El más grande genio francés del siglo pasado
«¿Sabéis, señor, lo que es morir con elegancia?
Hace un rato os hablaba del pundonor de los girondinos en el patíbulo, de su elocuencia durante aquel inolvidable banquete, de aquella Marsellesa que resonó en la plaza de la Revolución hasta que el último se quedó sin resuello, y no en sentido figurado lamentablemente. Si tuviera que describir sus muertes con una sola palabra, os lo he dicho antes y os lo repito de buen grado, diría arrojo. Y si me pidieran el mismo ejercicio para la muerte del que, sin duda alguna, fue el más grande genio francés del siglo pasado -no es necesario decir su nombre, sabéis muy bien a quién me refiero cuando digo el más grande genio francés del siglo pasado- os diría sin dudarlo elegancia.
Porque la elegancia no precisa de palabras; basta con un gesto.
Cuando lo llamaron para que compareciera ante el Tribunal Revolucionario, el más grande genio francés del siglo pasado era ya un hombre maduro de cincuenta años. Pero parecía disfrutar de una constitución robusta y -aunque no pretendo ponerme en Su lugar- sin duda el Todopoderoso le hubiese otorgado diez años más de vida si la parodia de justicia humana no hubiese suplantado a la justicia divina. ¡Diez años, Señor, diez años! ¡Pensad en lo que el más grande genio francés del siglo pasado hubiese realizado en diez años! ¡Tres mil seiscientos cincuenta días consagrados a la ciencia! ¡Ochenta y siete mil seiscientas horas dedicadas al progreso, al conocimiento!
Un alambique, una balanza, un decenio y el más grande genio francés del siglo pasado hubiera descubierto sin duda:
-la electrolisis del agua, antes que Carlisle y Nicholson,
-la descripción del daltonismo, antes que Young y Dalton,
-la ley de Avogadro, antes que Avogadro.
¡Ay, señor, cuán honrada se hubiese visto la República al salvar la vida a un hombre, que no había cometido más crimen que el de nacer noble, ser rico y haber consagrado cada segundo de su existencia al progreso de la ciencia! Pero la República, señor, la República no tenía... ¡No! Dejadme disfrutar unos instantes del silencio... ¡Permitidme saborear esta quietud que una palabra desafortunada -qué digo desafortunada: criminal- pronunciada por el presidente del tribunal -maldito sea- rompería de inmediato!
También habría descubierto:
-la síntesis del alcanfor,
-la de la cinconina y la ouabaína,
-el aislamiento de los alcalinos y los alcalino-térreos mediante la hidrólisis de NaOH y KOH.
Apenas le quedaban unos días de vida cuando lo conocí. Me dirigió la palabra, a mí, mercenario suizo convertido en guarda de prisiones para salvar a mi salvador, me trató de "señor" como si yo fuera alguien importante, me entregó una carta y me pidió que se la remitiera a alguno de sus parientes. La leí, la releí, una y otra vez, de tal manera que cada palabra, de la primera a la última, quedó grabada en mi mente:
"He logrado una carrera bastante larga, sobre todo felicísima, y creo que mi recuerdo irá acompañado de alguna añoranza, quizás de alguna gloria. ¿Qué más puedo pedir? Los acontecimientos en los que me veo envuelto van a evitarme, con toda probabilidad, los inconvenientes de la vejez. Moriré entero, lo que no deja de ser un beneficio que debo sumar a los ya disfrutados. Sólo me entristece no haber hecho más por mi familia; y por estar desposeído de todo, no poder darle ni a ella ni a vosotros ninguna prueba material de mi afecto y mi agradecimiento.
Según veo, practicar todas las virtudes sociales, prestar importantes servicios a la patria, emplear útilmente unos estudios para el progreso del conocimiento humano, no basta para estar a salvo de un final siniestro y evitar una muerte de malhechor.
Os escribo hoy, pues mañana quizás no me permitan hacerlo, y es un doble consuelo para mí dirigirme a vos y a mis seres queridos en estos últimos momentos. No me olvidéis ante quienes se interesen por mí. Considerad esta carta común a todos vosotros. Lo más probable es que sea la última que os escriba".
Por desgracia, estaba en lo cierto. Porque, en la mayoría de los casos, el Tribunal Revolucionario no dictaminaba una sentencia, sino la sentencia, definitiva, que decidía la vida -en contadas ocasiones- o la muerte del acusado. Sí, de eso se trataba. Un juicio del Tribunal Revolucionario era, de hecho, el juicio final. Ese juicio del que se vanagloriaba la República, pues la República, precisamente la República, no tenía... ¡No, aún es demasiado pronto para decíroslo, señor! Dispensad a este anciano que rezonga diciendo palabras impías...
-cómo domesticar la interacción de partículas cargadas bajo la acción de la fuerza electromagnética,
-una vacuna profiláctica contra la rabia, la peste y la fiebre tifoidea,
-un medio de transporte aéreo al que hubiese llamado avión (?).
Nada se pierde, nada se crea, todo se transforma, dijo el más grande genio francés del siglo pasado. Sin embargo, al sacrificar al más grande genio francés del siglo pasado, la República perdió a un genio, creó un marasmo y transformó para siempre la faz de la tierra. ¡Estamos hablando del más grande genio francés del siglo pasado! Lagrange lo vio muy claro, cuando le dijo a Delambre: "Les ha bastado un momento para cortar esa cabeza. Es probable que cien años no sean suficientes para que surja otra parecida".
Esa cabeza, señor, esa cabeza estaba tan llena como huecas las de sus jueces. Esa cabeza, señor, esa cabeza, había:
-esbozado una teoría sobre la formación de la Tierra,
-definido las reglas precisas de fabricación y graduación de los termómetros,
-demostrado que el hidrógeno, el óxido nítrico, el dióxido de carbono y el agua, al pasar de estado líquido a gaseoso, liberan cargas eléctricas medibles con el electrómetro,
-establecido que la transmutación del agua en tierra, por entonces aceptada en muchos círculos, era un mito,
-demostrado que la combustión no consiste en una liberación flogística sino en una captación de aire acompañada de un aumento de peso,
-realizado el análisis y la síntesis del agua,
-codificado el nuevo método de nomenclatura química,
-demostrado que el aire atmosférico es una mezcla de oxígeno y nitrógeno y que el agua es un compuesto formado por oxígeno e hidrógeno, desmintiendo la teoría aristotélica de los cuatro elementos.
¿Debo continuar? ¿Es preciso que os haga un inventario completo de los descubrimientos del más grande genio francés del siglo pasado, o esta lista es suficiente para demostrar que era, en efecto, el más grande genio francés del siglo pasado?
Pero la República -¡ay, aún me estremezco al evocar las palabras que voy a deciros, apenas creíbles, pero que fueron proferidas por el presidente del tribunal, ese sanguinario imbécil de quien, permitidme, no voy a pronunciar el nombre, ese nombre que, a lo largo de los siglos, será objeto de insultos y desprecio! -la República, señor, os decía- ¡será posible que de mi boca tenga que salir semejante disparate, semejante atentado contra la inteligencia!- la República no necesitaba científicos. Y menos aún al más grande genio francés del siglo pasado, que era el más sabio de los sabios.
Y el más sabio de los sabios, cuando le comunicaron la sentencia, no pidió clemencia, ¡qué va! ¿Os lo imagináis postrado ante sus jueces, mendigándoles la vida? Sólo les pidió un aplazamiento; que le concedieran tan solo unos días, quince como mucho, para retomar un experimento iniciado antes de su detención y que tenía gran interés en acabar.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Cabaret Voltaire, 2016, en traducción de Adoración Elvira Rodríguez. ISBN-13: 978-84-944434-4-2.]
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