La bruja
II
«-[…] Pongamos ante nuestros ojos la misma vida humana. ¿Qué es esa vida sino una vana sombra o, como más acertadamente dijo Píndaro, un sueño de sombra? El hombre es sólo una burbuja, como decía un antiguo proverbio. ¿No vemos cómo nos vence en fuerza el elefante y la liebrecilla en velocidad? ¿No vemos cómo esta deslumbrante gloria, que tan poderosamente nos atrae, no es más que una mera bagatela, una simple niebla? Si miras las cosas desde lejos te parecen grandes, pero si te acercas a ellas se desvanecen. La compostura y nobleza del cuerpo humano nos resultan bellas y estimables porque nuestra vida es deficiente; si fuéramos como los linces y pudiéramos penetrar con la mirada en el interior de las cosas y verlas bien, incluso lo que solemos llamar hermoso nos causaría repugnancia; ¡hasta tal punto se presentarían sombrías y feas y hasta deformes muchas cosas a nuestra vista! ¿Y para qué voy a mencionar los placeres obscenos, que siempre van acompañados del remordimiento?
Dime, pues ¿qué es lo que hay de realmente consistente y duradero en nuestras cosas? Es sólo nuestra fragilidad misma y la brevedad de nuestra vida lo que hace que algunas veces nos parezca firme y duradera una cosa.
Por ello, aunque no sea del todo cierto, tampoco debe parecernos absurdo sin más lo que pensaron algunos hombres de la antigüedad: que nuestras almas, al estar encerradas en nuestros cuerpos como en unas cárceles, están purgando las penas de enormes delitos. En verdad, al estar el alma unida y aglutinada al cuerpo y extendida y desplegada por todos los miembros y como por todos los conductos de los sentidos, a mí me da la impresión de que está padeciendo el mismo suplicio que aplicaba a sus súbditos infieles el famoso Mecencio, de quien nos habla Virgilio. Lo describe así nuestro poeta:
Ataba los cadáveres a los cuerpos de los vivos,
uniéndoles manos con manos y bocas con bocas
-¡suplicio horrendo!- y, sumidos en asquerosa podredumbre,
en triste abrazo, los mataba con prolongada muerte.
(Virgilio, Eneida VIII, 485-488)
Nada hay, pues, en las humanas cosas que merezca nuestras preocupaciones y cuidados, excepto aquella que Horacio llamó bellamente partícula de soplo divino, que hace que, en medio del ciego torbellino de la existencia, tenga la vida de los hombres gobierno seguro. Porque algo divino es nuestra alma, algo divino ciertamente, fuera Eurípides el primero que osó afirmarlo, o fuera más bien Hermótimo o Anaxágoras.
Podrá acaso decirse que a los que cultivan la filosofía no les espera ninguna recompensa. La verdad es que yo no busco recompensa alguna cuando es suficiente recompensa lo mismo que uno hace. Así cuando se representa en el teatro alguna comedia o alguna tragedia y cuando luchan los gladiadores en la arena, acudimos espontáneamente allí todo el pueblo, sin que nos sirva de estímulo recompensa alguna. ¿Y no vamos a ser capaces de ponernos a contemplar desinteresadamente la naturaleza misma, que es, de todas las cosas, la más hermosa?
-Pero la filosofía no se dedica a la acción; sólo se dedica a la contemplación.
-Concedido; pero es ella, sin embargo, la que da las
normas para toda acción; lo mismo que en los cuerpos es la vista la que, aunque no ejecute directamente la acción, sólo por el hecho de ser ella la que observa y aprecia todo, representa tal ayuda para los que realizan el trabajo, que éstos se sienten no menos deudores de sus ojos que de sus manos.
-Pero el filósofo es un hombre rudo e insociable, que ni siquiera conoce la calle que lleva al foro, ni sabe dónde se celebran las reuniones del Senado, ni cuál es el sitio donde se reúne el pueblo, ni dónde se celebran los juicios. Ignora las leyes y los decretos y los edictos de la ciudad; y, en cuanto a los manejos de los candidatos y sus reuniones, banquetes y meriendas, eso ni siquiera se lo sueña. Y, por lo que se refiere a los hechos ajenos, a quién le van bien y a quién le van mal las cosas, o quién es aquel a cuya mujer o a cuyos padres pueden señalársele tachas, o si pueden señalársele a él mismo, todo eso lo ignora tanto como
cuanto es el número de libias arenas / que hay en la perfumada Cirene (Catulo, VII).
Podemos añadir que no conoce siquiera a su propio vecino y no sabe si es blanco o moreno, si es realmente un hombre o una bestia. No ve siquiera lo que tiene ante los mismos pies. Y así se cuenta que la criada tracia de Tales de Mileto se rio de él porque, por ir mirando de noche las estrellas, se cayó a un pozo; y le dijo: "Te has comportado como un necio, Tales, pues te dedicabas a contemplar el cielo y no viste lo que tenías ante tus propios pies".
Si a un hombre así lo llevas a palacio o ante un magistrado o a una reunión y le dices luego que te explique lo que allí se trata y todas esas cosas que tiene ante sus ojos y entre sus propias manos, comenzará a vacilar, a titubear, a desconcertarse, a obnubilarse como un pájaro atrapado en la viscosa liga, como un murciélago al sol, haciendo que se rían de él no sólo las criadas tracias sino también los traviesos chiquillos que empiezan a trazar garabatos en la pizarra, y a los que a duras penas conseguirá impedir con su bastón que se le suban a las barbas. Si alguien lo injuria con palabras, se callará, se quedará mudo, no encontrará palabras para responder porque él ignora los defectos de los demás por no haber metido nunca sus narices en vicios ajenos. De modo que si alguien se autoalaba y se pondera más de lo debido en presencia de éste y si uno se empeña en proclamar la felicidad de los reyes o de los tiranos y si otros fanfarronean de poseer campos de mil yugadas o insisten en repetir la excelencia de su linaje desde sus trisabuelos, él se limita a pensar que todos están locos y se echa a reír sin tino, no sé si por excesiva insolencia o por estupidez.
Así es en realidad, podrás tú decirme, ese ilustre filósofo tuyo que tan sin fundamento y tan sin medida, creo yo, estás tú ponderando.
¿Y qué voy a decir yo a todo esto? ¿Qué puedo responder? Confieso que todo eso es más cierto que la verdad misma. No tiene ni idea el filósofo de lo que es un tribunal o un pleito o la vida de palacio o una camarilla; ignora las humanas debilidades, en parte porque se considera ajeno a todo eso y en parte porque lo considera demasiado pequeño e insignificante; razón por la cual desprecia todo eso y lo deja a la vil turba humana, como cosas a las que cualquier plebeyo puede dedicarse.
El famoso caudillo, Temístocles, como anduviera inspeccionando los cadáveres de los soldados bárbaros que había desbaratado a la orilla del mar, al ver esparcidos por tierra ciertos collares y anillos de oro, pasó de largo pero se los indicó a uno de sus acompañantes, diciéndole: "Cógelos tú, porque tú no eres Temístocles". De la misma manera procede el filósofo absteniéndose de todas esas cosas como despreciables, como indignas de él. Hasta tal punto las ignora, que ni siquiera se da cuenta de que las ignora; […]»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1984, en traducción de Félix Fernández Murga, pp. 248-251. ISBN: 84-376-0460-5.]