Libro cuarto
III.-Inmanis pecoris custos immanior ipse*
«Desde entonces al año de 1482, Quasimodo había crecido. Era, desde hacía algunos años, campanero de Nuestra Señora, gracias a su padre adoptivo Claude Frollo […]. Quasimodo era, pues, carillonero de Nuestra Señora.
Con el tiempo se había constituido ya no sé qué lazo íntimo entre el campanero y la iglesia. Separado para siempre del mundo por la doble fatalidad de su nacimiento ignorado y su naturaleza deforme, aprisionado desde la infancia en aquel doble cerco infranqueable, el pobre desgraciado se había acostumbrado a no ver nada del mundo más allá de los muros religiosos que le habían acogido bajo su sombra. Nuestra Señora había sido sucesivamente para él, a medida que crecía y se desarrollaba, el huevo, el nido, la casa, la patria, el universo.
Y es verdad que había una especie de misteriosa armonía preexistente entre esta criatura y aquel edificio. Cuando, siendo todavía muy pequeño, gateaba tortuosamente, sobresaltándose bajo las tinieblas de sus bóvedas, parecía con su rostro humano y sus miembros bestiales, el reptil natural de aquellas losas húmedas y oscuras sobre las que las sombras de los capiteles románticos proyectaban sus formas extrañas.
Más tarde, la primera vez que asió maquinalmente la cuerda de las torres y se suspendió de ella haciendo balancearse la campana, le pareció a Claude, su padre adoptivo, como cuando un niño rompe a hablar.
Así pues, desarrollándose siempre en el mismo sentido de la catedral, viviendo y durmiendo en ella, no saliendo de ella jamás, sufriendo día y noche su presión misteriosa, llegó a parecérsele, a incrustarse en ella, a formar, digámoslo así, una parte integrante del templo. Sus ángulos salientes se empotraban, permítasenos esta imagen, en los ángulos entrantes del edificio y parecía, no sólo su habitante, sino su contenido natural. Se podría casi decir que había tomado su forma, como el caracol toma la de su concha. Era su morada, su agujero, su envoltura. Existían entre la vieja iglesia y él una simpatía instintiva tan profunda, tantas afinidades magnéticas, tantas afinidades materiales, que se adhería a ella, en cierto modo, como la tortuga a su concha. La rugosa iglesia era su caparazón.
Es innecesario advertir al lector que no debe tomar al pie de la letra las imágenes que nos vemos obligados a emplear para describir este acoplamiento singular, simétrico, inmediato, casi consustancial, de un hombre y un edificio. Es inútil decir también hasta qué punto se había familiarizado con la catedral en una tan larga y tan íntima cohabitación. Aquella morada le era propia. No tenía recoveco en el que Quasimodo no hubiera penetrado ni altura a la que no hubiera subido. […]
Además, no era sólo su cuerpo el que parecía haberse moldeado según la catedral, sino su alma. En qué estado estaba aquella alma, qué pliegue había tomado, qué forma había adoptado bajo aquella envoltura nudosa, en aquella vida salvaje, es cosa difícil de determinar. Quasimodo había nacido tuerto, jorobado, cojo. Tan sólo a fuerza de paciencia Frollo había logrado enseñarle a hablar. Pero una fatalidad estaba unida al pobre expósito. Campanero de Nuestra Señora a los catorce años, un nuevo defecto había venido a completarle: las campanas le habían roto el tímpano, se había quedado sordo. La única puerta que la naturaleza había dejado abierta para su comunicación con el mundo se había cerrado bruscamente y para siempre.
Al cerrarse interceptó el único rayo de alegría y luz que penetraba todavía en el alma de Quasimodo. Aquella alma cayó en una noche profunda. La melancolía del desgraciado se hizo incurable y total, como su deformidad. Hay que añadir que su sordera le volvió, en cierto modo, mudo. Pues para no ser causa de risa para los demás, tan pronto como se vio sordo, se sumió decididamente en un silencio que no rompía más que cuando estaba solo. Ató para siempre aquella lengua que Claude Frollo había tenido tanto trabajo en desatar. Esto hacía que, cuando la necesidad le obligaba a hablar, su lengua estuviese entumecida, torpe, como una puerta cuyos goznes están mohosos.
Si ahora intentásemos penetrar hasta el fondo del alma de Quasimodo a través de esta corteza espesa y dura; si pudiésemos sondar las profundidades de aquel organismo contrahecho; si nos fuese dado mirar con una antorcha tras esos órganos sin transparencia; explorar el interior tenebroso de esta criatura opaca, reconocer los rincones oscuros, los callejones absurdos, alumbrar de pronto con una viva luz la psique encadenada en el fondo de aquel antro, la encontraríamos sin duda alguna en alguna actitud miserable, encogida y raquítica como esos prisioneros de los plomos de Venecia que envejecían encorvados, en un cuchitril de piedra demasiado bajo y demasiado estrecho.
Es cierto que el espíritu se atrofia en un cuerpo fallido. Quasimodo sentía apenas moverse ciegamente en su interior un alma hecha a su imagen. Las impresiones de los objetos sufrían una considerable refracción antes de llegar a su mente. Su cerebro era un medio especial: las ideas que lo cruzaban salían de él torcidas. La reflexión que procedía de esta refracción era, necesariamente, divergente y desviada.
De ahí mil ilusiones ópticas, mil aberraciones de juicio, mil desviaciones por las que divagaba su pensamiento unas veces loco y otras idiotizado.
El primer efecto de esta fatal organización era enturbiar la mirada que lanzaba sobre las cosas. No recibía casi ninguna percepción inmediata. El mundo exterior le parecía mucho más lejano que a nosotros.
El segundo efecto de su desgracia era hacerle malo.
Era malo, en efecto, porque era salvaje; era salvaje porque era feo. Había una lógica en su naturaleza, como en la nuestra.
Su fuerza, tan considerablemente desarrollada, era una causa más de su maldad. "Malus puer robustus"**, dice Hobbes.
Además, hay que hacerle esta justicia, la maldad no era tal vez innata en él. Desde sus primeros pasos entre los hombres se había sentido y luego se había visto, abucheado, insultado, rechazado. La palabra humana era para él, siempre, una burla o una maldición. Al crecer no había encontrado más que odio en torno suyo. Y lo había cogido. Había aceptado la maldad general. Había recogido el arma con que le habían herido.
Después de todo, sólo de mala gana volvía el rostro hacia los hombres. Su catedral le bastaba. Estaba poblada de figuras de mármol, reyes, santos, obispos que por lo menos no se reían en sus barbas y sólo tenían para él una mirada tranquila y benévola.»
* "Guardián de un monstruoso rebaño y más monstruo él mismo". Alejandrino del autor. Es una parodia del verso de Virgilio: Formosi pecoris custos formosior ipse (Bucólicas, V, 44: "de un bello rebaño guardián aún más bello").
** "El niño vigoroso es malo".
[El texto pertenece a la edición en español de la editorial Edelvives, 2016, en traducción de Carlos R. de Dampierre. ISBN:978-84-263-8423-2.]
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