II.- La profanación secular
«Existen dos notable diferencias entre nuestras ideas europeas contemporáneas acerca de la profanación y aquellas llamadas de las culturas primitivas. Una es que el acto de evitar la suciedad es para nosotros cosa de higiene o estética, sin tener nada que ver con nuestra religión. En el capítulo 5 (Mundos Primitivos), diré más sobre la especialización de ideas que separa de la religión a nuestras nociones acerca de la suciedad. La segunda diferencia es que nuestra idea de la suciedad está dominada por el conocimiento de los organismos patógenos. La transmisión de las bacterias de la enfermedad fue un gran descubrimiento del siglo XIX. Produjo la revolución más radical que haya tenido lugar en la historia de la medicina. De tal manera ha transformado nuestras vidas que se hace difícil pensar en la suciedad como no sea en el contexto de lo patógeno. Sin embargo, nuestras ideas de la suciedad no son a todas luces tan recientes. Seamos capaces de hacer un esfuerzo y pensemos retrospectivamente más allá de los últimos cien años, y analicemos después las bases para evitar la suciedad antes de que hayan sido transformadas por la bacteriología; antes, por ejemplo, de que considerásemos abstraer lo patógeno y la higiene de nuestra noción de la suciedad, persistiría la vieja definición de ésta como materia puesta fuera de su sitio. Este enfoque es ciertamente muy sugestivo. Supone dos condiciones: un juego de relaciones ordenadas y una contravención de dicho orden. La suciedad no es entonces nunca un acontecimiento único o aislado. Allí donde hay suciedad hay sistema. La suciedad es el producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados. Esta idea de la suciedad nos conduce directamente al campo del simbolismo, y nos promete una unión con sistemas de pureza más obviamente simbólicos.
Podemos reconocer en nuestras nociones de suciedad el hecho de que estamos empleando un compendio universal que incluye todos los elementos rechazados por los sistemas ordenados. Se trata de una idea relativa. Los zapatos no son sucios en sí mismos, pero es sucio colocarlos en la mesa del comedor; la comida no es sucia en sí misma, pero es sucio dejar cacharros de cocina en el dormitorio, o volcar comida en la ropa; lo mismo puede decirse de los objetos de baño en el salón; de la ropa abandonada en las sillas; de objetos que debieran estar en la calle y se encuentran dentro de casa; de objetos del piso de arriba que están en el de abajo; de la ropa interior que asoma allí donde debiera estar la ropa de vestir, y así sucesivamente. En pocas palabras, nuestro comportamiento de contaminación es la reacción que condena cualquier objeto o idea que tienda a confundir o a contradecir nuestras entrañables clasificaciones.
No debemos forzamos en centrarnos exclusivamente en la suciedad. Definida de este modo aparece como categoría residual, rechazada de nuestro esquema normal de clasificaciones. Al tratar de concentrarnos exclusivamente en ella contrariamos nuestro más fuerte hábito mental, pues parece que sea cual fuere la cosa que percibimos está organizada en configuraciones de las que nosotros, los perceptores, somos en gran medida responsables. Percibir no consiste en permitir pasivamente a un órgano -digamos la vista o el oído- que reciba de afuera una impresión prefabricada, como paleta que recibiese manchas de pintura. El reconocimiento y el recuerdo no se limitan a revolver viejas imágenes de impresiones pasadas. Se está generalmente de acuerdo en que se hallan esquemáticamente determinadas desde un comienzo. En tanto que perceptores seleccionamos de entre todos los estímulos que caen bajo el área de nuestros sentidos aquellos que únicamente nos interesan, y nuestros intereses están regidos por la tendencia a hacer configuraciones a veces llamadas schema (ver Bartlett, 1932). En el caos de impresiones cambiantes cada uno de nosotros construye un mundo estable en el que los objetos tienen formas reconocibles, están localizados en profundidad y tienen permanencia. Al percibir estamos construyendo, captando algunas sugestiones y rechazando otras. Las sugestiones más aceptadas son aquellas que se ajustan más fácilmente dentro de la configuración que se está construyendo. Las sugestiones ambiguas tienden a ser tratadas como si armonizasen con el resto de la configuración. Las discordantes tienden por el contrario a ser rechazadas. Si las aceptamos hemos de modificar la estructura de los supuestos. A medida que avanza el conocimiento, nombramos los objetos. Sus nombres afectan entonces la manera en que los percibiremos la próxima vez: ya rotulados resultan más rápidamente introductibles en sus compartimientos para el futuro.
¿Pero qué pasa entonces con las otras sensaciones? ¿Qué ocurre con las posibles experiencias que no pasan el filtro? ¿Es acaso posible forzar la atención hacia rutas menos habituales? ¿Somos siquiera capaces de examinar el propio mecanismo de filtración?
Podemos ciertamente obligarnos a observar cosas que nuestra tendencia a la esquematizaci6n nos han hecho dejar de lado. Siempre es un choque descubrir que nuestra primera observación fácil ha incurrido
en error. Incluso el hecho de mirar fijamente por un aparato distorsionante de imágenes hace que algunas personas lleguen a sentirse físicamente enfermas, como si se atacase a su propio equilibrio. La señora Abercrombie sometió a un grupo de estudiantes de medicina a una serie de experimentos destinados a demostrarles el alto grado de selección que usamos en las más sencillas observaciones. «Pero no podemos vivir en un mundo de gelatina», protestó uno. «Es como si mi mundo se hubiese partido en dos». Dijo otro. Otros reaccionaron de un modo mucho más hostil.»
[El texto pertenece a la edición en español de Siglo XXI Editores, 1973, en traducción de Edison Simons, pp. 54-57. ISBN: 84-323-0115-9.]
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