domingo, 12 de octubre de 2025

El proyecto Lázaro.- Aleksandar Hemon (1964)

 

  «Recordé aquella anécdota de Rora en la sórdida sala del Centro de Negocios, incapaz de volver a conciliar el sueño por culpa de los litros de café vienés que había ingerido, y lo convertí todo en un sueño para poder olvidarlo. Rora, huelga decirlo, dormía a pierna suelta, inmune a los efectos del café y a las transiciones de los recuerdos a sueños. Estuve haciendo zapping durante un rato; me detuve brevemente en una peli porno en la que todo el mundo se lamía con frenesí, luego en la enésima noticia de la CNN sobre el enésimo ataque suicida en Bagdad y, por último, en el Campeonato Mundial de Póquer. Debo confesar que me excitó el desangelado cunnilingus de la pantalla, así como la utópica injusticia que se desprendía del relato de Rora: la simple y llana posibilidad de que el mundo acabara gobernado por el perverso triunvirato del poder, el instinto de supervivencia y la codicia. Rora había visitado, y quizás incluso habitado, semejante mundo, lo que significaba que yo había estado a un paso de conocerlo. De existir, ésa sí sería la auténtica tierra de los libres. En semejante país podría hacer lo que se me antojara; no habría matrimonio que valiera, no le debería nada a nadie, podría despilfarrar la beca de Susie, todas las becas del mundo, en lo que me diera la gana. En semejante mundo, podría dejar de preocuparme por lo que he prometido, por lo que me he comprometido a hacer, porque sencillamente me daría igual quién soy y me convertiría en otras personas a mi antojo. Y podría hacerlo siempre que me apeteciera. Podría dedicarme a ser el único significado de mi vida.
 Un heraldo de aquella tierra utópica llamó a mi puerta. Oí que alguien golpeaba tímidamente y cuando me levanté a abrir, ocultando mi erección tras la puerta, me encontré con la prostituta de rostro agraciado. Tenía unos ojos bastante llamativos y largas pestañas a todas luces falsas; se elevaba sobre unos vertiginosos tacones de plataforma que la obligaban a proyectar su generoso escote en mi dirección. Se estiró el top hacia abajo, dejando a la vista dos pechos periformes con los pezones erectos, y dijo en inglés:
 -Amor.
 Por un momento, pensé "aquí está", y luego "¿por qué no?". Pero acabé meneando la cabeza en señal de negación y cerrando la puerta.
 Seguía siendo demasiado débil para obtener placer a costa de otros, y más aún a costa de Mary o de aquella desdichada puta que seguramente se ganaría una buena hostia de su chulo por no haberse tirado a un americano caído del cielo. Tampoco era lo bastante altruista para no sentirme tentado de lanzarme con desenfreno a la búsqueda del placer. Atrapado para siempre en la mediocridad moral, no podía permitirme a mí mismo ni la superioridad ética ni una existencia orgásmica. Ése era uno de los motivos (que no me atrevía a confesarle a Mary, ni a nadie) por los que necesitaba desesperadamente escribir el libro sobre Lázaro. El libro me convertiría en otra persona, para bien o para mal: podía ganarme el derecho al egoísmo orgásmico (y el dinero necesario para ejercerlo) o bien adquirir un seguro moral sometiéndome a los honrados procesos de la duda y la realización personales.
 Mary había sido testigo de mis devaneos morales. Desde el pedestal de su decencia quirúrgicamente americana me veía debatiéndome en eterna confusión. Quería que saliera del hoyo, que subiera en la escala moral, pero yo seguía resbalando en cada nuevo y resbaladizo peldaño. Mary se tomaba con paciencia el que me negara a enseñarle nada de lo que escribía o a levantarme pronto para buscar un trabajo munífico. Había encontrado cookies de páginas porno en mi disco duro y había reaccionado con la debida indignación, pero no creía de veras que fuera a tener una aventura o contratar a una acompañante experimental. Toleraba mi repugnancia hacia todo lo espiritual, del mismo modo que aguantaba mi nulo interés por los niños y la decoración del hogar. Pero lo que de veras le molestaba era que me mostrara incapaz de comprender que el proyecto de nuestro matrimonio consistía en la búsqueda de un estado perfecto, la transición del matrimonio de los cuerpos al matrimonio de las almas. Yo no ponía toda la carne en el asador (y eso que, según la báscula, mis carnes iban en aumento), pero ella seguía mostrándose estoicamente tolerante. No es que no aspirara a ser un esposo perfecto, ni que no quisiera a Mary, que se manchaba las manos de sangre cada día por amor, pero nunca dejé de ser consciente de las posibilidades que existían más allá de los límites de nuestro matrimonio, de la libertad para buscar el placer en lugar de la perfección.
 Lázaro e Isador habían acudido a un burdel juntos. La madre de Lázaro le había mandado algo de dinero e Isador lo había convencido para invertirlo en desvirgarse. Se fueron a ver a Madame Madonskaya, que les pellizcó las mejillas. Las chicas los recibieron con risitas mal disimuladas y ambos se ruborizaron. Isador escogió a la que tenía los pechos más grandes y se fue arriba, dejando a Lázaro rodeado por un grupo de putas, hasta que una de ellas lo cogió de la mano y lo condujo hasta su habitación. Estaba tan asustado que no podía articular palabra. La chica dijo llamarse Lola; tenía un perro en la habitación, un diminuto chucho medio ciego que le ladró con furia. Mientras se desvestía, el perro le olisqueó las espinillas y Lázaro rompió a llorar.
 Apagué la tele y oí la respiración de Rora, que me recordaba al romper de las olas. Fuera, un hombre y una mujer hablaban entre risas, tropezaban con algo. Un perro ladró y luego se puso a gañir; después oí un estruendo de cristales rotos. Rora no se inmutó. La voz de la mujer vibraba de regocijo. El perro empezó a chillar y aullar entre el ruido de cristales rotos, y sus desesperados gañidos se dejaron oír durante un buen rato, hasta que se fueron convirtiendo en un débil gimoteo. La pareja había arrojado al animal al contenedor lleno de botellas rotas y luego -imagino- se habría quedado a ver cómo se retorcía y se mutilaba a sí mismo intentando escapar.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2011, en traducción de Rita da Costa, pp. 167-171. ISBN: 978-84-08-10687-6.]

domingo, 5 de octubre de 2025

14 de julio.- Éric Vuillard (1968)

 

La multitud

  «Hay que escribir lo que se ignora. En puridad, se desconoce lo que ocurrió el 14 de Julio. Los relatos que poseemos son encorsetados o descabalados. Hay que plantearse las cosas a partir de la multitud sin nombre. Y debe relatarse lo que no está escrito. Debemos deducirlo del número, de lo que sabemos de la tasca y de la calle, del fondo de los bolsillos y de la jerga de las cosas, mondas deformadas, mendrugos de pan. El parqué se agrieta. Se divisa al grandísimo gentío mudo, masa afásica. Están allí, en la Bastilla, cada vez hay más personas en las calles de alrededor. Los que no disponen de fusiles van armados con palos, con dañinas puntas herradas, mazas, sacacorchos, ¡tanto da! Desde el Arsenal hasta Saint-Antoine, los muelles y las calles están atestados de gente. Los pordioseros, los limpiabotas, los cocheros, todos los campesinos llegados a París para buscar pitanza están allí. Los estudiantes arrancan las empalizadas, las patas de los taburetes, los brazos de las carretas. Saltan, gritan. Pesadas nube se desplazan por el cielo. Mean delante de las puertas.

 ¿Qué es una multitud? Nadie quiere decirlo. Una mala lista, redactada más adelante, permite ya afirmar lo siguiente: ese día, en la Bastilla, está Adam, nacido en Côte-d'Or; está Aumassip, vendedor de ganado, nacido en Saint-Front-de-Périgueux; está Béchamp, zapatero; Bersin, trabajador del tabaco; Bertheliez, jornalero, originario del Jura; Bezou, de quien no se sabe nada; Bizot, carpintero de obra; Mammès Blanchot, de quien tampoco se sabe nada aparte del bonito nombre que tiene y que parece una mezcla de Egipto y de estiércol. Está también Boehler, carretero; Bouin, zurrador; Branchon, de quien no se sabe nada en absoluto; Bravo, carpintero; Buisson, tonelero; Cassard, tapicero; Delâtre, recaudador; Defruit, herrero; Devauchelle, aguador; Drolin, cerrajero; Duffau, zapatero; Dumoulin, labrador; Duret, panadero; Estienne, desconocido; Évrard, pasamanero; Feillu, trabajador de la lana; Génard, empleado; Girard, profesor de música; Grandchamp, dorador de metales; Grenot, techador y Grofillet y Guérin y Guigon. ¡Vaya!, ya tenemos un buen puñado de mamíferos, hombrecillos de Brueghel.
 Están también Guindor, baulero; Hamet, frutero; Havard, portero; Héric, desconocido; Heulin, jornalero; Jacob, del Marne; Jary, peón caminero; Jacquier, desconocido; Javau, bombero ¡y Joseph, carpintero! Son extraños los nombres, nos da la sensación de tocar a alguien. Y así, incluso cuando ya no queda nada, cuando sólo sabemos un nombre, una fecha, un oficio, un simple lugar de nacimiento, creemos adivinar, rozar. Parece que podamos entrever un rostro, un aire, una silueta. Y, entre las mandíbulas del tiempo, creemos a veces oír voces, la de Jouteau, calderero; la de Julien, camarero; la de Klug, candelero; de Kabers, el prusiano; de Kopp, el belga; de Lamouroux, el mecánico; de Lamy, trabajador portuario; de Lamboley, el bracero; de Lang, el zapatero; de Lavenne, el albañil; del hojalatero Lecomte e incluso la de Lecoq, que nos dejó más rastros que una mosca. Hay miles de tipos con delantal, con sus picas, sus hachas o sus navajas. Están Peignet, cuya madre se llama Anne Secret, cosa sublime; Richard, que acabará ciego, en los Inválidos. Sagault, que morirá dentro de una hora. Julien Bilion, que conversa, más allá, con unos compañeros. Están Poulain, bracero; Vachette, jornalero; Jonnas d'Annonay, Jacob del Bajo Rin, Secrettain de Boissy-la-Rivière y Raison y Cimetière y Conscience y Soudain y Rivière y Rivage.
 Por supuesto, un nombre no es gran cosa. Una profesión, una fecha, un lugar, modesto estado civil, una etiqueta. Son las sílabas de la verdad. Legrand, que era portero; Legros, capitán; Legriou, montador de péndolas; Lesselin, peón; Masson, el vendedor de clavos; Mercier, el tintorero; Minier, el sastre; Saunier, el trabajador de la seda; Térière, el aserrador; Mique, el cerrajero; Miclet, el Juan Lanas, los hermanos Moreau, Juan Lanas también, Motiron, el fabricante de cordones; Navizet, el dorador, Nuss y Oblisque, los ná de ná, todos han nacido y han currado y zampado y bebido y caminado de acá para allá por París, y por supuesto ese día estaban en carne y hueso en la Bastilla. Sí, estaban Pinon, el botero; Paul, el médico y Pinson, y Potron y Pitelle, sí, estaban todos allí, tras su barba de tres días y la verja oxidada del alma, farfullando, al pie de las murallas de piedra.
 Sí, abajo del todo, entre los árboles del jardín del Arsenal y las callejas del barrio de Saint-Antoine, sabemos que estaban un Plessier y un Ramelet, vendedor de tintorro, que seguramente se despepitó todo lo que pudo, ¡y un Pyot del Jura, un Raulot de ningún sitio, un Ravé de no sé dónde, un Quantin, sin señas, un Quenot! Estaban incluso un Poulet, al parecer, y un Quignon, un Rebard, un Robert, un Rogé, un Richard. Los había para todos los gustos, los había para el listín entero. Estaban un Roland con una sola ele y un Rolland con dos, estaban un Roseleur y un Rotival. ¡Ah!, qué entrañables son los nombres propios; el listín de la Bastilla es mejor que el de los dioses de Hesíodo, se nos parece más, nos refresca el cerebro. Así que, adelante, no nos detengamos, nombremos, nombremos, nombremos, recordemos a los famélicos, a los melenudos, a los napias, a los bizcos, a los tipos legales, a todo el mundo. Recordemos un instante a ese Saint-Éloy que, por una feliz casualidad de los nombres, vive en Saint-Éloi, y que se dedica al hermoso trabajo de encargado de una casa de baños; recordemos a Saveuse, el gendarme; a Sassard, el gilipollas; a Scribot, el destripaterrones; a Servant, el subalterno; a Serusier, el verdulero y a los dos Simonin, uno de Ludres, el otro de Bayona, y a Thurot, de Tournus, y al gran Athanase Tessier, a quien no conoce nadie, procedente de Gisors, solo sin duda, y que a los veintitrés años está allí, en medio de la multitud, feliz. Porque son rematadamente jóvenes los que están delante de los fosos de la Bastilla. Taboureux tiene veinte años, Thierry tiene veintiséis y el otro Thierry diecinueve, y el tercer Thierry, cuya edad desconocemos, no será mucho mayor; Tissard tiene veintitrés años, Touverey veintiuno, Tramont veinte, Tronchon veintiuno, Valin veintidós. No hay nada tan maravilloso como la juventud. Pero están también los nombres sin fecha, sin oficio, sin nada, más entrañables acaso, los Verneau, los Vichot, los Viverge, ¿quién da más? Está Perdue, alias Parfait; Paul, alias Saint-Paul; Vattier, alias Picard; Bouy, alias Valois. Bulit, alias Milor. Cadet, alias Labrié. Cholet, alias Bien-aimé. Están los padres y los hijos, los hermanos. Guillepain I y Guillepain II. Tignard I y Tignard II. Están Voisin I y Voisin II. Los dos Caqué. Los dos Camaille. Cuatro Baron. Están Berger y Bergère. Están Goutte y los dos Goutard. Están Petit, está Lenain. Está Villard, alias Commissaire. Está Becasson. Está Boulo, está Bourbier [...]
 La mayoría son extranjeros. Han venido a buscar trabajo y se arraciman en los suburbios. La región de donde proceden habla el bearnés, el vasco, el berrichón, el champañés, el borgoñón, el picardo, o el poitevino, y aun el sous-patois, el maraîchin, el mâconnais, el trégorrois y así hasta el infinito.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2019, en traducción de Javier Albiñana Serain, pp. 84-88. ISBN: 978-84-9066-642-5.]

domingo, 28 de septiembre de 2025

Lolita.- Vladimir Nabokov (1899-1977)

 

Segunda parte
26

 «Tenía el doble de la edad de Lolita y tres cuartos de la mía: una adulta muy esbelta, de pelo oscuro y piel pálida, que pesaba  cuarenta y ocho kilos, con ojos de encantadora asimetría, perfil angular rápidamente esbozado y una atractiva ensellure en su espalda sutil. Creo que tenía una gota de sangre española o babilónica. La recogí en una depravada noche de mayo, entre Montreal y Nueva York, o más exactamente entre Toylestown y Blake, en un bar ardiente y umbroso bajo el signo de una mariposa nocturna, donde se encontraba amablemente borracha: insistió en que habíamos ido juntos a la escuela y puso su manecita trémula sobre mi manaza de gorila. Mis sentidos estaban ligeramente excitados, pero resolví someterla a una prueba: lo hice, y la adopté como compañera permanente. Era tan amable esa Rita, una chica tan buena, que por pura camaradería o compasión se hubiera entregado a cualquier falacia o criatura patética, a un viejo tronco caído o un puerco espín desconsolado.
 Cuando la conocí acababa de divorciarse de su tercer marido y hacía menos tiempo aún que la había abandonado su séptimo cavalier servant: los demás, los transitorios, son demasiados para enumerarlos. Su hermano era -y ha de serlo todavía- un político eminente, de cara pastosa, tirantes y corbatas chillonas: político eminente, protector de su ciudad natal. Durante los últimos ocho años había pasado a su pequeña gran hermana varios cientos de dólares mensuales con la expresa condición de que no volviera a poner un pie en la pequeña gran ciudad de Grainball. Rita me dijo que por alguna maldita curiosidad, cada nuevo amigo suyo empezaba por llevarla hacia Grainball: era una atracción fatal, y antes de que advirtiera qué ocurría, se encontraba succionada por la órbita lunar de la ciudad, arrastrada por la corriente que la circundaba, "dando vuelta tras vuelta -según sus palabras- como una maldita polilla".
 Tenía un elegante coupé y en él viajábamos hacia California, proporcionando un descanso a mi venerable vehículo. Su velocidad natural no bajaba de noventa. ¡Mi buena Rita! Durante dos vagarosos años erramos juntos, desde el verano de 1950 al de 1951. Era la Rita más suave, simple, amable, callada que pudiera imaginarse. Comparadas con ella, Valechka era un Schlegel, Charlotte un Hegel. No existe el menor motivo para que me demore hablando de ella al margen de esta memoria siniestra, pero permítaseme decir (salve Rita, dondequiera que estés... borracha o con dolor de cabeza, Rita salve) que era la compañera más sedante, más comprensiva que he conocido nunca y que me salvó del manicomio. Le dije que andaba buscando a una chica y que trataría de agujerear a su matón. Rita aprobó solemnemente el plan y durante una investigación que tomó a su cargo (sin saber una sola palabra de nada) en los alrededores de San Humbertino, se enredó con un granuja. Me costó no poco trabajo dar con ella y al fin la encontré, gastada y magullada, pero todavía con agallas. Un día me propuso que jugáramos a la ruleta rusa con mi sagrado revólver; le dije que era imposible, que no era un revólver, luchamos por él hasta que al fin se disparó, y del agujero que abrió en la pared del cuarto de baño saltó un chorro de agua caliente muy delgado y cómico. Recuerdo sus alaridos de risa.
 La curva extremadamente púber de su espalda, su piel satinada, sus lentos besos de colombina me hacían abstenerme de todo daño. Las aptitudes artísticas no son caracteres sexuales secundarios, como han dicho algunos farsantes y curanderos; muy el contrario, el sexo no está sino supeditado al arte. Debo consignar una borrachera harto misteriosa que tuvo interesantes repercusiones. Yo había abandonado la busca: el demonio estaba en Tartaria o ardía en mi cerebelo (con llamas avivadas por mi fantasía y mi dolor), pero evidente que no tenía a su campeona de tenis en la costa del Pacífico. Una noche, durante nuestro viaje de regreso al este en un hotel horrible de esos donde se reúnen las convenciones y vagabundean hombres gordos y rosados con distintivos, llenos de apellidos, de borrachos, de conversaciones sobre negocios, Rita y yo nos despertamos para encontrar un tercer hombre en nuestro cuarto: era un joven rubio, casi albino, de pestañas blancas y grandes orejas transparentes, a quien ni Rita ni yo recordábamos haber visto en nuestras tristes vidas. Sudoroso, con una espesa camiseta pringada y viejos zapatos de soldado, roncaba en nuestra cama doble junto a mi casta Rita. Le faltaba un diente delante y tenía en la frente pústulas ambarinas. Ritoschka envolvió en su impermeable -lo primero que encontró a mano- su sinuosa desnudez; yo me puse un par de calzoncillos. Se habían usado cinco vasos, lo cual suministraba una dificultosa abundancia de pistas. En el suelo, un sweater y un par de pantalones raídos color canela. Sacudimos a su poseedor hasta volverlo plenamente consciente. Tenía una amnesia total. Con un acento que Rita reconoció como puramente brooklyniano, insinuó ceñudamente que alguien había hurtado su poca valiosa identidad. Lo metimos en sus ropas y lo dejamos en el hospital más cercano; mientras tanto, pudimos advertir que después de olvidados vagabundeos, estábamos en Grainball. Medio año después, Rita escribió al doctor para pedirle noticias. Jack Hubertson, como lo habíamos apodado con escaso ingenio, seguía aislado de su pasado personal. ¡Oh, Mnemósine, la más dulce y malévola de las musas!
  No habría mencionado este incidente de no haber iniciado una serie de ideas que fructificaron con la publicación (en la Cantrip Review) de mi ensayo Mimir and Memory, en el cual entre otros pormenores que parecieron originales e importantes a los benévolos lectores de esa espléndida publicación, sugería una teoría de tiempo perpetuo, basada en la circulación de la sangre y conceptualmente basada (para llenar la cáscara) en la hipótesis de que la mente no es consciente sólo de la materia sino de su propio ser, creando así un circuito continuo entre dos polos: el futuro almacenable y el pasado almacenado. Como resultado de esa aventura -y como culminación de mis travaux previos- fui llamado a Nueva York, donde Rita y yo vivíamos en un pisillo con vista a radiantes niñas que tomaban baños de sol en una glorieta de Central Park, por el Cantrip College, a cuatro millas, para dictar un curso de un año. Vivimos en el colegio, en apartamentos especiales para poetas y filósofos, desde septiembre de 1951 hasta junio de 1952, mientras Rita, a la cual preferí no exhibir, vegetaba -me temo que no muy decorosamente- en un hotel junto a la carretera, donde la visitaba dos veces por semana. Al fin se esfumó de manera mucho más humana que su predecesora: un mes después la encontré en la cárcel local, estaba très digne, le habían extirpado el apéndice y se las compuso para convencerme de que las hermosas pieles azuladas que la acusaban de haber robado al señor Roland MacCrum habían sido un regalo espontáneo, si bien algo alcohólico, del propio Roland. Conseguí sacarla sin recurrir a su susceptible hermano y poco después regresamos a Central Park West, vía Briceland, donde nos habíamos detenido durante algunas horas del año anterior.
 Se había apoderado de mí una curiosa ansiedad de revivir mi estadía allí con Lolita.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1983, en traducción de Enrique Tejedor, pp. 258-261. ISBN: 84-322-2178-3.]

domingo, 21 de septiembre de 2025

Mil y una coplas de jota aragonesa.- Ángel Abad Tárdez (1887-1945)

 

 Selección

 «Dos cosas hay en el mundo / que salen del corazón.
el suspiro de una madre / y la Jota de Aragón.

 La Jota siempre fue grande, / sigue siendo y lo será
 mientras tenga por escudos / Aragón, Ebro y Pilar.

 Una Jota bien cantada / no se puede comparar
con ningún canto del mundo: / ¡la Jota no tiene igual!

Nada hay como una Jotica / pa' conquistar una maña,
si la Jota es de Aragón / y baturro el que la canta.

Dicen que canto la Jota / con estilo y con verdad;
yo digo que de otro modo / no la sabría cantar.

En los versos de la Jota / se pueden acomodar
el Amor, el Patriotismo, / la Belleza y la Bondad.

Cantar la Jota baturra / orgullo debe de ser
de todo el que haya nacido / en el pueblo aragonés.

Siempre que cantan la Jota / los mozos del Arrabal
sonríe en su camerino / nuestra Virgen del Pilar.

Los suspiros de mi novia / de su pecho al mío van,
uniéndose a mis suspiros, / que esperándolos están.

Al mismo tiempo que el sol / sale a la calle mi maña,
que es otro sol que ilumina / los rincones de mi alma.

El cariño que te tengo, / calcula si será grande
que deja muy pequeñico / al que le tengo a mi madre.

Gota a gota me estás dando / la esencia de tu cariño,
dámela a beber a morro / pa' ver si me despabilo.

Me gusta a mí tu cariño / más que a un gorrión las cerezas,
más que a un tordo las olivas, / más que a un lobo las ovejas.

Deja que te dé un besico / como a una madre se da,
que yo te aseguro, maña, / que no te disgustará.

Me alegro si estoy contigo, / me entristezco si te vas,
y así me paso la vida / y así mi vida se irá.

Me saben a poco, maña, / los celicos que me das
porque ellos van pregonando / que me quieres de verdad.

 Para cantar tu belleza / he discurrido esta copla,
y ahora que la estoy cantando / me parece poca cosa.

Ni la lluvia ni la nieve, / ni el calor ni la rosada,
ni el frío ni la sequía, / hacen que te olvide, maña.

Me pasa con mi mujer / igual que con mi guitarra:
cuando las voy a tocar / las encuentro destempladas.

Nunca he visto yo contento / a un labrador de secano.
en invierno, porque llueve, / porque no llueve en verano.

Una Jota le canté / y enseguida el sí me dio...
Más de cien llevo cantadas / pa' que me diga que no.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Periódico El Día de Aragón, 1986, en selección de Ángel Abad Tárdez. ISBN: 84-398-6048-X.]
 

domingo, 14 de septiembre de 2025

La vida secreta de los árboles.- Peter Wohlleben (1964)

El árbol enfermo

 «Según las estadísticas, la mayoría de las especies arbóreas tienen la capacidad de vivir muchos años. En el bosque cementerio de mi distrito, los propietarios de un árbol siempre me preguntan qué edad podría alcanzar su ejemplar. Por regla general, se trata de hayas o robles y, según los conocimientos actuales, su edad habitual es de 400 a 500 años. Pero ¿qué es una estadística para cada caso individual? Lo mismo que en el ser humano: nada, puesto que el camino prestablecido de un árbol puede cambiar cualquier día por incontables motivos. Su estado de salud depende de la estabilidad del ecosistema del bosque. La temperatura, la humedad y la iluminación no deberían variar nunca de manera brusca, porque los árboles tienen un tiempo de reacción muy lento. Incluso cuando todas las condiciones externas son óptimas, los insectos, hongos, bacterias y virus acechan su oportunidad para atacar en cualquier momento. Básicamente, esto sólo es posible cuando el árbol pierde su equilibrio. En condiciones normales, reparte con exactitud sus fuerzas. Una gran parte se utiliza para la vida diaria. Tiene que respirar, "digerir" los nutrientes, aportar azúcar a sus hongos amigos, crecer un poco cada día y preparar una reserva para defenderse de los organismos dañinos. Esta reserva puede ser activada en cualquier momento y según la especie arbórea contiene una serie de sustancias defensivas. Son los así llamados fitoncidas, los cuales tienen un efecto antibiótico. El biólogo de San Petersburgo, Boris Tokin, describió ya en 1956 lo siguiente: si a una gota de agua contaminada se le añade una gota de agujas de pícea o pino trituradas, en menos de un segundo todos los seres vivos habrán muerto. En el mismo artículo, Tokin afirma que el aire de los bosques jóvenes de pinos prácticamente no contiene gérmenes a causa de los fitoncidas que liberan sus agujas. Así pues, los árboles pueden desinfectar su entorno, pero eso no es todo. Los nogales van aun más allá con la sustancias que contienen sus hojas contra los insectos, las cuales son tan eficaces que lleva a que se recomiende a los amantes de la jardinería que si quieren instalar un agradable banco, lo hagan bajo un nogal, puesto que ahí es donde hay menos probabilidad de que te pique un mosquito. Puedes oler sin dificultad las fitoncidas de las coníferas. Se trata del aromático olor del bosque que se nota especialmente en los cálidos días veraniegos. Si se rompe el delicado equilibrio entre las fuerzas de crecimiento y las defensivas, puede hacer que el árbol enferme. La causa de ello puede ser, por ejemplo, la muerte de un árbol vecino. Súbitamente la copa recibe mucha luz y surge la avaricia por aumentar la fotosíntesis. Esto tiene su razón de ser, ya que sólo una vez cada siglo aparece esta oportunidad. El árbol, que de pronto se encuentra bañado por la luz solar, lo deja todo y se centra en exclusiva en el crecimiento de sus ramas. En realidad, se ve obligado a ello, ya que como sus compañeros de los alrededores hacen lo mismo, el hueco se cierra de nuevo en un corto (para los árboles) período de 20 años. Los brotes aumentan su longitud enseguida y cada año crecen hasta 50 centímetros en lugar de pocos milímetros. Esto tiene un coste en energía, la cual deja de estar disponible para la defensa contra las enfermedades y los parásitos. Si el árbol tiene suerte, todo va bien y para cuando se cierra el hueco, ha aumentado el tamaño de su copa. Entonces hace una pausa y recupera el equilibrio personal de sus fuerzas. ¡Pero pobre de él si durante la locura del crecimiento algo se tuerce! Un hongo que inadvertidamente coloniza la herida de una rama y a través de la madera muerta llega hasta el tronco o un escolitino que picotea casualmente al titán y comprueba que no se produce una reacción defensiva son situaciones que ya han ocurrido. El tronco, en apariencia pletórico de salud, se ve cada vez más afectado porque falta la energía necesaria para la movilización de las sustancias defensivas. Si el ataque es en la copa, se muestran las primeras reacciones. En los árboles de follaje mueren los vitales brotes superiores de manera súbita, de modo que gruesos muñones de las ramas, desnudos de ramas laterales, se alzan hacia el cielo. Las primeras reacciones de las coníferas se muestran en forma de escasas nuevas agujas. Así, los pinos enfermos no muestran tres, sino sólo una o dos generaciones en las ramas, con lo que la copa clarea de forma evidente. En las píceas se produce el efecto de cabello de ángel de forma que las ramitas cuelgan lacias de las ramas más gruesas. Poco después, aparecen grandes calvas en la corteza del tronco. A partir de ahí, el proceso puede ser muy rápido. Como un globo de aire caliente al que se le abre la válvula, en el curso de su muerte, la copa se hunde hacia abajo porque las ramas muertas se parten durante las tormentas invernales. En las píceas se ve mucho mejor ya que la punta marchita de arriba se alza por encima de la parte inferior verde todavía con vida.
 Un árbol forma cada año un anillo en la madera porque prácticamente está condenado a crecer. El cámbium, la delgada y clara capa entre la corteza y la madera, durante el período vegetativo, envía nuevas células de madera hacia el interior y nuevas células de la corteza hacia el exterior. Cuando un árbol ya no puede aumentar su grosor, éste muere. Por lo menos es lo que se creyó durante mucho tiempo. En Suiza, unos investigadores descubrieron pinos de aspecto sano y llenos de agujas verdes. Sin embargo, al estudiarlos más detenidamente mediante la tala o extrayendo muestras, se determinó que algunos ejemplares hacía más de 30 años que no habían formado ni un solo anillo en la madera. ¿Pinos con agujas verdes que están muertos? Los árboles habían sido colonizados por el Heterobasidion annosum, un agresivo hongo, lo que provocó la muerte del cámbium. A pesar de todo, las raíces siguieron bombeando agua a través de los conductos del tronco hasta la copa y de esta manera procuraron a las agujas la humedad necesaria para la vida. ¿Y las propias raíces? Si el cámbium está muerto, la corteza también. De este modo, no es posible bombear el azúcar de las agujas hacia abajo. Sólo podían haber sido los pinos vecinos vivos los que ayudaron a su congénere muerto aportando nutrientes a sus raíces. Sobre este tema ya hemos hablado en el capítulo "Amistades".
 Dejando a un lado las enfermedades, muchos árboles sufren heridas a lo largo de su vida. Las causas pueden ser muy diversas, por ejemplo, cuando cae un árbol vecino. En un bosque espeso es inevitable que golpee a los congéneres que tiene cerca.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Obelisco, 2016, en traducción de Margarita Gutiérrez, pp. 139-142. ISBN: 978-84-9111-083-5.]

domingo, 7 de septiembre de 2025

Más Platón y menos Prozac.- Lou Marinoff (1951)

Segunda parte: Cómo arreglárselas ante los problemas cotidianos
11.- ¿Por qué una moral o una ética?
¿Qué es el bien?

  «Tanto la ciencia como la religión contienen porciones de verdad moral, aunque uno no suscriba sus programas al completo. Ahora bien, si éstas no le satisfacen, la filosofía laica le ofrece otro medio de aproximarse a la moralidad y a la ética. "¿Qué es el bien?" tal vez sea la pregunta más antigua de la filosofía. La filosofía occidental propone como mínimo tres formas principales de pensar sobre la respuesta: el naturalismo, el antinaturalismo y la ética de la virtud. Cada una de ellas se presenta en distintas variedades.
 El primer naturalista fue Platón. Fundó la tradición idealista, que sostiene la existencia de una Forma universal, que es la Bondad. Para Platón, una Forma es una Idea, no una cosa material, aunque no por ello menos real. Separa el mundo de las apariencias (las cosas concretas tal como las percibimos) del mundo de las ideas o de las Formas. Todas las cosas de la Tierra son copia de Formas y mientras que las Formas en sí son perfectas (es decir, ideales), las copias son forzosamente defectuosas. Según Platón y sus seguidores, existe un ideal de Bondad. Para convertirnos en seres morales, nuestra tarea consiste en copiar el ideal tan bien como podamos. A medida que el tiempo pasa y vamos adquiriendo conocimientos, deberíamos ser capaces de hacer copias cada vez mejores, con lo cual nos iríamos acercando al ideal de Bondad. En el reino de las ideas, la Bondad desempeña la función del Sol: su radiación ilumina a todas las demás Ideas.
 Platón, sin embargo, dice no poder dar una definición concreta de la Bondad. Cree que la mente puede percibir su esencia, pese a no ser capaz de expresarla con palabras. Este postulado deviene circular (una buena persona es una persona llena de esta esencia indefinible), de modo que para subir a bordo tendrá que abrirse camino sirviéndose de un conocimiento intuitivo, más que explícito, de la Bondad.
 Platón creía firmemente que la educación ética era indispensable para obtener un comportamiento moral. Hacía hincapié en que la capacidad de pensar con actitud crítica (en sus tiempos, esto aludía a la geometría euclidiana) era el requisito previo de todo razonamiento moral. Por consiguiente, se quedaría horrorizado con el método que seguimos para enseñar ética a los niños más pequeños, suponiendo que lo hagamos. Si Platón tuviera que juzgar el sistema educativo estadounidense contemporáneo en su conjunto, lo encontraría éticamente empobrecido y moralmente fallido.
 Haríamos bien en seguir el consejo de Platón y sentar unos cimientos de pensamiento crítico y matemáticas antes de saltar a la ética. Como mínimo, deberíamos enseñar cómo se razona sobre la causa y el efecto. Si usted tiene hijos pequeños, deténgase a pensar cuántas veces al día se oye a sí mismo decir: "Eso no se hace", "Si eres una niña buena...", "¡Eso está mal!". De acuerdo, a un crío de dos años no va a largarle un discurso sobre el motivo de cada cosa, pero a medida que sus hijos vayan creciendo será preciso que les explique las razones y los ayude a desarrollar la capacidad de pensar moralmente sobre sus actos; de lo contrario, las normas que usted dicte no les parecerá más que una lista de reglas arbitrarias. En el colegio ya no se ocuparán de hacerlo por usted, y sin ello, sus hijos no serán capaces de conducirse con arreglo a la moral, requisito imprescindible para alcanzar la madurez personal y social. ¡Y además no le obedecerán!
 En tanto que los socio-biólogos consideren que la ética emana de la naturaleza, también serán naturalistas, aunque no por ello tienen que estar de acuerdo con los planteamientos idealistas de Platón. También las religiones son naturalistas, puesto que atribuyen la Bondad a Dios, quien presuntamente nos la confiere a nosotros.
 Otra gran escuela filosófica occidental de pensamiento sobre "¿Qué es el bien?" es el antinaturalismo, que también se presenta en distintas variedades. El antinaturalismo, en general, afirma que no hay nada en la naturaleza que sea bueno o malo. Es decir, lo moral y lo natural son cosas distintas. Hobbes, que era nominalista, fue un gran defensor de esta escuela. Tal como hemos visto, los nominalistas sostienen que no hay valores universales, que bien y mal sólo son nombres que damos a las cosas. El bien y el mal no existen, nos diría Hobbes, sólo lo que gusta y desagrada a las personas. La moralidad, en la práctica, es limitada, personal y subjetiva. No hay dos personas que se muestren completamente de acuerdo en las reglas básicas, lo cual explica que entremos en conflicto con tanta facilidad. 
 G.E. Moore, otro destacado antinaturalista, creía que si bien hay muchas cosas que podemos medir con instrumentos, el Bien no se cuenta entre ellas. O mejor, lo contrario, que el Bien no puede definirse ni analizarse. Cuando tratamos de valorarlo, caemos en la "falacia naturalista". Moore no reconoce ninguna esencia detectable de bondad. Nadie sabe decir qué significa el Bien, sostiene, y sin duda no es una mera cuestión de etiquetar cosas (para diferenciar su postura de la de Hobbes). Moore creía que hay actos correctos y erróneos, pero que éstos no se derivan de ninguna idea concreta del Bien.

 El bien, entonces, si con ello nos referimos a esa cualidad que afirmamos que pertenece a una cosa cuando decimos que algo es bueno, no se ajusta a ninguna definición, en el sentido más amplio de la palabra. G.E.Moore
 
 Hume anticipó la línea de pensamiento de Moore. Sostenía que uno nunca puede "derivar el deber del ser", dando a entender que no se puede sacar ninguna conclusión lógica sobre lo que debe hacerse partiendo simplemente de lo que se ha hecho.
 Por ejemplo, sólo porque X haga daño a Y no significa que X hiciera mal al perjudicar a Y. Sólo cabe considerarlo así mediante la premisa adicional de que hacer daño a otro está mal, pero en ese caso se habrá asumido, que no demostrado, un principio moral. Hume hacía hincapié en que, aunque emitamos juicios de valor, debemos reconocer que no son productos de hechos innegables.
 Una tercera manera de pensar sobre el Bien es la llamada ética de la virtud de Aristóteles, que ya hemos visto en varios casos hasta ahora. La ética de la virtud sostiene que la bondad es resultado de las virtudes. Si inculcamos virtudes en las personas, éstas serán buenas. Este planteamiento también lo desarrollaron los confucionistas y muchos moralistas religiosos.

Por consiguiente, es posible ir demasiado lejos, o no lo bastante, en el miedo, el orgullo, el deseo, el enojo, la piedad y el placer y el dolor en general, y el exceso y el defecto son erróneos por igual; pero sentir estas emociones en los momentos correctos, por los objetos correctos, hacia las personas correctas, por los motivos correctos y de manera correcta, constituye el bien medio o mejor, que es fruto de la virtud. Aristóteles.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones B, 2006, en traducción de Borja Folch, pp. 240-243. ISBN: 84-96546-85-3.]

domingo, 31 de agosto de 2025

El difunto Matías Pascal.- Luigi Pirandello (1867-1936)

 

10.-La pila del agua bendita y el cenicero

 «-Usted dispense, señor Paleari -le objetaba yo-. Pero fíjese: supongamos que un gran hombre, mientras pasea, tiene la desgracia de caerse y romperse la crisma y quedarse lelo. ¿Adónde va a parar su alma?
 El señor Paleari quedóseme mirando de hito en hito, como si de pronto le cayese a los pies un pedrusco.
 -¿Que adónde va a parar el alma?
 -Sí, y lo mismo si nos ocurre esa desgracia a usted o a mí, que, aunque no soy un gran hombre, sin embargo..., ¡vamos!, razono. Suponga usted que me caigo, me rompo la crisma y me quedo lelo. ¿Qué se ha hecho de mi alma?
 Paleari juntó las manos y, con expresión de benigna lástima, me repuso:
 -Pero, ¡Dios santo!, ¿por qué quiere usted caerse y romperse la crisma, querido señor Meis?
 -Es una hipótesis...
 -Pues no, señor, siga usted paseándose tranquilamente. Cojamos a los viejos que, sin necesidad de caerse ni romperse la crisma, se vuelven chochos. Bien, ¿qué quiere decir esto? ¿Tendría usted la pretensión de querer probarme, apoyándose en esa circunstancia, que al quebrantarse el cuerpo debilítase también el alma y que la extinción del uno supone la extinción del otro? Pues, si es así, haga usted el favor de imaginarse el caso contrario, es decir, cuerpos en el colmo de la extenuación y en los cuales, sin embargo, refulge potentísima la luz del alma: Giacomo Leopardi y tantos ancianos como, por ejemplo, su santidad León XIII, sin ir más lejos. ¿Qué dice usted a esto? Pero supóngase usted ahora un piano y un pianista y, que al estarlo tocando, el piano, de pronto desafina: no suena ya esta tecla, dos o tres cuerdas saltaron. Pues bien: naturalmente, con un instrumento tan estropeado, por fuerza ha de tocar mal el pianista, por más diestro que sea. Pero y si, por fin, el piano deja de ser, ¿será que no existe ya tampoco el pianista?
 -¿Quiere usted dar a entender que el cerebro es el piano y el alma el pianista?
 -Eso mismo, señor Meis. Y si el cerebro se estropea, por fuerza el alma ha de parecer mema o loca, o qué sé yo. Lo cual quiere decir que si el pianista rompió, no por accidente, sino por inadvertencia o adrede, el instrumento, habrá de pagarlo. El que rompe, paga; se paga todo; sí, señor, todo. Pero ésta es otra cuestión. Dispénseme usted, pero dígame: ¿no hace mella alguna en su ánimo ver que la Humanidad toda, hasta donde hay noticia de ella, alimentó siempre la aspiración a otra vida más allá? Este es un hecho, señor mío: un hecho, una prueba positiva.
 -Dicen que el instinto de conservación...
 -Pues no es así, para que usted se entere. Porque, lo que es yo, me chincho, ¿sabe usted?, en esta vil pelleja que me envuelve. Me pesa, y si la soporto es porque sé que debo soportarla; pero en probándome, ¡voto a Cristo!, que después de haberla soportarlo por espacio de otros cinco o seis o diez años, aún no habré pagado mi escote de algún modo y que todo ha de acabar aquí, pues, ¡nada!, que ya me la estoy arrancando. ¿Y quiere usted decirme dónde está, entonces, el instinto de conservación? Yo sigo tirando únicamente porque siento que la cosa no puede parar en eso. Sólo que a esto salen diciéndome que una cosa es el individuo y otra la Humanidad. El individuo acaba, la especie sigue evolucionando. ¡Vaya un modo de discurrir! Fíjese, si no, un poco, señor Meis. ¡Como si usted, yo, el vecino de al lado, todos, en una palabra, no fuésemos la Humanidad! ¿Y no pensamos todos nosotros, allá en nuestro fuero interno, que sería el colmo del absurdo, la cosa más atroz, el que todo hubiera de reducirse a este mundo, a este mísero soplo de nuestra vida terrena: cincuenta, sesenta años de calamidades, sinsabores y luchas? Y, todo, ¿por qué? ¡Pues por nada! ¡Por la Humanidad! Pero ¿y si la Humanidad no ha de ser tampoco eterna? Fíjese usted, señor Meis: ¿a qué habrán venido, entonces, toda esta vida, todo este progreso, toda esta evolución? ¿A nada?... ¡Pero si luego salen diciéndonos que la nada, la nada pura, no existe!... La curación del planeta, como dijo usted el otro día, ¿verdad? Bueno: supongamos que sea la curación; sólo hay que ver en qué sentido. Lo malo que tiene la ciencia, señor Meis, es eso precisamente: que no ve más allá de la vida...
 -¡Hombre! -suspiré yo, sonriendo-. Puesto que tenemos que vivir...
 -Pero, ¡también tenemos que morir! -replicome Paleari. 
 -Conformes, pero, ¿por qué pensar tanto en ello?
 -¿Que por qué? Pues porque no podemos atinar con el sentido de la vida si de algún modo no nos explicamos también la muerte. El criterio director de nuestros actos, el hilo para salir de este laberinto, la luz, en suma, señor Meis, la luz hemos de recibirla de allá, de la muerte.
 -¿Con la oscuridad que allí reina?
 -¿Oscuridad? ¡La habrá para usted! Pero pruebe usted a encender una lamparilla de fe con el aceite puro del alma. En faltándonos esta lamparilla, no hacemos más que dar tumbos de acá para allá en esta vida, como ciegos, pese a toda la luz eléctrica que hemos inventado. Buena, bonísima resulta para la vida la luz eléctrica; pero nosotros, señor Meis, necesitamos también de esa otra lamparita que nos alumbra un poco las sombras de la muerte. Mire usted: yo, muchas noches, procuro encender también cierto farolillo de cristal color de rosa; no hay más remedio que ingeniarse por todos los modos posibles de echar el resto para intentar ver... Ahora se encuentra en Nápoles Terencio, mi yerno; pero dentro de unos meses estará de vuelta y entonces yo le invitaré a usted a asistir, si quiere, a alguna de nuestras modestas sesiones. Y quién sabe si ese farolillo... Pero punto en boca, que por hoy ya le he dicho bastante.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Salvat Editores, 1971, en traducción de R. Cansinos Assens, pp. 107-110. Depósito legal: NA-42-1971.]
 

domingo, 24 de agosto de 2025

Pienso, luego río.- John Allen Paulos (1945)

Capítulo IV: Gente

 «Marvin Minsky, un eminente científico de ordenadores, ha escrito: "Cuando se construyan máquinas inteligentes, no debemos extrañarnos de encontrarlas tan confusas y tercas como los hombres en sus convicciones sobre la mente y la materia, la conciencia, la libre voluntad y cosas por el estilo". Esto parece tener sentido, aunque yo sustituiría el "cuando" por "si".
 Además de las preocupaciones filosóficas, esas "máquinas" inteligentes tendrán probablemente sentido del humor. En realidad, una variante de la prueba de Turing para la inteligencia de una máquina podría ser construir un programa que reconociera los chistes. Serían necesarias todas las habilidades intelectuales integradoras mencionadas antes, junto con una apreciación de los matices emocionales. Esta combinación de cualidades no es tan corriente, ahora que lo pienso, ni siquiera entre los humanos.

 Un matrimonio muy viejo, pasados los noventa, visita a un abogado divorcista. El abogado les pregunta:
 -¿Por qué ahora? Han pasado ustedes los noventa años, llevan más de setenta casados, ¿por qué divorciarse a estas alturas?
 -Queríamos esperar hasta que los niños se hubiesen muerto -explican ellos.

 Si se ha reído usted, probablemente no tiene usted silicio en el cerebro (acero en el corazón, tal vez, pero no silicio en el cerebro).

**********************

 Es concebible que con el avance de la inteligencia artificial, los chistes étnicos sean sustituidos por chistes robóticos.

 Dos robots en campaña electoral para un partido de derechas llegan a un cartel del MOPU*: DESVÍO OBLIGATORIO A LA IZQUIERDA. Lo dejan hecho trizas.
 El robot de la ferretería dejó el trabajo. Se le aflojaban las tuercas cada vez que alguien se le acercaba con un destornillador.

*********************

 Una importante distinción en la ciencia de ordenadores es la diferencia que hay entre el "hardware" y el "software" del ordenador. Aunque la diferencia no siempre es clara, "hardware" se refiere a los aspectos físicos del ordenador (cintas, discos, transistores, pastillas, etc.), mientras que "software" se refiere a los programas que funcionan en el ordenador. El programa determina lo que hace el ordenador, cuál debe ser la sucesión de estados lógicos o programáticos. Los estados físicos del "hardware" del ordenador corresponden a esos estados lógicos o programáticos.
 Hilary Putnam ha observado que las cuestiones lógicas y lingüísticas que se plantean respecto a esta distinción entre el soporte físico y el soporte lógico son similares en algunos aspectos importantes a los que surgen en el problema tradicional del cuerpo y de la mente, de Descartes. ¿Cuál es la relación entre la mente y el cerebro (cuerpo)? ¿Cómo se afectan el uno al otro? ¿Son lo físico y lo mental inconmensurables o son diferentes aspectos del mismo fenómeno? Putnam sostiene que esos problemas tienen, en algunos aspectos, soluciones (o disoluciones) idénticas a las de los siguientes problemas análogos. ¿Cuál es la relación entre el programa y el soporte físico? ¿Cómo se afectan el uno al otro? ¿Son las propiedades de los programas y del soporte físico inconmensurables, o diferentes aspectos del mismo fenómeno?
 Comparen:
 (1) Quiero que Jorge llore en este punto de la representación, así que mientras está entre bastidores le haré pensar en algo muy triste o, si no puede, le pondré jugo de cebolla en los ojos.
 (2) Quiero que esta extraña forma helicoidal aparezca en la pantalla en este momento de la presentación, así que programa su aparición o, si no puedes, frota un imán en el cable de la interfaz, de esta manera.
 El tema de la sección siguiente (explicaciones intencionales) arroja algo de luz sobre algunas cuestiones relacionadas.

 ¿POR QUÉ SE HA TOCADO LA CABEZA JUSTO AHORA?

 "Y se plantea el problema; ¿qué queda si resto el hecho de que mi brazo sube del hecho de que levanto mi brazo? Ludwig Wittgenstein

*******************

 Myrtle: ¿Por qué creéis que ese hombre se ha tocado la cabeza justo ahora?
 Jorge: Es el entrenador de la tercera base y está dando la señal al bateador para que dé un golpe suave.
 Marta: Hace mucho viento y está asegurándose de que tiene la gorra bien calada.
 Waldo: Un complejo conjunto de descargas de las neuronas y de contracciones musculares, producido por un conjunto aún más complejo de fenómenos físicos y químicos, ha hecho que el apéndice superior derecho se mueva con tal y tal ángulo y velocidad hacia la parte lateral de la extremidad central más elevada.
 Myrtle: ¿Eh?

 Las explicaciones de Jorge y Marta difieren de la de Waldo de una forma crucial. Ellos explican dando una razón para la conducta en cuestión más que citando leyes causales. Al dar una explicación del comportamiento, Jorge y Marta lo hacen razonable a la luz de ciertas reglas y normas socialmente aceptadas, y de las creencias e intenciones del agente. Las explicaciones de este tipo, que presuponen la racionalidad de los agentes implicados, reciben el nombre de explicaciones intencionales. La explicación de Waldo, por otro lado, es causal. Si esas leyes generales son válidas y se dan esas condiciones, entonces el resultado será ése.
 Adviertan que no hay conflicto entre ambos tipos de explicación. Los dos pueden invocarse para explicar la  misma parcela de comportamiento (que la princesa Diana se haya quedado embarazada, que se hayan borrado las cintas de Watergate), aunque uno u otro pueden ser más apropiados en un contexto determinado.»

*Ministerio de Obras Públicas.

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1988, en traducción de Marta Sansigre, pp. 128-131. ISBN: 84-376-0655-1.]

domingo, 17 de agosto de 2025

La ley.- Francisco de Vitoria (1482-1546)

Los efectos de la ley
Lectura 122 repetida
Artículo primero: Si el efecto de la ley es hacer buenos a los hombres

 «1.-Responde que la intención de cualquier legislador es hacer buenos a los hombres. La segunda conclusión es que cual sea la ley tal será la bondad en los súbditos.
 Una sola dificultad hay aquí. La cuestión está en cómo ha de entenderse la primera conclusión, es decir, que la ley hace buenos a los hombres, si ha de entenderse en sentido universal de toda ley. Acerca de la ley natural no hay duda, ni tampoco de la divina positiva, ni de la eclesiástica divina, pero sí hay duda acerca de la civil, si la intención del rey deba ser el hacer buenos a los hombres o más bien hacerlos ricos o sanos.
 Hay que notar que, como ha dicho antes el Doctor, lo que hace a los hombres buenos simplemente es sólo la virtud moral. Por eso un gran filósofo no se dice con propiedad que sea bueno simplemente, sino buen filósofo; de un teólogo, buen teólogo, etc. Por consiguiente, preguntarse si la intención del legislador es hacer buenos a los hombres es exactamente lo mismo que preguntarse si debe inducir a los hombres a las virtudes morales.
 2.-Hay algunos que piensan que no, y si lo hace será en cuanto hombre bueno, no porque eso sea de su competencia, pues los legisladores son como los artistas, que no pretenden la bondad moral sino la artística. La finalidad del rey es la misma que la de la ciudad y la de la república, ya que éstas son su fin; porque un hombre solo no se basta a sí mismo, por eso los hombres no andan vagando por los montes como las fieras, porque cada uno necesita de los demás y uno solo no puede hacer todas las cosas. De aquí que no pueda un hombre vivir solo, sino que es necesario que los hombres se ayuden mutuamente. Parece, por consiguiente, que los hombres no se congregan en una ciudad por el bien moral sino a causa de esa indigencia del hombre. Ahora bien, el fin de la ciudad y el del legislador es el mismo; luego, el fin y la intención del legislador no es inducir a los hombres al bien moral, sino al bien natural y a liberarse de esa indigencia.
 Esto se confirma porque la facultad civil no se distinguiría de la eclesiástica, ya que el fin de la eclesiástica es hacer a los hombres buenos simplemente; ahora bien, todas las facultades se distinguen por el fin; luego... Se confirma además porque se seguiría que correspondería a la facultad civil instituir los sacramentos de la Iglesia. Está claro, porque los sacramentos son necesarios para que los hombres sean buenos simplemente; y así el rey tendría la facultad de hacer leyes eclesiásticas, lo cual es falso. Y se confirma también por el tercer argumento de santo Tomás: aunque alguien sea malo para sí mismo, puede ser bueno en orden al bien común y puede observar todas las leyes civiles, como, por ejemplo, el que fornica no obra contra ninguna ley civil, ni el que jura en falso, ni el que mata a su mujer por causa de fornicación. Y, sin embargo, no son buenos simplemente; luego...
 A esto hay que responder que uno puede obrar bien en orden al bien común y obrar mal en orden a sí mismo; pero esto se niega porque, si uno es envidioso, avaro o ladrón, no obra bien; pues el bien común se compone de los bienes particulares, del mismo modo que es imposible hacer una buena casa con malos materiales.
 3.-Santo Tomás, en la solución a la tercera dificultad, responde con una palabra que parece echar por tierra todo lo que hemos dicho. Dice, en efecto, que el bien común puede darse perfectamente si al menos los príncipes son buenos. Con lo que parece conceder que aunque los demás sean malos puede perfectamente darse el bien común, porque puede ser que uno sea un buen ciudadano y no un hombre bueno.
A esta cuestión respondo que sin duda la intención del rey es hacer a los hombres buenos simplemente, e inducirlos a la virtud. Esto se prueba de la siguiente manera. La intención del legislador, como el último fin de la ley, según ha dicho y probado el Doctor antes, es el bien común. De donde se sigue que es necesario que la ley mire, sobre todo, al bien común, que es la felicidad. Así Aristóteles dice que las leyes justas producen la felicidad. Otros filósofos pusieron la felicidad en la virtud, pero Aristóteles sostiene que la esencia de la felicidad consiste en la virtud; concede, sin embargo, que las cosas que para otros son indiferentes, como las riquezas, ayudan a la felicidad. Por consiguiente, estando la mayor parte de la felicidad en la virtud, no pueden ser buenos ciudadanos, aunque sean ricos, si no son amantes de la virtud. Se prueba esto por la autoridad de la Sagrada Escritura: "Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios". Luego, el fin también viene de Dios.  Y "el que resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios". Ahora bien, si las leyes no hacen otra cosa que dar el bienestar natural, ¿por qué quien resistiera al rey iba a resistir al orden de Dios? De aquí se deduce que "se atraen sobre sí la condenación. ¿Quieres vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien..."; luego el legislador intenta hacer buenos a los hombres simplemente. Muchas cosas dice Pablo a este propósito. Y también Pedro. "Someteos a toda institución humana por amor de Dios".
 Se prueba también porque la república misma tiene autoridad para inducir a los hombres a la virtud, puesto que la tiene para inducirlos al bien útil y delectable que son bienes menores. Y no ejerce la autoridad si no es por medio de la ley; luego, la intención de la ley es..., etc. Asimismo el padre de familia debe procurar hacer honrados a sus hijos; ahora bien la familia es una parte de la república; por consiguiente mucho más la república misma...
 Se prueba, por último, porque los príncipes han dado leyes que pertenecen al orden moral, como, por ejemplo, prohíben la blasfemia, la sodomía, etc.; luego, las leyes deben referirse a los actos de las virtudes. De lo contrario no valen para nada. Y aunque a alguno le parece que miran al bien privado, como, por ejemplo, los tributos, pertenecen, sin embargo, al bien común.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2009, en edición de Luis Frayle Delgado, pp. 21-25. ISBN: 978-84-309-4860-4.]

domingo, 10 de agosto de 2025

Ilíada.- Homero (ca. siglo VIII a.C.)

 

Canto XIX

 «Eos, de azafranado peplo, se levantaba de la corriente del Océano para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves con la armadura que Hefesto le entregara. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, llorando copiosamente, y en torno suyo a muchos amigos que derramaban lágrimas. La divina entre las diosas se puso en medio, asió la mano de Aquiles y hablóle de este modo:
 "¡Hijo mío! Aunque estamos afligidos, dejemos que ése yazga, ya que sucumbió por voluntad de los dioses; y tú recibe la armadura fabricada por Hefesto, tan excelente y bella como jamás varón alguno la haya llevado para proteger sus hombros".
 La diosa, apenas acabó de hablar, colocó en el suelo delante de Aquiles las labradas armas y éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino temblor; sin atreverse a mirarlas de frente, huyeron espantados. Mas Aquiles, así que las vio, sintió que se le recrudecía la cólera; los ojos le centellearon terriblemente, como una llama, debajo de los párpados; y el héroe se gozaba teniendo en las manos el espléndido presente de la deidad. Y cuando hubo deleitado su ánimo con la contemplación de la labrada armadura, dirigió a su madre estas aladas palabras:
 "¡Madre mía! El dios te ha dado unas armas como es natural que sean las obras de los inmortales y como ningún hombre mortal las hiciera. Ahora me armaré, pero temo que en el entretanto penetren las moscas por las heridas que el bronce causó al esforzado hijo de Menetio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo -pues le falta vida- y corrompan todo el cadáver".
 Respondióle Tetis, la diosa de los argentados pies: "Hijo, no te preocupe el ánimo tal pensamiento. Yo procuraré apartar los inoportunos enjambres de moscas, que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservará igual o más fresco que ahora. Tú convoca a junta a los héroes aqueos, renuncia a la cólera contra Agamenón, pastor de pueblos, ármate en seguida para el combate y revístete de valor".
 Dicho esto, infundióle fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía y rojo néctar en la nariz de Patroclo, para que el cuerpo se hiciera incorruptible.
 El divino Aquiles se encaminó a la orilla del mar, y dando horribles voces, convocó a los héroes aqueos. Y cuantos solían quedarse en el recinto de las naves y hasta los pilotos que las gobernaban y como despenseros distribuían los víveres, fueron entonces a la junta; porque Aquiles se presentaba después de haberse abstenido de combatir durante mucho tiempo. El intrépido Tidida y el divino Odiseo, ministros de Ares, acudieron cojeando, apoyándose al arrimo de la lanza -aún no tenían curadas las graves heridas- y se sentaron delante de todos. Agamenón, rey de hombres, llegó el último y también estaba herido, pues Coón Antenórida habíale clavado su broncínea pica. Cuando todos los aqueos se hubieron congregado, levantándose entre ellos, dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
 "¡Átrida! Mejor hubiera sido para entrambos continuar unidos que sostener, con el corazón angustiado, roedora disputa por una doncella. Así la hubiese muerto Artemisa en las naves con una de sus flechas el mismo día que la cautivé al tomar a Lirneso; y no habrían mordido el anchuroso suelo tantos aquivos como sucumbieron a manos del enemigo mientras duró mi cólera. Para Héctor y los troyanos fue el beneficio y me figuro que los aqueos se acordarán largo tiempo de nuestra altercación. Mas dejemos lo pasado, aunque nos hallemos afligidos, puesto que es preciso refrenar el furor del pecho. Desde ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre irritado. Mas, ea, incita a los aqueos, de larga cabellera, a que peleen y veré, saliendo al encuentro de los troyanos, si querrán pasar la noche junto a los bajeles. Creo que con gusto se entregará al descanso el que logre escapar del feral combate, puesto en fuga por mi lanza".
 Así habló, y los aqueos, de hermosas grebas, holgáronse de que el magnánimo Pelida renunciara a la cólera. Y el rey de hombres Agamenón les dijo desde su asiento, sin levantarse en medio del concurso.
 "¡Oh, amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! Bueno será que escuchéis sin interrumpirme, pues lo contrario molesta aun al que está ejercitado en el hablar. ¿Cómo se podría oír o decir algo en medio del tumulto producido por muchos hombres? Hasta un orador elocuente se turbaría. Yo me dirigiré al Pelida; pero vosotros, los demás argivos, prestadme atención y cada uno comprenda bien mis palabras. Muchas veces los aqueos me han increpado por lo ocurrido, y yo no soy el culpable, sino Zeus, la Moira y Erinia, que vaga en las tinieblas; los cuales hicieron padecer a mi alma, durante la junta, cruel ofuscación el día en que le arrebaté a Aquiles la recompensa. Mas ¿qué podía hacer? La divinidad es quien lo dispone todo. Hija venerada de Zeus es la perniciosa Até, a todos tan funesta: sus pies son delicados y no los acerca al suelo, sino que anda sobre las cabezas de los hombres, a quienes causa daño, y se apodera de uno, por lo menos, de los que contienden. En otro tiempo fue aciaga para el mismo Zeus, que es tenido por el más poderoso de los hombres y de los dioses; pues Hera, no obstante ser hembra, le engañó cuando Alcmena había de parir al fornido Heracles en Tebas, ceñida de hermosas murallas. El dios, gloriándose, dijo así ante todas las deidades: 
 "Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta. Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz un varón que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre, reinará sobre todos sus vecinos".
 Respondíole con astucia la venerable Hera: "Mientes y no cumplirás lo que dices. Y si no, ea, Zeus Olímpico, jura solemnemente que reinará sobre todos sus vecinos el niño que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de tu sangre, caiga hoy a los pies de una mujer".
 Tal dijo. Zeus, no sospechando el dolo, prestó el gran juramento que tan funesto le había de ser. Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo y pronto llegó a Argos de Acaya, donde vivía la esposa ilustre de Esténelo Perseida. Y como ésta se hallara encinta de siete meses cumplidos, la diosa sacó a luz el niño, aunque era prematuro, y retardó el parto de Alcmena, deteniendo a las Ilitias. Y en seguida participóselo al Crónida diciendo:
 "¡Padre Zeus, fulminador! Una noticia tengo que darte. Ya nació el noble varón que reinará sobre los argivos: Euristeo, hijo de Esténelo Perseida, descendiente tuyo. No es indigno de reinar sobre aquéllos".
 Tales fueron sus palabras y un agudo dolor penetró en el alma del dios que, irritado en su corazón, cogió a Até por los nítidos cabellos y prestó solemne juramento de que Até, tan funesta a todos, jamás volvería al Olimpo y al cielo estrellado. Y volteándola con la mano, la arrojó del cielo. En seguida llegó Até a los campos cultivados por los hombres. Y Zeus gemía por causa de ella, siempre que contemplaba a su hijo realizando los penosos trabajos que Euristeo le impusiera.
 Por esto, cuando el gran Héctor, de tremolante casco, mataba a los argivos junto a las popas de las naves, yo no podía olvidarme de Até, cuyo funesto influjo había experimentado. Pero ya que falté y Zeus me hizo perder el juicio, quiero aplacarte y hacerte muchos regalos, y tú marcha al combate y anima a los demás guerreros. Voy a darte cuanto ayer te ofreció en tu tienda el divino Odiseo. Y si quieres, aguarda, aunque estés impaciente por combatir, y mis servidores traerán de la nave los presentes para que veas si son capaces de apaciguar tu ánimo los que te brindo".»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1982, en traducción de Luis Segalá y Estalella, pp. 311-314. ISBN: 84-7530-113-4.]

domingo, 3 de agosto de 2025

La conjuración de Venecia.- Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862)

Escena III

«Rugiero: (Se descubre y saluda a los demás.) No ha sido culpa mía el haber tardado estos pocos momentos: una casualidad, tal vez de leve importancia, me ha hecho suspender el propósito de entrar en el palacio... Toda la noche había notado que me seguía un máscara, vestido de negro... en vano atravesaba yo los puentes, cruzaba el bullicio en la plaza, mudaba mil veces de rumbo... siempre le veía cerca de mí, cual si fuese mi sombra. A veces sospeché, hallándole por todas partes, que quizá fuesen varios, de traje parecido; y hasta llegué a dudar si sería mi propia imaginación la que así los multiplicaba ante mis ojos... Al cabo me vi libre un instante, y lo he aprovechado.
 Mafei: En esta época del año, nada tiene de singular esa aventura: tal vez os hayan confundido con otro; y aun la mera curiosidad bastaría para que alguno haya formado empeño de conoceros.
 Dauro: Ni la más leve circunstancia debe desatenderse, en crisis de tanto momento... ¿Quién sabe si acecharán los pasos de Rugiero por algún recelo o sospecha?... Todos conocemos a fondo las malas artes de ese tribunal, digno apoyo de la tiranía: mina la tierra que pisamos; oye el eco de las paredes; sorprende hasta los secretos que se escapan en sueños...
 Thiépolo: Poco le han de valer ya su astucia misteriosa, sus infames espías, sus mil bocas de bronce, abiertas siempre a la delación y a la calumnia... Si se muestra ahora aún más activo y tremendo, desde que está a su frente el cruel Morosini, antes lo tengo por buen anuncio que por malo; no es síntoma de robustez, sino la agonía de un moribundo.
 Badoer: ¿Y por qué tardamos en señalar su última hora?... En las grandes empresas el mayor peligro está en la dilación...
 Jacobo Querini: Y tal vez en precipitarlas. No es mi ánimo, nobles señores, contrarrestar vuestra resolución generosa; y después de haber agotado en vano todos los medios de persuasión y de templanza, conozco a pesar mío que es necesario, so pena de mayores males, oponerse resueltamente a tamaño atentado. Mas ya que la ceguedad de unos pocos nos obliga a tan duro extremo, ¿no debemos prever todas las consecuencias, y evitar los estragos de una revolución?... No basta tener en favor nuestro la razón y las leyes; siempre es aventurado encomendar su triunfo al incierto trance de las armas; y es mala lección para los pueblos enseñarles a reclamar justicia, desplegando la fuerza...
 Thiépolo: (Interrumpiéndole.) ¿Y qué otro recurso nos queda para arrancar a unos detentores infames el depósito que han usurpado?... ¡Vosotros lo sabéis: las quejas se gradúan de delito, las reclamaciones de crimen y el patíbulo ahogan la voz de los que osan invocar las leyes! En ese mismo palacio cuyas puertas se cerraron ante mi padre, alzado por aclamación pública a la suprema dignidad; en ese mismo palacio en que un dux orgulloso, nombrado por sus cómplices, trama noche y día la servidumbre de su patria, no ha faltado ya quien reclame en favor de nuestros derechos, ¿y cuál ha sido la respuesta?... No necesito recordárosla: ¡aún no está enjuta la sangre de las víctimas! ¡Sin proceso ni tela de juicio, sin acusación ni defensa, en la oscuridad de la noche, a la sombra de los impenetrables muros, cayeron los leales a manos de los pérfidos; y por colmo de horror y escándalo, se apellidó luego justicia la venganza de los asesinos!
 Marcos Querini: Calma, Boemundo, calma ese aliento generoso, tan necesario en la pelea como arriesgado en el consejo: cuando se trata de asunto de tamaña importancia, más vale seguir la luz de la prudencia que los ímpetus del corazón. Nuestros sentimientos son los mismos, uno nuestro deseo; y aunque ves estas canas sobre mi frente, tan resuelto estoy como el que más a derramar mi sangre, por no dejar a mi patria en tan indigna esclavitud. Mas antes de aventurarlo todo, conviene no olvidar el poder y la astucia de nuestros contrarios y asegurar el buen éxito de la empresa por cuantos medios estén al alcance de la prudencia humana...
 Badoer: ¿Y qué nos falta ya?... Las tropas de mi mando están prontas y llegarán de Padua al momento preciso...
 Rugiero: Los guerreros que siguen mis banderas me demandan a cada instante la señal anhelada...
 Embajador: Por no excitar inquietud y sospechas, aún no se han internado en el golfo las galeras de Génova; pero el almirante aguarda ya mis órdenes y el pabellón de una república amiga vendrá a solemnizar también el triunfo de Venecia.
 Jacobo Querini: ¿Y los nobles?... ¿Y el pueblo?...
 Dauro: ¿Quién puede dudar de que estén por nosotros? Despojadas de sus prerrogativas cien familias ilustres, perseguidas otras, amenazadas todas, ansían en secreto la caída de los usurpadores y el recobro de los antiguos fueros: a una voz, a un acento, no habrá noble veneciano, digno de su estirpe, que no empuñe la espada en nuestro favor.
 Badoer: Y yo respondo con mi cabeza de la cooperación del pueblo. La ruina de nuestra armada en Curzola, la derrota del Po, la pérdida de Tolemaida, la miseria y el hambre, todas las plagas juntas, han apurado ya la paciencia y el sufrimiento; no hay nadie que no anhele ver el término de tantos males.
 Mafei: ¡La maldición del cielo ha caído sobre Venecia y pide a gritos el castigo de los culpables: ni aun nos queda el recurso, en medio de tantas desdichas, de recibir los consuelos de la religión y llorar siquiera en los templos!... Cerradas sus puertas, prófugos sus ministros, interrumpidos los cánticos y sacrificios, en vano tendemos los brazos al Pastor santo de los fieles... Su tremendo entredicho pesa sobre nosotros; y a su voz todas las naciones nos repulsan como apestados, o nos persiguen como a fieras.
 Thiépolo: ¿Qué aguardamos, pues, qué aguardamos?...
 Dauro: A cada instante se agravan los males y se dificulta el remedio.
 Rugiero: La menor tardanza puede sernos funesta.
 Mafei: ¡Ni un día más!
 Varios conjurados: ¡Ni un solo día!
 Marcos Querini: Pues tan resueltos os mostráis a tentar cuanto antes el último recurso, concertemos el plan con madurez y detenimiento, dejando cuanto menos sea dable a los azares de la suerte. Sé bien que podemos contar, al menos por el pronto, con más fuerzas que nuestros contrarios, ¿pero no debemos procurar que nuestro triunfo cueste pocas lágrimas y evitar con todo empeño el derramamiento de sangre?... Quisiera yo también, y daría mi vida por lograrlo, que se tomasen todas las precauciones para que el pueblo no sacuda el freno, y no empañe nuestra victoria con desórdenes y demasías. Ha nacido para obedecer, no para mandar; y al mismo tiempo que vea desmoronarse la obra inicua de la usurpación, debe admirar más firme y sólido el antiguo edificio de nuestras leyes. Rescatemos, sí, rescatemos de manos infieles la herencia de nuestros mayores, mas no expongamos el bajel del estado a las tormentas populares.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Espasa-Calpe, 2004, en edición de Juan Francisco Peña, pp. 91-96. ISBN: 84-670-1320-6.]
 

domingo, 27 de julio de 2025

El haya de los judíos.- Annette von Droste-Hülshoff (1797-1848)

 

  «En tal medio nació Friedrich Mergel [...] El padre de Friedrich, el viejo Hermann Mergel, había sido en su juventud lo que se dice un metódico bebedor, esto es, un tipo que sólo los domingos y días festivos yacía en la acequia, y durante la semana tenía tan buenos modales como cualquier otro. De ahí que no tuviese dificultades cuando pretendió a una muchacha bonita y de buena posición. La boda fue muy alegre. Mergel no bebió demasiado y los padres de la novia regresaron por la noche satisfechos a su casa; pero al domingo siguiente pudo verse a la joven esposa, lanzando gritos y manchada de sangre, correr por el pueblo en dirección a la casa de sus padres dejando abandonados sus buenos vestidos y demás enseres caseros. Esto supuso un  gran escándalo para el pueblo y enorme disgusto para Mergel, quien estaba necesitado de consuelo. Aquel mismo día por la tarde no quedaba ni un cristal sano en su casa y se le vio hasta altas horas de la noche tendido delante del umbral; de vez en cuando se llevaba a la boca un trozo de botella rota, con el que hería su cara y las manos de manera lastimosa. La joven esposa permaneció junto a sus padres, donde se fue consumiendo de pena hasta que murió. No se sabe a ciencia cierta si el arrepentimiento o la vergüenza le martirizaban, el hecho es que parecía cada vez más necesitado de consuelo y pronto se le contó entre los sujetos completamente degenerados. La hacienda se vino abajo; extrañas mujeres trajeron la vergüenza y la ignominia; así transcurrieron los años, Mergel era y seguía siendo un viudo desconcertado y miserable, hasta que de pronto apareció de nuevo como novio. El asunto era de por sí inesperado y la personalidad de la novia contribuyó a aumentar la sorpresa. Margreth Semmler era una persona honrada y decente, ya de cuarenta años; en su juventud había sido una belleza de la aldea y todavía ahora se la consideraba como inteligente y buena administradora, y además no pobre de recursos económicos; y por eso nadie comprendió el motivo que la había empujado a dar este paso. Sin embargo, creemos encontrar el motivo en la conciencia que ella tenía de su propia perfección y seguridad, pues la tarde anterior a la misma boda ella misma dijo: "Una mujer que es maltratada por su marido es tonta o no sirve para nada; si me va mal, decid que la culpa es mía". Desgraciadamente el resultado demostró que ella había sobreestimado sus fuerzas. Al principio infundió respeto a su marido, que no solía entrar en casa deslizándose por el granero cuando venía algo bebido, pero el yugo le oprimía demasiado para soportarlo largo tiempo y pronto le vieron cruzar la callejuela tambaleándose y entrar en la casa; se oyó en el interior su escandaloso alboroto y se vio cómo Margreth corría y cerraba la puerta y las ventanas. Un día de ésos -que no era domingo- la vieron salir precipitadamente de la casa, sin cofia ni pañuelo, el cabello suelto sin peinar, arrodillarse junto a un macizo de hierbas y palpar la tierra con las manos, después miró temerosa en torno suyo, cortó rápidamente un manojo de hierbas y lentamente volvió a la casa; pero no entró por la puerta sino por el granero. Se decía que Mergel le había puesto la mano encima por vez primera aquel día, a pesar de que tal confesión jamás salió de sus labios. A los dos años de este desgraciado matrimonio llegó un hijo -no se puede decir que con regocijo, pues Margreth tuvo que haber llorado mucho cuando el niño nació. Sin embargo, aunque aquel niño había sido gestado bajo un corazón lleno de amargura, Friedrich fue un niño sano y bonito que creció fuerte al aire libre. El padre le quería mucho, nunca venía a casa sin traerle un trocito de bollo o algo parecido, y hasta se creía que, desde el nacimiento del muchacho, Mergel se había vuelto más ordenado; al menos, el alboroto en la casa había disminuido.
 Friedrich tenía nueve años; era por la fiesta de los Reyes Magos; una noche de invierno cruda y tempestuosa. Hermann había asistido a una boda y se puso temprano en camino porque la casa de la novia distaba tres cuartos de milla. Aunque había prometido regresar al atardecer, la señora Mergel no contaba con ello, ya que tras la puesta del sol había comenzado a nevar copiosamente. Hacia las diez atizó las cenizas del hogar y se preparó para ir a dormir. Friedrich estaba a su lado, medio desnudo y escuchaba los aullidos del viento y el trepidar de los tragaluces de la casa.
 -Madre, ¿no viene padre hoy? -preguntó.
 -No hijo, mañana.
 -¿Pero por qué no, madre? ¡Si prometió venir!
 -¡Ay, Dios mío, si mantuviera todo lo que promete! ¡Anda, anda, termina!
 Apenas se habían acostado cuando se levantó un vendaval que parecía querer arrancar la casa del suelo. El dosel de la cama temblaba y el viento que se introducía por el hueco de la chimenea bramaba como un fantasma.
 -¡Madre, están golpeando fuera!
 -Calla, Friedrich, es la tabla de la cornisa que está floja y la mueve el viento.
 -¡No madre, es en la puerta!
 -La puerta no cierra bien; el picaporte está roto. ¡Dios, duérmete de una vez! No me eches a perder el breve descanso de la noche.
 -Pero ¿y si padre viniese ahora?
 La madre se dio la vuelta bruscamente en la cama.
 -¡A ése le tiene el diablo bien agarrado!
 -¿Dónde está el diablo, madre?
 -¡Ya verás trasto! ¡Está detrás de la puerta y va a venir a por ti como no te calles!
 Friedrich se calló; escuchó un ratito todavía y después se durmió. Transcurridas unas horas se despertó. El viento había cambiado y, ahora, a través de la rendija de la ventana le silbaba al oído como una serpiente. Su hombro estaba entumecido de frío, se deslizó bajo las sábanas y el miedo le hizo permanecer completamente inmóvil. Transcurrido un rato notó que la madre tampoco dormía. La oyó llorar y de vez en cuando decía:
 -¡Dios te salve, María! ¡Ruega por nosotros, pecadores!
 Las cuentas del rosario se deslizaron por el rostro del niño... Se le escapó un suspiro involuntario.
 -Friedrich, ¿estás despierto?
 -Sí, madre.
 -Hijo, reza un poco, ya sabes la mitad del Padre Nuestro. ¡Para que Dios nos proteja de la escasez de agua y de fuego!»

  [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1996, en edición de Ana Isabel Almendral, pp. 87-90. ISBN: 84-376-1451-1.]