que nadie lleva, que se distingue y llama la atención a una legua de distancia. Además, se graba en la memoria. He aquí lo peor; lo recuerdan, y ya tienen una pista. En estos casos es necesario pasar inadvertido siempre que se pueda. ¡Los detalles! Lo más importante son los detalles. Las pequeñas cosas son las que echan todo a perder...
 No tenía que andar mucho; sabía incluso cuántos eran los pasos desde la puerta de su casa: setecientos treinta; ni uno más. Los había contado una vez que se dejó arrastrar por sus quimeras. Entonces no creía en sus devaneos, entonces sólo lograban irritarle por su monstruosa, aunque seductora, insolencia. Pero, al cabo de un mes, el joven comenzaba a ver las cosas de otro modo y, a pesar de sus cáusticos soliloquios acerca de su impotencia y su indecisión, sin darse cuenta y hasta sin querer se había acostumbrado a considerar como una empresa realizable su "monstruosa" quimera, aun cuando no confiase todavía en sí mismo. Iba entonces a verificar un ensayo de su empresa y, a cada paso que daba, la inquietud se apoderaba más y más de él.  
 Con el corazón en el puño y un nervioso temblor, llegó frente a una casa enorme, una de cuyas paredes daba a un canal, y otra a la calle de X. El edificio, dividido en pequeños pisos, estaba habitado por gente de todos los oficios: sastres, cerrajeros, cocineras, alemanes de ocupaciones diversas, mozas de partido, pequeños funcionarios, etc. La gente iba y venía sin parar por sus dos portales y sus dos patios. Prestaban servicio tres o cuatro porteros. El joven se alegró mucho de no cruzarse con ninguno de ellos y se escabulló sin ser visto por la escalera de la derecha de un portal, una escalera oscura y estrecha, "negra". Él ya sabía que era así, había estudiado aquellos pormenores y le gustaban: en aquella oscuridad ni siquiera las miradas curiosas eran de temer. "Si ahora tengo tanto miedo, ¿qué ocurriría si la cosa fuera de verdad?", pensó, a pesar suyo, al llegar al cuarto piso. Unos mozos de cuerda, soldados licenciados, le cerraron allí el camino; sacaban muebles de un piso. El joven estaba enterado de que allí vivía con su familia un funcionario alemán. "Así pues, el alemán se va, por consiguiente, en la cuarta planta de esta escalera, en este rellano, no habrá durante cierto tiempo más piso ocupado que el de la vieja. Está bien, por si acaso..." Llamó a la puerta de enfrente. La campanilla sonó débilmente, como si fuese de hojalata y no de cobre. En los pequeños pisos de semejantes viviendas, las campanillas son casi siempre así. Había olvidado el timbre de la campanilla y su sonido especial le recordó algo, le hizo ver claramente...»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Augusto Vidad, pp. 5-9. ISBN: 84-7530-021-9.]

domingo, 1 de junio de 2025

Pequeñeces.- Luis Coloma (1851-1915)

 

 Libro primero
VII

 «Era el marqués de Butrón una de esas medianías que en los tiempos de escasas notabilidades pasan por eminencias, debiendo sólo su altura a la escasas proporciones de los hombres y cosas de su época. Hase dicho, sin embargo, que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y no se libraba el gran Robinsón de esta ley general de las ilustres celebridades. Consistía, pues, una de sus secretas flaquezas en teñirse cuidadosamente la barba, blanca ya por completo, para ponerla al nivel de su todavía abundante cabellera, que se conservaba negra como las alas del cuervo.
 Disponíase, pues, el respetable diplomático en aquella mañana del 26 de junio a esta operación importantísima, cuando le pasaron precipitadamente el recado de Currita. El peludo señor perdió por completo la cabeza, y temiéndolo todo de la bellaquería de la Condesa, que tenía él muy bien conocida, pidió a toda prisa un simón, y sin acordarse para nada de que su barba sin teñir iba a revelar el hasta entonces bien guardado secreto a las lenguas más hábiles en cortar sayos que encerraba la corte, corrió al palacio de aquella equívoca oveja que tanto le importaba conservar en el redil alfonsino. Los polizontes  que guardaban la puerta le dejaron pasar, según la consigna, mirándole con esa especie de receloso respeto que a las gentes bajas de un partido causan siempre los pájaros gordos del partido contrario.
 La noticia de su llegada causó sensación profundísima entre la turba de amigos y amigas que invadía el palacio, y todos, hasta los que en el comedor se hallaban, corrieron a su encuentro. Su presencia allí daba al suceso una importancia y un colorido que había muy bien calculado Currita al mandarle buscar con tanta urgencia. El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: "¡Hija mía!", y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.
 El coro general de damas comenzaba a emocionarse; pero acertó a reparar Gorito Sardona en la desteñida barba del diplomático, y apresuróse a comunicar el descubrimiento al oído de Carmen Tagle; echóse a reír ella, díjole a su vecina, ésta al que tenía al lado, y a poco una porción de solapadas risitas hacían fracasar por completo la parte patética del espectáculo.
 Butrón, sin embargo, no cayó en la cuenta y con el majestuoso continente que las circunstancias requerían, arrastró con suavidad a Currita al próximo gabinete. Sudaba como un pato y la camisa no le llegaba al cuerpo, temiendo alguna nueva trapisonda de la ilustre condesa que viniera a desacreditar sus manejos diplomáticos. Azorado, y en voz baja, y mirando a todas partes, como si temiese ver aparecer los polizontes que invadían el palacio, le dijo:
 -Pero, ¿qué es esto?... ¡Habla, hija mía!...
 Currita se dejó caer en un sofá, cubriéndose el rostro con un pañuelo.
 -¡Estoy perdida! -dijo.
 El respetable Butrón abrió la boca como si fuera a tragarse un queso entero.
 -¡Fernandito es un imbécil! -continuó Currita muy afligida.
 Butrón movió de arriba abajo la cabeza en señal de profundo asentimiento.
 -Le ha engañado Martínez... Me ha comprometido atrozmente... Es horrible, horrible... ¡Infame, Butrón, infame!
 -¡Habla bajo! -exclamaba el diplomático, sobresaltado-. Sosiégate, hija mía, sosiégate... y cuenta para todo conmigo... Para todo, ¿lo oyes?... para todo...
 Y con las dos peludas manos apretaba Robinsón, con efusión paternal, la mano de Currita.
 -Lo sé, Butrón, lo sé, y por eso acudí a usted al punto -dijo ella más sosegada-. ¡Pero es horrible, horrible!... ¡Figúrese usted que todo lo que decían de mi nombramiento de camarera es cierto!...
 -¿Cierto? -exclamó Butrón como si se le atragantase en el esófago el queso que antes parecía tragarse.
 -Fernandito le escribió al ministro solicitando para mí el cargo..., ¡sin decirme nada, Butrón!... ¡Sin contar conmigo!... ¡Vamos, si es horrible, horrible!... ¡Ay, qué marido!... Le aseguro a usted que si no fuera por mis hijos entablaba el divorcio...
 Aquí derramó Currita algunas lágrimas en aras del honrado Himeneo, cuya antorcha corría riesgo de apagarse y continuó muy bajito:
 -Por eso, como yo no sabía nada, dije antes de ayer en casa de Beatriz lo que creía, ¡claro está!, la verdad... Que el ministro vino a ofrecerme el cargo, y yo me había negado a aceptarlo muy ofendida, tomándolo por una majadería de esa gentuza... Figúrese usted mi sorpresa cuando ayer se me entra por las puertas ese animal de Martínez, tan ordinario, tan groserote, muy ofendido con mi negativa, gritando como un energúmeno que nadie jugaba con el Gobierno, y amenazándome con una carta de Fernandito, que iba a refregarme... ¡por los hocicos, Butrón, por los hocicos!...
Y aquí ahogó de nuevo el llanto la voz de Currita, prosiguiendo a poco entre sollozos:
 -¡Qué ultraje, Butrón, qué vergüenza!... ¡Creí morirme de sentimiento!... ¡Al padre de mis hijos debo esta ofensa!... Bien se lo he dicho mil veces: tu condescendencia con esa gentuza nos va a perder, Fernandito...
 -Pero, ¿viste tú esa carta? -exclamó Robinsón estupefacto.
 -¡La vi, Butrón, la he leído!... ¡Qué vergüenza!... ¡Creí morirme!... Decía el buey Apis que el ministro iba a publicarla en los periódicos si yo no aceptaba el cargo. ¡Lloré, supliqué, pidiéndosela en nombre de mi honra, en nombre de mis hijos!... Todo en vano; o aceptaba yo el cargo o la carta se publicaba... Entonces le ofrecí dinero, y mi hombre empezó a ablandarse... Me pidió cinco mil duros; luego, tres mil, ¡regateando, Butrón, regateando como un judío!... Por fin se cerró el trato en los tres mil y anoche, a la una, volvió a entregarme la carta y recibir el pago... Porque, claro está, yo no tenía dinero bastante, tampoco podía pedírselo a Fernandito y he tenido que empeñar una porción de joyas...
 Butrón escuchaba asombrado, tragándose, una a una, como un bolonio, toda aquella sarta de mentiras, diestramente entrelazadas con algunas escasas verdades, cruzó las manos con trágico ademán y exclamó con el aire de un Catón escandalizado:
 -¡Eso es nauseabundo!»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1987, en edición de Rubén Benítez, pp. 125-128. ISBN: 84-376-0047-2.]

domingo, 25 de mayo de 2025

Trópico de Cáncer.- Henry Miller (1891-1980)

 

  «En esa especie de semi-arrobamiento que te permite participar en un acontecimiento y, aun así, permanecer completamente aparte, el pequeño detalle que faltaba empezó oscura pero insistentemente a coagularse, a adquirir una forma caprichosa y cristalina, como la escarcha que se acumula en el cristal de la ventana. Y como esos dibujos de la escarcha que parecen tan extraños, tan totalmente libres y fantásticos pero que, aun así, están determinados por las más rígidas leyes, esa sensación que empezó a tomar forma en mi interior parecía obedecer también a leyes ineluctables. Todo mi ser respondía a los dictados de un ambiente que no había experimentado nunca; lo que podría llamar mi yo parecía contraerse, condensarse, escapar de los límites antiguos y habituales de la carne cuyo perímetro conocía sólo las modulaciones de las extremidades nerviosas.
 Y cuanto más sustancial, más sólido se volvía mi centro, más delicada y extravagante aparecía la realidad inmediata, palpable, de la que iba quedando separado. En la misma medida en que me volvía cada vez más metálico, la escena que se producía ante mis ojos iba adquiriendo mayor amplitud. La tensión era ya tan intensa que la introducción de una sola partícula extraña, aunque fuera una partícula microscópica, como digo, habría hecho añicos todo. Por una fracción de segundo quizá, experimenté esa claridad total que, según dicen, el epiléptico tiene el privilegio de conocer. En aquel momento perdí completamente la ilusión del tiempo y del espacio: el mundo desplegó su drama simultáneamente a lo largo de un meridiano sin eje. En aquella especie de eternidad pendiente de un hilo sentí que todo estaba justificado, supremamente justificado; sentí mis guerras interiores, que habían dejado esa pulpa y esos despojos; sentí los crímenes que bullían allí para surgir mañana en titulares sensacionales; sentí la miseria que estaba moliéndose a sí misma con almirez y mortero, la larga y triste miseria que se derrama gota a gota en pañuelos sucios. En el meridiano del tiempo no hay injusticia: sólo hay la poesía del movimiento que crea la ilusión de la verdad y del drama. Si en cualquier momento y en cualquier parte se encuentra uno cara a cara con lo absoluto, la gran simpatía que hace parecer divinos a hombres como Gautama y Jesús se enfría y se desvanece; lo monstruoso no es que los hombres hayan creado rosas a partir de este estercolero, sino que deseen rosas... Por una razón u otra, el hombre busca el milagro y para lograrlo es capaz de abrirse paso entre la sangre. Es capaz de corromperse con ideas, de reducirse a una sombra, si por un solo segundo de su vida puede cerrar los ojos ante la horrible fealdad de la realidad. Todo se soporta -ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen, ennui- gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro, que vuelva la vida tolerable. Y mientras tanto un contador está corriendo en su interior y no hay mano que pueda llegar hasta él para detenerlo. Mientras tanto alguien está comiendo el pan de la vida y bebiendo el vino, un sacerdote sucio y gordo como una cucaracha que se esconde en el sótano para zampárselo, mientras arriba, a la luz de la calle, una hostia fantasma toca los labios y la sangre está pálida como el agua. Y de ese tormento y miseria eternos no resulta ningún milagro, ni un vestigio microscópico de milagro. Sólo ideas, ideas pálidas, atenuadas, que hay que cebar mediante la matanza, ideas que brotan como bilis, como las tripas de un cerdo cuando lo abren en canal.
 Y, por eso, pienso en el milagro que sería que ese milagro que el hombre espera eternamente resultara no ser sino esos dos enormes chorizos que el fiel discípulo soltó en el bidet. ¿Y si en el último momento, cuando la mesa del banquete esté puesta y resuenen los címbalos, apareciera de repente, y sin aviso alguno, una fuente de plata en la que hasta los ciegos pudiesen ver que no hay ni más ni menos que dos enormes chorizos de mierda? Creo que eso sería más milagroso que cualquier cosa que el hombre haya esperado. Sería milagroso porque no se habría soñado. Sería más milagroso que hasta el sueño más descabellado porque cualquiera podría imaginar esa posibilidad, pero nadie lo ha hecho nunca, y probablemente nadie lo hará jamás.
 En cierto modo la comprensión de que no había nada que esperar tuvo un efecto saludable para mí. Durante semanas y meses, durante años, durante toda mi vida, de hecho, había estado esperando que algo ocurriera, algún acontecimiento intrínseco que transformase mi vida, y en aquel momento, inspirado por la desesperanza de todo, sentí como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Al amanecer me separé del joven hindú, después de haberle sacado unos francos, los suficientes para pagar una habitación. Mientras caminaba hacia Montparnasse, decidí dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino, como quiera que se presentase. Nada de lo que me había ocurrido hasta entonces había bastado para destruirme; nada había quedado destruido, salvo mis ilusiones. Personalmente estaba intacto. El mundo estaba intacto. Mañana podría haber una revolución, una peste, un terremoto; mañana podría no quedar ni un alma a la que recurrir en busca de compasión, de ayuda, de fe. Me parecía que la gran calamidad ya se había manifestado, que no podía estar más auténticamente solo que en aquel preciso momento. Tomé la determinación de no aferrarme a nada, de no esperar nada, de vivir en adelante como un animal, como un depredador, un pirata, un saqueador. Aun cuando se declarara la guerra, y me tocase ir, agarraría la bayoneta y la hundiría, la hundiría hasta el puño. Y si la orden del día era violar, en ese caso violaría y con furia. En aquel preciso momento, en el tranquilo amanecer de un nuevo día, ¿acaso no estaba la tierra aturdida por el crimen y la miseria? ¿Acaso había resultado transformado un solo elemento de la naturaleza, transformado vital, fundamentalmente, por la marcha incesante de la historia? Pura y simplemente, el hombre se ha visto traicionado por lo que llama la parte mejor de su naturaleza. En los límites extremos de su ser espiritual el hombre se ha vuelto a encontrar desnudo como un salvaje. Cuando encuentra a Dios, por decirlo así, ha quedado despojado: es un esqueleto. Hay que excavar de nuevo en la vida para echar carne. El verbo ha de hacerse carne; el alma está sedienta. Me abalanzaré sobre cualquier migaja en que clave los ojos y la devoraré. Si vivir es  lo supremo, entonces viviré, aun cuando deba volverme un caníbal.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Seix Barral, 1983, en traducción de Carlos Manzano, pp. 93-96. ISBN: 84-322-2182-1.]

domingo, 18 de mayo de 2025

En el camino.- Jack Kerouac (1922-1969)

 

Cuarta parte
2

 «A medianoche [...] cogí el autobús para Washington; perdí algún tiempo callejeando por allí; me salí del camino trazado para ver el Blue Ridge, oír el pájaro de Shenandoah y visitar la tumba de Stonewall Jackson; al anochecer escupí en el río Kanawha y anduve por la noche hillbilly de Charleston, al oeste de Virginia; a medianoche Ashland, Kentucky y una chica solitaria bajo la marquesina de un teatro cerrado. El oscuro y misterioso Ohio, y Cincinnati al amanecer. Después los campos de Indiana de nuevo, y por la tarde San Luis como siempre bajo las grandes nubes del valle. Los adoquines cubiertos de barro y los troncos de Montana, los barcos fluviales destrozados, los antiguos letreros, la yerba y las maromas junto al río. El poema interminable, Missouri por la noche, y los campos de Kansas, las vacas nocturnas de Kansas en los secretos desiertos, pueblos de cartón con un mar al final de cada calle; amanecer en Abilene. [...]
 Henry Grass viajaba conmigo en el autobús. Se había montado en Terre Haute, Indiana, y ahora me decía:
 -Ya te he dicho que aborrezco este traje que llevo, es asqueroso... pero eso no es todo -me enseñó unos papeles. Acababan de soltarle de la prisión federal de Terre Haute; lo habían encerrado por robar coches y venderlos después en Cincinnati. Era un chaval de unos veinte años y pelo ondulado-. Nada más llegar a Denver venderé el traje y me conseguiré unos pantalones vaqueros. ¿Sabes lo que me hicieron en esa cárcel? Aislamiento en celdas de castigo con sólo una Biblia; como el suelo era de piedra me sentaba encima de ella; cuando vieron lo que hacía me quitaron la Biblia y me trajeron otra de bolsillo pequeñísima. No podía sentarme encima y me la leí entera y el Nuevo Testamento también. ¡Je, je! -me dio un codazo mientras seguía chupando un caramelo. Comía caramelos sin parar porque en la cárcel le habían destrozado el estómago y sólo podía soportar eso-. ¿Sabes que en la Biblia hay cosas muy interesantes? Mucha jodienda y todo eso -me explicó lo que quería decir "andar publicándose"-. El que está a punto de salir de la cárcel y empieza a hablar de ello "anda publicándose" a los otros presos que tienen que quedarse todavía. Lo cogemos por el cuello y le decimos: "¡No andes publicándote conmigo!" Mal asunto ese de andar publicándose... ¿me entiendes?
 -Nunca andaré publicándome, Henry.
 -Si alguien anda publicándose conmigo, se me hinchan las narices, me cabreo y estoy dispuesto a cargármelo. ¿Sabes por qué me he pasado la vida en la cárcel? Porque perdí la cabeza a los trece años. Estaba en el cine con otro chaval y se metió con mi madre (ya sabes lo que quiero decir), y entonces cogí la navaja y le pegué un tajo en todo el cuello y lo habría matado si no me sacan de allí. El juez dijo: "¿Sabías lo que hacías cuando atacaste a tu amigo?" "Sí, señor juez, lo sabía, quería matar a ese hijoputa y sigo queriendo." Así que no me dieron la condicional y me metieron en un reformatorio. Me salieron almorranas de tanto sentarme en el suelo de las celdas de castigo. No vayas nunca a una prisión federal, son las peores. Mierda, hace tanto que no hablo con nadie que podría pasarme la noche entera hablando. No sabes lo bien que se siente uno fuera. Ya estabas en el autobús cuando subí yo... allí en Terre Haute... ¿En qué estabas pensando?
  -En nada, simplemente viajaba.
 -Pues yo, yo estaba cantando. Me senté a tu lado porque tenía miedo de sentarme junto a una chica, podía volverme loco y empezar a meterle mano. Tendré que esperar un poco.
 -Si te detienen otra vez te meterán cadena perpetua. Vale más que te tomes las cosas con calma.
 -Eso trataré de hacer. Lo malo es que cuando se me hinchan las narices no sé ni lo que hago.
 Iba a vivir con su hermano y su cuñada; le habían buscado trabajo en Colorado. El billete se lo habían dado al salir de la cárcel; estaba en libertad condicional. Era un chaval como Dean a su edad; la sangre le hervía en las venas y no conseguía dominarla; se le hinchaban las narices, como él decía; pero carecía de la santidad natural de Dean para librarse de un destino entre rejas.
 -Sé mi tronco, Sal, y evita que se me hinchen las narices en Denver, ¿lo harás? Tal vez consiga llegar sano y salvo a casa de mi hermano.
 Cuando llegamos a Denver lo cogí del brazo y lo llevé a la calle Larimer a vender el traje de la cárcel. El viejo judío se dio cuenta inmediatamente de lo que era.
 -No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.
 Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera. Llamé a Tim Gray. Ya era por la tarde.
 -¿Eres tú? -soltó Tim Gray-. Voy ahora mismo.
 Diez minutos después entraba en el bar con Stan Shephard. Ambos habían hecho un viaje a Francia y estaban totalmente decepcionados con su vida en Denver. Les gustó Henry le invitaron a cerveza. Henry empezó a gastar el dinero que le habían dado al salir de la cárcel. Me encontraba de nuevo en la suave y oscura noche de Denver con sus sagradas callejas y sus casas locas. Fuimos a todos los bares de la ciudad, a los paradores de West Colfax, a los bares de negros de Five Points, ¡la hostia!
 Stan Sherpard llevaba años esperando conocerme y ahora estábamos juntos por primera vez frente a la aventura.
 -Sal, desde que he vuelto de Francia no tengo ni la más remota idea de qué hacer conmigo mismo. ¿Es cierto que te vas a México? Coño, ¿no podría ir contigo? Puedo conseguir cien dólares y una vez allí me matricularé en la universidad con mi paga de veterano de guerra.
 Muy bien, estaba de acuerdo, Stan vendría conmigo. Era un tipo de Denver, ágil, tímido, desgreñado, con sonrisa patibularia y movimientos lentos y fáciles a lo Gary Cooper.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1983, en traducción de Martín Lendínez, pp. 334-337. ISBN: 84-02-07680-7.]

domingo, 11 de mayo de 2025

Pedagogía.- Immanuel Kant (1724-1804)


 Introducción

«Por la educación, el hombre ha de ser, pues:
 a) Disciplinado. Disciplinar es tratar de impedir que la animalidad se extienda a la humanidad, tanto en el hombre individual como en el hombre social. Así pues, la disciplina es meramente la sumisión de la barbarie.
 b) Cultivado. La cultura comprende la instrucción y la enseñanza. Proporciona la habilidad, que es la posesión de una facultad por la cual se alcanzan todos los fines propuestos. Por tanto, no determina ningún fin, sino que lo deja a merced de las circunstancias.
 Algunas habilidades son buenas en todos los casos, por ejemplo, el leer y escribir; otras no lo son más que para algunos fines, por ejemplo, la música. La habilidad es, en cierto modo, infinita por la multitud de los fines.
 c) Es preciso atender a que el hombre sea también prudente, a que se adapte a la sociedad humana para que sea querido y tenga influencia. Aquí corresponde una especie de enseñanza que se llama la civilidad. Exige ésta buenas maneras, amabilidad y una cierta prudencia, mediante las cuales pueda servirse de todos los hombres para sus fines. Se rige por el gusto variable de cada época. Así, agradaban aún hace pocos años las ceremonias en el trato social.
 d) Hay que atender a la moralización. El hombre no sólo debe ser hábil para todos los fines, sino que ha de tener también un criterio con arreglo al cual sólo escoja los buenos. Estos buenos fines son los que necesariamente aprueba cada uno y que al mismo tiempo pueden ser fines para todos.
  Al hombre se le puede adiestrar, amaestrar, instruir mecánicamente o realmente ilustrarle. Se adiestra a los caballos, a los perros, y también se puede adiestrar a los hombres.
 Sin embargo, no basta con el adiestramiento; lo que importa, sobre todo, es que el niño aprenda a pensar. Que obra por principios, de los cuales se origina toda acción. Se ve, pues, lo mucho que se necesita hacer en una verdadera educación. Habitualmente, se cultiva poco aún la moralización en la educación privada; se educa al niño en lo que se cree sustancial y se abandona aquélla al predicador. Pues qué, ¡no es de una inmensa importancia enseñar a los niños a aborrecer el vicio, no sólo fundándolo en que lo ha prohibido Dios, sino en que es aborrecible por sí mismo! De otro modo, les es fácil pensar que podrían muy bien frecuentarlo, y que les sería permitido, si Dios no lo hubiese prohibido; que, en todo caso, bien puede Dios hacer alguna excepción en su provecho. Dios, que es el ser más santo y que sólo ama lo que es bueno, quiere que practiquemos la virtud por su valor intrínseco y no porque él lo desee.
 Vivimos en un tiempo de disciplina, cultura y civilidad; pero aún no, en el de la moralización. Se puede decir, en el estado presente del hombre, que la felicidad de los Estados crece al mismo tiempo que la desdicha de las gentes. Y es todavía un problema a resolver, si no seríamos más felices en el estado bárbaro, en que no existe la cultura actual, que en nuestro estado presente. Pues, ¿cómo se puede hacer felices a los hombres, si no se les hace morales y prudentes? La cantidad del mal  no disminuirá, si no se hace así.
 Hay que establecer escuelas experimentales, antes de que se puedan fundar escuelas normales. La educación y la instrucción no han de ser meramente mecánicas, sino descansar sobre principios. Ni tampoco sólo razonadas, sino, en cierto modo, formar un mecanismo. En Austria, casi no hay más que escuelas normales establecidas conforme a un plan, en contra del cual se dice mucho, y con razón, reprochándosele especialmente el ser un mecanismo ciego. Las otras escuelas tenían que regirse por ellas, y hasta se rehusaba colocar a la gente que no hubiera estado allí. Muestran semejantes prescripciones lo mucho que el gobierno se inmiscuía en estos asuntos; haciendo imposible con tal coacción que prosperase nada bueno.
 Se cree comúnmente que los experimentos no son necesarios en la educación, y que sólo por la razón se puede ya juzgar si una cosa será o no buena. Pero aquí se padece una gran equivocación, y la experiencia enseña, que de nuestros ensayos se han obtenido, con frecuencia, efectos completamente contrarios a los que se esperaban. Se ve, pues, que naciendo de los experimentos, ninguna generación puede presentar un plan de educación completo. La única escuela experimental que, en cierto modo, ha comenzado a abrir el camino, ha sido el Instituto de Dessau. Se le ha de conocer esta gloria, a pesar de las muchas faltas que pudieran achacársele; faltas que, por otra parte, se encuentran en todos los sitios donde se hacen ensayos; y a él se le deba asimismo que todavía se hagan otros nuevos. Era, en cierto modo, la única escuela en que los profesores tenían la libertad de trabajar conforme a sus propios métodos y planes, y donde estaban en relación, tanto entre sí, como con todos los sabios de Alemania.
  La educación comprende: los cuidados y la formación. Ésta es: a) negativa, o sea la disciplina que meramente impide las faltas; b) positiva, o sea la instrucción y la dirección; perteneciendo en esto a la cultura. La dirección es la guía en la práctica de lo que se ha aprendido. De ahí nace la diferencia entre el instructor (Informator), que es simplemente un profesor, y el ayo (Hofmeister), que es un director. Aquél educa sólo para la escuela; éste, para la vida.
 La primera época del alumno es aquella en que ha de mostrar sumisión y obediencia pasiva; la otra, es aquélla en que ya se le deja hacer uso de su reflexión y de su libertad, pero sometidas a leyes. En la primera hay una coacción mecánica; en la segunda, una coacción moral.
 La educación puede ser privada o pública. La última no se refiere más que a la instrucción, y ésta puede permanecer siendo pública siempre. Se deja a la primera la práctica de los preceptos. Una educación pública completa es aquella que reúne la instrucción y la formación moral. Tiene por fin promover una buena educación privada. La escuela en que se hace esto se llama un instituto de educación. No puede haber muchos institutos de esta clase; ni puede ser muy grande tampoco el número de sus alumnos, porque son muy costosos; su mera instalación exige ya mucho dinero. Estos institutos vienen a ser como los asilos y hospitales. Los edificios que requieren y el sueldo de los directores, inspectores y criados restan ya la mitad del dinero destinado a este fin; y está probado que los pobres estarían mucho mejor cuidados enviándoles este dinero a sus casas. También es difícil que la gente rica mande sus hijos a estos centros.
 El fin de tales institutos públicos es el perfeccionamiento de la educación doméstica.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Akal, 2003, en traducción de Lorenzo Luzuriaga y José Luis Pascual, pp. 38-41. ISBN: 84-460-2086-6.]
 

domingo, 4 de mayo de 2025

Si esto es una mujer.- Noemí Trujillo (1976) y Lorenzo Silva (1966)

 

6.- Mamen

 «-Por otra parte, creo que debo contártelo, ayer vino a verme Guadalupe. Me contó la investigación que tenemos ahora mismo entre manos en el grupo. Una investigación en punto muerto y en la que se siente abandonada por los jefes y hasta por el juez.
 -Un homicidio, deduzco.
 -Es a lo que nos dedicamos. Las bodas, comuniones y bautizos las llevan en otro negociado.
 -Cuéntame algo del caso. -Ignoró mi ironía-. Si quieres.
 -Una mujer negra, descuartizada y arrojada al contenedor de la basura. Recuperaron los trozos de su cuerpo de dos vertederos distintos. Ni siquiera se sabe quién es, nadie la ha reclamado ni se ha denunciado su desaparición, que nos conste. Creen que podía ser una prostituta sin papeles, un cadáver que a nadie importa.
 -Salvo a Guadalupe. Y a ti.
 -Más a Guadalupe que a mí, para serte sincera. A fin de cuentas, yo desciendo de esos homo sapiens renegados que cruzaron a Europa hace milenios y se olvidaron de su origen africano. 
 -¿Por qué te empeñas en ser una cínica?
 -¿Me empeño?
 -Parece costarte reconocer que la historia te ha dejado tocada.
 -Claro que me ha tocado, no tengo una piedra bajo las tetas.
 Mamen torció el gesto. No aprobaba mi lenguaje descarnado.
 -¿Por qué quieres disimularlo entonces?
 -No lo disimulo, te lo estoy reconociendo. Lo que no quiero es engañarte ni generar una falsa impresión sobre las razones por las que vengo a decirte que quiero reincorporarme. No siento una necesidad especial de hacerle justicia a esa desgraciada, en particular, ni siquiera de ser algo así como la campeona, en abstracto, de todos los desgraciados del mundo. Hace tiempo que sé que hay muchos más de los que puedo proteger o confortar, y que siempre los va a seguir habiendo, aunque yo viva mil vidas y en todas ellas no deje de hacer lo que me han enseñado a hacer en ésta. Se trata de otra cosa.
 -De qué.
 -De que ayer, cuando la buena de Guadalupe me empezó a contar las dificultades del caso, se activaron inmediatamente todas las antenas que llevaban meses dormidas. Que cuando vi las fotos de esa pobre chica de piel oscura, de sus trozos tirados en la basura y en una mesa de autopsias, aparte del escalofrío que pueda sentir una persona normal, me sacudió algo diferente, algo que es sólo mío y de los que son como yo: la necesidad de ponerle nombre a esos pedazos de persona, de ponerle nombre al hijo de puta o los hijos de puta que la trataron como si sólo fuera un trozo de carne, de ponerle nombre también a lo que le hicieron, para que unos tipos o tipas con toga a los que no conozco y a lo peor tampoco entiendo, ni me caen bien, les hagan comerse con patatas todas las cosas feas que la ley le adjudica a quien se permite hacerle a un semejante algo así.
 Mamen me miró con una especie de fascinación.
 -Me dejas sin habla, sinceramente -murmuró.
 -¿Has leído a Procopio de Cesarea?
 -¿A quién?
 -Procopio. De Cesarea. Siglo VI.
  -Ni idea. ¿Quién era?
 -Palestino por nacimiento, en una ciudad que hoy es una ruina en Israel, funcionario del Imperio bizantino, escribía en griego y vio de primera mano buena parte de las atrocidades de su tiempo. Ha sido una de mis lecturas de estos meses. Una de las más instructivas de mi vida. He subrayado cientos de frases. Hay una que viene muy a propósito. Como tenía tiempo, aparte de subrayarlas me he aprendido unas cuantas. Creo que ésta la recuerdo literal.
 -Estoy deseando escucharla.
 -"Es la infamia de los nombres, y no la de los hechos en sí, de la que suelen avergonzarse los seres humanos casi siempre".
 La sopesó en silencio. E hizo algo más que eso: se la repitió, mentalmente, mientras la anotaba a toda prisa en su libreta.
 -Muy interesante. Me la guardo. ¿Siglo VI, dices?
 -Procopio había leído a todos los clásicos griegos. Por eso escribía como ellos. En los griegos está ya todo. Luego vinieron Freud y todos esos amigos tuyos a hacer como que inventaban algo.
 -Yo no soy muy seguidora de Freud. Lo mío es el rollo cognitivo-conductual, en realidad vengo a hacer lo contrario que él.
 -Bueno, en todo caso. Lo que quiero decirte es que yo he aprendido a hacer que la vergüenza de la que huyen los hombres, la vergüenza que viene de los nombres de la infamia, caiga sobre ellos. Que ese es mi lugar en el mundo y que siento que ha llegado el momento de volver a ocuparlo. Medio año lamiéndome las heridas ya es penitencia y humillación suficiente por lo que hice.
 El teléfono de Mamen brilló en el bolsillo de su bata.
 -Vete, anda -dijo-. Voy a darte el alta, pero si necesitas algo vienes a verme, ¿estamos? Intenta no meterte en líos, cuenta hasta diez antes de sacar la pistola y mantén la calma. Ya te ha pasado varias veces, Manuela, no puedes ir por ahí sacando la artillería como Harry el Sucio, hay que seguir las reglas del juego. En veinte años aquí he visto de todo, querida, pero eran otros tiempos. Ahora no puedes darles collejas a lo novatos ni encañonar a quien te hace la puñeta. Tienes que guardar las formas, por tu propio bien.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2019, pp. 71-74. ISBN: 978-84-233-5572-3.]

domingo, 27 de abril de 2025

Nieve de primavera.- José Luis Trisán (1949)

     

III.- La memoria  

«Inventaste la muerte con tu ausencia,
y le diste tu nombre, el de María,
y le fuiste añadiendo, cada día, 
espesor, plenitud y consistencia.

Toda te desviviste en la querencia
de dar vida a la muerte. La nutría
tu derramado ser. Te devolvía
la criatura una bruma que silencia.

La muerte es ahora tú, y tú eres ella.
No puedo hablar contigo. Me responde
con tu voz otro ser. Tras de su huella

sigo un camino oscuro y desolado
que conduce al silencio en que se esconde
la respuesta a un oído a ti sellado.


***
 
Se te rinde la muerte, convencida
de que debe tenerte por modelo.
Los gestos, el hablar, la ropa, el pelo
te usurpa en juventud recién nacida.

Nocturna es la parodia de la vida,
nocturna vives otra en el subsuelo
donde falsa es la luna y falso el cielo,
y tú -la realidad- estás dormida.

Sólo la juventud imitadora,
temiendo que el modelo se despierte,
lo nubla en negación, porque lo adora.

Te impone lo imposible de un espejo
fundar la adolescencia de la muerte;
pero nunca has de verte en el reflejo.
[...]

IV.-Tus vacíos

Todo lo que supiste has olvidado.
No sabes ni quién eres ni quién fuiste.
Careces de motivos de estar triste.
Careces aun de ti. Te has refugiado

en donde no más tú, desdibujado
rectángulo de niebla que no existe.
Ni siquiera descansas: te aboliste.
Sólo descansa un yo si está habitado.

Despojos de memoria te sustento,
facciones, ademanes, forma, acento,
aunque ni en mi retrato puedas verte.

Soy tu fantasma, el yo soy que te puebla
de tristeza la mínima tiniebla.
Es tuya esa tristeza. Soy tu muerte.

***
 
Te fuiste de la vida tan temprano
que el tiempo no admitió la despedida
y ocupó tu lugar, vivió tu vida,
prolongó primavera y fue verano.

 Cosechas dio de ti, pero qué en vano,
la ficción natural inadvertida;
madurez te aportó, fruta venida
con grávida dulzura hasta la mano.

Y luego, la vejez. El tiempo duda,
tras su sombra camina vacilante,
mientras que sin saberlo se desnuda.

Morías, otra vez, en cada hoja
desprendida de ti, de tu imitante,
que no tiene una mano que lo acoja.
[...]

***

 El lápiz de carmín que, inacabado,
matizarte los labios aún espera,
no sabe que te has ido, que estás fuera,
que no puedes usarlo al otro lado.

Inútil vocación de enamorado
espesamente en sueños exagera
su deslizársete, de tal manera,
que pareces pintada demasiado.

Ausente de tus labios, fuiste a un viaje
sin retorno posible, a lejanía
en donde no se usa maquillaje.

Se acabará el carmín, formas extintas
pintando, pues las sueña, en demasía,
e ignorando que tú ya no te pintas.»


 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones La Palma, 1993, pp. 42-43, 58-59 y 63. ISBN: 84-87417-34-5.]

domingo, 20 de abril de 2025

La novela italiana de la posguerra.- Giorgio Pullini (1928)

 

5.- El testimonio de la guerra

 «En el clima de la inmediata posguerra se difundió una literatura memorialista y documental sobre las dramáticas experiencias que acababan de terminar, cuyo interés, más allá de sus autores y del desarrollo de su personalidad, depende de la condición social y política general, de la atmósfera crítica en la que brotó esta muchedumbre de testimonios.
 En las páginas anteriores hemos intentado ver cómo, entre 1940 y 1945,  y a través de las diversas vocaciones de Pavese, Vittorini, Moravia y Pratolini, quedaron depositados los gérmenes de una narrativa comprometida; y en alguno de ellos hemos visto ya cómo su obra evolucionaba desde la posguerra hasta nuestros días, constituyendo puntos fijos de referencia para la cultura italiana de los últimos veinte años (y veremos, en efecto, cuánto debe la novela política a Pratolini, cuánto la de costumbres sociales a Moravia, la comprometida políticamente a Vittorini y la de crisis individualista a Pavese). Pero en la inmediata posguerra se produjo un fenómeno literario, el de los "testimonios" directos, que localmente se aisló de los desarrollos de la tradición precedente y formó un "grupo", por sí mismo, que acudía a beber simplemente en la realidad de la común experiencia, muchas veces fuera de ambiciones expresivas y propósitos artísticos.
 El trastorno de la guerra impuso a la conciencia y a la memoria de sus protagonistas individuales la urgencia de fijar en un documento narrativo las fases de su propia "aventura", y cada uno sintió la necesidad de cerrar la experiencia salvando su recuerdo como si fuera el del hecho más excepcional de su vida y también para dramática advertencia dirigida al mundo responsable. Por eso germinaron muchas obras de escritores antes desconocidos y poco después desaparecidos; y también de intelectuales dedicados habitualmente a otras actividades de pensamiento; y otras de escritores de oficio, aunque aisladas en el conjunto de su obra por su tono y violencia totalmente particulares. En aquellos años se habló mucho del nacimiento de una nueva literatura en el clima de la libertad política y de la renovación social; pero si somos escrupulosos observaremos que, en realidad, esta nueva literatura de testimonio nació más del clima renovador de la guerra como hecho mortífero y anormal que de una orientación política propiamente dicha, y que la nueva literatura, si acaso, se desarrolló después en la novela política y de costumbres propiamente dicha, gracias a la renovación realizada por los "grandes" ya estudiados (Pavese, Vittorini, Moravia y Pratolini), desde 1940 e incluso antes y, sobre todo, al nuevo "aliento de realidad" introducido por los testimonios de la guerra. Por lo que, terminado el juego, se puede afirmar que el fenómeno de la guerra, con todas sus violencias, sus luchas intestinas, sus dramas de dolor y de  muerte, constituye siempre (y ha constituido también y mucho más en este caso) un giro de la historia no sólo política, sino cultural y de costumbres, y produce casi fatalmente una exigencia de verdad y de lo concreto que puede incluso prescindir del clima político como hecho ideológico; y que sólo después este clima consigue influir en las costumbres, conservando y potenciando aquella mitología de valores que la guerra, al atacarlos, ha conseguido volver a consagrar: como la vida humana, el respeto a los semejantes, la solidaridad social, el derecho al bienestar.
 En Italia, la gran mayoría de las obras aparecidas sobre la guerra obedecieron, en efecto, a una exigencia personal de confesión, antes que al propósito de hacer una obra de arte o de profesión política; y alcanzaron fuerza expresiva e importancia de documento colectivo cuando sus autores bebieron directamente en la fuente de sus propios sentimientos y encontraron eco en las experiencias y en las conciencias de todos. En la mayor parte de los casos, el armazón ideológico está sobrentendido, porque cada uno absolutiza su experiencia, prescinde instintivamente de la diversa perspectiva posible de los demás y presenta así los hechos bajo una luz única y sin segundas intenciones. La página-documento aflora con el proceso elemental de los hechos naturales e ignora otras armas dialécticas e ideológicas que no sean aquellas manchadas por la sangre, el hambre, el miedo y el peligro. Para los partisanos, los nazifascistas son el límite extremo del odio y de la crueldad y llevan a cabo en contra de ellos una lucha cerrada, a muerte, silenciando sus razones políticas y morales y esencializando al extremo el impulso de sus acciones; para los fascistas, el término extremo del mal son los partisanos y no existe en ellos polémica alguna llevada a cabo con los instrumentos de la razón, más allá del instinto de defensa y de la oportunidad de la ofensa.
 Los únicos intermedios que apaciguan la violencia de la acción y llevan a los autores a una problemática más rica y tranquila, los produce el rechazo de la guerra en sí misma o, por lo menos, de sus excesos: la indignación ante el ultraje a la persona humana en sus derechos a la salud y la felicidad; pero se trata de intermedios que prescinden también de una ideología y más bien se apoyan en un sentimiento lírico de la vida como valor trascendental y sagrado. A nosotros nos parece que tanto una como otra de estas características de la narrativa-documento han sido importantes para la renovación de nuestra literatura: la primera por la ágil firmeza, carente de adornos, concreta, que el rechazo de las argumentaciones ideológicas ha dado a nuestra prosa, remozándola al prescindir de aquellas formas literarias de las que ya Vittorini había intentado liberarla; la segunda por el calor de humanidad violada que la distancia de la crónica, sacando nuevamente a la luz la temática de la "persona" que ya Vittorini había mitificado en sus alegorías narrativas. También nos parece que son importantes como síntomas de una situación moral en Italia y, por tanto, por la influencia que han ejercido sobre los autores de los años siguientes, más que por sus valores artísticos absolutos.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Guadarrama, 1969, en traducción de José Miguel Velloso, pp. 176-179. Depósito legal: M. 24.902-1969.]
 

domingo, 13 de abril de 2025

Utopía.- Tomás Moro (1478-1535)


 Libro I

 «[...] cuyo rey, el primer día que llega al poder, es obligado bajo juramento, a la vez que se ofrecen grandes sacrificios, a no tener jamás en su tesoro más allá de mil libras de oro a un tiempo o la plata que equivale al valor de ese oro. Dicen que esta ley fue implantada, a modo de traba contra una acumulación tan grande de dinero que provocase su escasez entre el pueblo, por un rey sumamente bueno a quien preocupaba más el bienestar de la patria que sus riquezas personales. Comprendía, en efecto, que eso tesoro le bastaría al rey caso de que hubiera de combatir contra insurrectos, y al reino caso de que hubiera de hacerlo contra las incursiones de los enemigos. Por otra parte, era lo bastante exiguo como para no inspirar el deseo de apoderarse de lo ajeno, lo que fue el motivo principalísimo de la ley; el motivo inmediato fue que de esta manera -pensó- se proveía para que no faltara la moneda que se utiliza en las transacciones cotidianas de los ciudadanos. Y como al rey le era preciso distribuir todo lo de su tesoro que superara la cota legítima, juzgó que no andaría buscando ocasiones de agraviar. Tal rey infundiría temor a los malos y sería amado de los buenos.
 Si les largara, pues, estas y otras cosas parecidas a hombres fuertemente inclinados en contrario, ¿a qué tipo de sordos estaría yo contando esta fábula?
 -A sordísimos, sin duda -le dije-. Y, a fe, que no me extraña. A decir verdad, tampoco me parece que se haya de largar tales discursos ni dar tales consejos cuando estás seguro de que no serán recibidos jamás. ¿Pues qué puede aprovechar o cómo puede penetrar un discurso tan desusado en su pecho si una convicción diametralmente diferente se ha apoderado ya de sus ánimos y se asienta en ellos? En una conversación familiar entre amigos entrañables esta filosofía escolástica no es insuave. Mas en los consejos de los príncipes, donde se tratan grandes cosas con grande autoridad, no hay lugar para estas cosas.
 -Esto es lo que yo decía de que al lado de los príncipes no hay lugar para la filosofía.
 -Desde luego es verdad -dije yo-, aunque no para esta filosofía escolástica, que piensa que cualquier cosa pega bien dondequiera. Pero hay otra filosofía más política, que conoce su campo, y, acomodándose a él, se reserva puntualmente y con decoro un papel en la fábula que traemos entre manos. De ésta te has de servir. De otra suerte, es como si representándose una comedia de Plauto, al tiempo que unos esclavos intercambian entre sí simplezas, apareces tú en el escenario con continente filosófico y te pones a recitar el pasaje de Octavia en que Séneca disputa con Nerón. ¿No te hubiera sido mejor estar de muda en lugar de armar semejante tragicomedia por recitar lo que no viene a cuento? Pues de igual manera echarías a perder y torcerías la presente fábula si mezclas cosas diversas, aun cuando lo que tú aportas fuera más excelente. Cualquiera sea la fábula que tienes en mano, represéntala lo mejor que puedas y no vengas a estropearla entera porque te venga a la mente otra distinta más ingeniosa. Así ocurre en la República, así en las consultas de lo príncipes. Si no se pueden arrancar de raíz las malas opiniones, si no puedes poner remedio a los vicios recibidos por tradición tan allá como tú quisieras, no por eso, sin embargo, se ha de dar de mano a la República, como tampoco en caso de tempestad se debe abandonar la nave porque no puedes calmar los vientos. Pero no hay que endosar un discurso peregrino y desusado, que te consta no tendrá afecto en quienes están persuadidos de otra cosa, antes hay que intentar un camino oblicuo y te has de forzar lo más que puedas por llegar a tratarlo todo pertinentemente, y conseguir que lo que no puedes tornar en bueno resulte lo manos malo posible. Pues no puede todo andar bien si no son todos buenos, lo que aun no espero vaya a ocurrir de aquí a algunos años.
 -Por este método -dijo- lo único que ocurrirá es que mientras trato de curar la locura de los otros me vuelva yo tan loco como ellos. Pues si quiero decir la verdad tendré que decir cosas como las que tengo referidas. Por lo demás, decir falsedades no sé si cuadra a un filósofo, pero, desde luego, no a mí. 
Aunque comprendo que el discurso ese mío pudiera quizá serles desagradable y molesto, no veo empero por qué haya de parecerles desusado hasta la necedad. Porque si dijera lo que Platón se inventa en su República o lo que los utopienses hacen en la suya, aunque sea (que lo es ciertamente) mejor, puede parecer extraño no obstante, ya que, mientras aquí las posesiones de cada uno son privadas, allí son todas las cosas comunes. Mas mi exposición, fuera de que a los que se han propuesto abalanzarse de cabeza por otro camino no puede caerles divertido quien les recuerda y señala los peligros, ¿qué contenía de raro que no convenga o no se deba decir dondequiera? Por cierto que si hubiera de omitirse por desusado y absurdo cuanto han hecho aparecer extraño las perversas costumbres de los hombres, es preciso que entre nosotros, los cristianos, disimulemos casi todo lo que Cristo nos enseñó; y disimularlo lo prohibió a tal punto que incluso lo que él susurrase a los suyos al oído mandó predicarlo públicamente desde los tejados (1), estando la mayor parte de ello muchísimo más lejos de nuestras costumbres que lo estuvo mi discurso. Claro que los predicadores, hombres astutos ellos, tengo la impresión de que han seguido tu consejo cuando, viendo que los hombres consentían a duras penas en adaptar sus costumbres a la norma de Cristo, acomodaron su doctrina, como una plomada, a sus costumbres, para que al menos de alguna suerte se ajustaran. No veo en absoluto qué ganancia hayan tenido con esto, como no sea que se pueda ser malos o mejor recaudo y que a este fin precisamente venga a ser yo provechoso en los consejos de los príncipes. Pues u opino diferente, lo que es tanto como no opinar nada, o lo mismo, y soy el apoyo de su locura, como dice Mición (2) el de Terencio (3).»

 (1) Mat. 10, 27.
 (2) Los Adelfos, I, 2, 145-147.
 (3) República, 6, 496 d.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Altaya, 1997, en traducción de Emilio García Estébanez, pp. 38-41. ISBN: 84-487-0137-2.] 

domingo, 6 de abril de 2025

La deshumanización del arte.- José Ortega y Gasset (1883-1955)

 

Impopularidad del arte nuevo

 «Entre las muchas ideas geniales, aunque mal desarrolladas, del genial francés Guyau, hay que contar su intento de estudiar el arte desde el punto de vista sociológico. Al pronto le ocurriría a uno pensar que parejo tema es estéril. Tomar el arte por el lado de sus efectos sociales se parece mucho a tomar el rábano por las hojas o estudiar el hombre por su sombra. Los efectos sociales del arte son, a primera vista, cosa tan extrínseca, tan remota de la esencia artística, que no se ve bien cómo, partiendo de ellos, se puede penetrar en la intimidad de los estilos. Guyau, ciertamente, no extrajo de su genial intento el mejor jugo. La brevedad de su vida y aquella su trágica prisa hacia la muerte impidieron que serenase sus aspiraciones y, dejando a un lado todo lo que es obvio y primerizo, pudiese insistir en lo más sustancial y recóndito. Puede decirse que de su libro El arte desde el punto de vista sociológico sólo existe el título; el resto está aún por escribir.
 La fecundidad de una sociología del arte me fue revelada inesperadamente cuando, hace unos años, se me ocurrió un día escribir algo sobre la nueva época musical que empieza con Debussy. Yo me proponía definir con la mayor claridad posible la diferencia de estilo entre la nueva música y la tradicional. El problema era rigurosamente estético y, sin embargo, me encontré con que el camino más corto hacia él partía de un fenómeno sociológico: la impopularidad de la nueva música.
 Hoy quisiera hablar más en general y referirme a todas las artes que aún tienen en Europa algún vigor; por tanto, junto a la música nueva, la nueva pintura, la nueva poesía, el nuevo teatro. Es, en verdad, sorprendente y misteriosa la compacta solidaridad consigo misma que cada época histórica mantiene en todas sus manifestaciones. Una inspiración idéntica, un mismo estilo biológico pulsa en las artes más diversas. Sin darse de ello cuenta, el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta y el dramaturgo, sus contemporáneos. Y esta identidad de sentido estético había de rendir, por fuerza, idéntica consecuencia sociológica. En efecto, a la impopularidad de la nueva música responde una impopularidad de igual cariz en las demás musas. Todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial.
 Se dirá que todo estilo recién llegado sufre una etapa de lazareto y se recordará la batalla de Hernani y los demás combates acaecidos en el advenimiento del romanticismo. Sin embargo, la impopularidad del arte nuevo es de muy distinta fisonomía. Conviene distinguir entre lo que no es popular y lo que es impopular. El estilo que innova tarda algún tiempo en conquistar la popularidad; no es popular, pero tampoco impopular. El ejemplo de la irrupción romántica que suele aducirse fue, como fenómeno sociológico, perfectamente inverso del que ahora ofrece el arte. El romanticismo conquistó muy pronto al "pueblo", para el cual el viejo arte clásico no había sido nunca cosa entrañable. El enemigo con quien el romanticismo tuvo que pelear fue precisamente una minoría selecta que se había quedado anquilosada en las formas arcaicas del "antiguo régimen" poético. Las obras románticas son las primeras -desde la invención de la imprenta- que han gozado de grandes tiradas. El romanticismo ha sido por excelencia el estilo popular. Primogénito de la democracia, fue tratado con el mayor mimo por la masa.
 En cambio, el arte nuevo tiene la masa en contra suya y la tendrá siempre. Es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra cualquiera por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por un reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil. (Dejemos a un lado la fauna equívoca de los snobs). Actúa, pues, la obra de arte como un poder social que crea dos grupos antagónicos, que separa y selecciona en el montón informe de la muchedumbre dos castas diferentes de hombres.
 ¿Cuál es el principio diferenciador de estas dos castas? Toda obra de arte suscita divergencias: a unos les gusta, a otros no; a unos les gusta menos, a otros más. Esta disociación no tiene carácter orgánico, no obedece a un principio. El azar de nuestra índole individual nos colocará entre los unos y entre los otros. Pero en el caso del arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo de aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende. Las viejas coletas que asistían a las representaciones de Hernani entendían muy bien el drama de Víctor Hugo y precisamente porque lo entendían no les gustaba. Fieles a determinada sensibilidad estética, sentían repugnancia por los nuevos valores artísticos que el romántico les proponía.
 A mi juicio, lo característico del arte nuevo, "desde el punto de vista sociológico", es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. De aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Espasa Libros, 2010, pp. 159-162. ISBN: 978-84-674-9436-5.]

domingo, 30 de marzo de 2025

Resumen del futuro.- Luis Luchi [o Luis Yanischevsky] (1921-2000)

 

Lucha contra los dioses

 «En un tiempo convivieron con nosotros,
nos afinaron la puntería,
nos regalaron sabrosos misterios.
Les pedimos reflejarlos a nuestra imagen,
los hicimos de madera,
de madera dejábamos de ser;
piedra dura o blanda,
nuestra oscilación.
Nunca faltó un muerto
para tenernos sumisos y alertas.
Se fueron como estaba convenido
y los ubicamos en el trono de los sueños,
quebrando el dolor, el vago enfrentamiento,
para despertar en las pesadillas con trueno,
si despertábamos, si estábamos vivos.
[...]


Cabañas

 Estoy decidido para siempre:
es un claro de árboles inmensos,
donde un único rayo de sol
atraviese un agujero de hoja,
sacrificada al proceso de una oruga.
Primero haré la ventana;
pondré cerrojos en todas las aberturas;
me llevaré un grabador de ruidos
para oír la misa de la selva.
Tendré una jaula con un pajarito adentro,
un herbario,
colección de flores secas.
Estrilará un despertador todas las mañanas,
recordándome empezar el día;
y no tener más que mirar el techo,
aunque me ofrezcan de guardabosques.
[...]

La puta madre
(para Gustavo) 

 Profesores, alumnos, colegiales,
les debo mi primer fracaso
en el intento de conocer el mundo.
Por eso sigo buscando.
Seguiré buscando donde esté.
Quizá nunca lo encontraré
y si buscar es una tarea
en el camino me detendré.
Pulpero, ¿por casualidad no pasó un hombre
que venía de curuzucuatiá?
¡¡Pum!!

Gustavo cuchillero hábil en eso de pelar cañas de azúcar
en Tucumán trabajaba en la zafra de algodón del Chaco.
Todo es cerca y el cielo no tiene dueños.
La mamá en su vivienda hablaba un dialecto casi guaraní.
Era alegre y salió segundo en un concurso de chamamé.
[...]

Recuerdos olvidados por fracaso

Borrado de la memoria porque te esperé
y pasaba cualquiera,
tu recuerdo empezó a diluirse
para que yo pudiera
empezar la posibilidad de olvidar
en un cajoncito donde guardo los fracasos
y pienso pedirle al verdulero uno más,
cuando se acaben los melocotones.
                     en una casilla de baño
donde se cambia la ropa de trabajo
dejaré a propósito un pañuelo donde lloré
una careta al volver del corso
y el día siguiente era hábil.
El lápiz rojo lo robé para que no te pintes,
un acto de contrición en defensa de mi amor,
donde los otros amadores estaban negados
a descubrirte, y así sufrir de amor,
como había sufrido yo,
antes de llegar a la insensibilidad
y dejar pasar con saludos
las ramas del río arrasadas en lluvias inundaciones
deshielos, lágrimas a canaletas tapadas.
Diques deteniendo coágulos de las venas
y no dejes circular
aunque le cueste pasar por alto
el centro de la memoria.

Mi crédito

Dame tu cariñito,
un besito.
Un fueguito de amor,
un bollito quemado.
Poné tu fósforo
lucesita con respaldo
de sombra en contraluz
sobre la nada,
que es muy obscura.
Acercarme música a mí
de pronto y temprano
esperando amanecer.
Dame una explicación de sorpresa
cariñito,
porque no existís,
ni es posible que existas.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Escorxador, 1984, pp. 8, 10, 12, 36 y 44. ISBN: 84-398-1251-5.]