domingo, 1 de junio de 2025

Pequeñeces.- Luis Coloma (1851-1915)

 

 Libro primero
VII

 «Era el marqués de Butrón una de esas medianías que en los tiempos de escasas notabilidades pasan por eminencias, debiendo sólo su altura a la escasas proporciones de los hombres y cosas de su época. Hase dicho, sin embargo, que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, y no se libraba el gran Robinsón de esta ley general de las ilustres celebridades. Consistía, pues, una de sus secretas flaquezas en teñirse cuidadosamente la barba, blanca ya por completo, para ponerla al nivel de su todavía abundante cabellera, que se conservaba negra como las alas del cuervo.
 Disponíase, pues, el respetable diplomático en aquella mañana del 26 de junio a esta operación importantísima, cuando le pasaron precipitadamente el recado de Currita. El peludo señor perdió por completo la cabeza, y temiéndolo todo de la bellaquería de la Condesa, que tenía él muy bien conocida, pidió a toda prisa un simón, y sin acordarse para nada de que su barba sin teñir iba a revelar el hasta entonces bien guardado secreto a las lenguas más hábiles en cortar sayos que encerraba la corte, corrió al palacio de aquella equívoca oveja que tanto le importaba conservar en el redil alfonsino. Los polizontes  que guardaban la puerta le dejaron pasar, según la consigna, mirándole con esa especie de receloso respeto que a las gentes bajas de un partido causan siempre los pájaros gordos del partido contrario.
 La noticia de su llegada causó sensación profundísima entre la turba de amigos y amigas que invadía el palacio, y todos, hasta los que en el comedor se hallaban, corrieron a su encuentro. Su presencia allí daba al suceso una importancia y un colorido que había muy bien calculado Currita al mandarle buscar con tanta urgencia. El gran Robinsón extendió ambos brazos al verla, exclamando: "¡Hija mía!", y la dama se dejó caer en ellos con filial abandono, sollozando fuertemente y mostrando a sus hijos, que se agarraban asustados a la falda de miss Buteffull, siempre tiesa e impasible.
 El coro general de damas comenzaba a emocionarse; pero acertó a reparar Gorito Sardona en la desteñida barba del diplomático, y apresuróse a comunicar el descubrimiento al oído de Carmen Tagle; echóse a reír ella, díjole a su vecina, ésta al que tenía al lado, y a poco una porción de solapadas risitas hacían fracasar por completo la parte patética del espectáculo.
 Butrón, sin embargo, no cayó en la cuenta y con el majestuoso continente que las circunstancias requerían, arrastró con suavidad a Currita al próximo gabinete. Sudaba como un pato y la camisa no le llegaba al cuerpo, temiendo alguna nueva trapisonda de la ilustre condesa que viniera a desacreditar sus manejos diplomáticos. Azorado, y en voz baja, y mirando a todas partes, como si temiese ver aparecer los polizontes que invadían el palacio, le dijo:
 -Pero, ¿qué es esto?... ¡Habla, hija mía!...
 Currita se dejó caer en un sofá, cubriéndose el rostro con un pañuelo.
 -¡Estoy perdida! -dijo.
 El respetable Butrón abrió la boca como si fuera a tragarse un queso entero.
 -¡Fernandito es un imbécil! -continuó Currita muy afligida.
 Butrón movió de arriba abajo la cabeza en señal de profundo asentimiento.
 -Le ha engañado Martínez... Me ha comprometido atrozmente... Es horrible, horrible... ¡Infame, Butrón, infame!
 -¡Habla bajo! -exclamaba el diplomático, sobresaltado-. Sosiégate, hija mía, sosiégate... y cuenta para todo conmigo... Para todo, ¿lo oyes?... para todo...
 Y con las dos peludas manos apretaba Robinsón, con efusión paternal, la mano de Currita.
 -Lo sé, Butrón, lo sé, y por eso acudí a usted al punto -dijo ella más sosegada-. ¡Pero es horrible, horrible!... ¡Figúrese usted que todo lo que decían de mi nombramiento de camarera es cierto!...
 -¿Cierto? -exclamó Butrón como si se le atragantase en el esófago el queso que antes parecía tragarse.
 -Fernandito le escribió al ministro solicitando para mí el cargo..., ¡sin decirme nada, Butrón!... ¡Sin contar conmigo!... ¡Vamos, si es horrible, horrible!... ¡Ay, qué marido!... Le aseguro a usted que si no fuera por mis hijos entablaba el divorcio...
 Aquí derramó Currita algunas lágrimas en aras del honrado Himeneo, cuya antorcha corría riesgo de apagarse y continuó muy bajito:
 -Por eso, como yo no sabía nada, dije antes de ayer en casa de Beatriz lo que creía, ¡claro está!, la verdad... Que el ministro vino a ofrecerme el cargo, y yo me había negado a aceptarlo muy ofendida, tomándolo por una majadería de esa gentuza... Figúrese usted mi sorpresa cuando ayer se me entra por las puertas ese animal de Martínez, tan ordinario, tan groserote, muy ofendido con mi negativa, gritando como un energúmeno que nadie jugaba con el Gobierno, y amenazándome con una carta de Fernandito, que iba a refregarme... ¡por los hocicos, Butrón, por los hocicos!...
Y aquí ahogó de nuevo el llanto la voz de Currita, prosiguiendo a poco entre sollozos:
 -¡Qué ultraje, Butrón, qué vergüenza!... ¡Creí morirme de sentimiento!... ¡Al padre de mis hijos debo esta ofensa!... Bien se lo he dicho mil veces: tu condescendencia con esa gentuza nos va a perder, Fernandito...
 -Pero, ¿viste tú esa carta? -exclamó Robinsón estupefacto.
 -¡La vi, Butrón, la he leído!... ¡Qué vergüenza!... ¡Creí morirme!... Decía el buey Apis que el ministro iba a publicarla en los periódicos si yo no aceptaba el cargo. ¡Lloré, supliqué, pidiéndosela en nombre de mi honra, en nombre de mis hijos!... Todo en vano; o aceptaba yo el cargo o la carta se publicaba... Entonces le ofrecí dinero, y mi hombre empezó a ablandarse... Me pidió cinco mil duros; luego, tres mil, ¡regateando, Butrón, regateando como un judío!... Por fin se cerró el trato en los tres mil y anoche, a la una, volvió a entregarme la carta y recibir el pago... Porque, claro está, yo no tenía dinero bastante, tampoco podía pedírselo a Fernandito y he tenido que empeñar una porción de joyas...
 Butrón escuchaba asombrado, tragándose, una a una, como un bolonio, toda aquella sarta de mentiras, diestramente entrelazadas con algunas escasas verdades, cruzó las manos con trágico ademán y exclamó con el aire de un Catón escandalizado:
 -¡Eso es nauseabundo!»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1987, en edición de Rubén Benítez, pp. 125-128. ISBN: 84-376-0047-2.]

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