Capítulo VI
Llega a la Concepción de Chile y halla allí a su hermano. Pasa a Paicabí, hállase en la batalla de Valdivia, gana una bandera. Retírase al Nacimiento, va al valle de Purén. Vuelve a la Concepción, mata a dos y a su propio hermano.
«Llegamos al puerto de la Concepción en veinte días que se tardó en el camino. Es ciudad razonable, con título de noble y leal; tiene obispo. Fuimos bien recibidos por la falta de gente que había en Chile. Llegó luego orden del gobernador Alonso de Ribera para desembarcarnos, trájola su secretario el capitán Miguel de Erauso. Luego que oí su nombre me alegré y vi que era mi hermano, porque aunque no le conocía ni había visto, porque partió de San Sebastián para estas partes siendo yo de dos años, tenía noticia de él, si no de su residencia. Tomó la lista de la gente, fue pasando y preguntando a cada uno su nombre y patria; y llegando a mí y oyendo mi nombre y patria, soltó la pluma y me abrazó y fue haciendo preguntas por su padre y madre, y hermanas y por su hermanita Catalina la monja; y fui a todo respondiendo como podía, sin descubrirme ni caer él en ello. Fue prosiguiendo la lista y en acabando me llevó a comer a su casa, y me senté a comer. Díjome que aquel presidio que yo llevaba de Paicabí, era de mala pasadía de soldados; que él hablaría al gobernador para que me mudase de plaza. Subió al gobernador en comiendo, llevándome consigo. Diole cuenta de la gente que venía y pidióle de merced que mudase a su compañía a un mancebito que venía allí de su tierra, que no había visto otro de allá desde que salió. Mandóme entrar el gobernador y, en viéndome, no sé por qué, dijo que no me podía mudar. Mi hermano lo sintió y salióse. De allí a un rato llamó a mi hermano el gobernador, y díjole que fuese como pedía.
Así, yéndose las compañías, quedé yo con mi hermano por su soldado, comiendo a su mesa casi tres años sin haber dado en ello. Fui con él algunas veces a casa de una dama que allí tenía y de ahí algunas otras veces me fui sin él; él alcanzó a saberlo y concibió mal, y díjome que allí no entrase. Acechóme y cogióme otra vez; esperóme, y al salir me embistió a cintarazos y me hirió en una mano. Fueme forzoso defenderme y al ruido acudió el capitán don Francisco de Aillón y metió paz; pero yo me hube de entrar en San Francisco por temor al gobernador, que era fuerte, y lo estuvo en esto, aunque más mi hermano intercedió, hasta que vino a desterrarme a Paicabí y sin remedio hube de ir al puerto de Paicabí y estuve allí tres años.
Hube de salir a Paicabí, y pasar allí algunos trabajos, por tres años, habiendo antes vivido alegremente. Estábamos siempre con las armas en la mano, por la gran invasión de los indios que allí hay, hasta que vino finalmente el gobernador Alonso de Sarabia con todas las compañías de Chile. Juntámonos otros cuantos con él y alojámonos en los llanos de Valdivia, en campaña rasa, cinco mil hombres, con harta incomodidad. Tomaron y asolaron los indios la dicha Valdivia: salimos a ellos, y batallamos tres o cuatro veces, maltratándolos siempre y destrozando; pero llegándoles la vez última socorro, nos fue mal y nos mataron mucha gente y capitanes, y a mi alférez, y llevaron la bandera. Viéndola llevar, partimos tras ella yo y dos soldados de a caballo por medio de gran multitud, atropellando y matando, y recibiendo daño: en breve cayó muerto uno de los tres. Proseguimos los dos. Llegamos a la bandera, cayó de un bote de lanza mi compañero. Yo recibí un mal golpe en una pierna, maté al cacique que la llevaba y quitésela, y apreté con mi caballo, atropellando, matando e hiriendo a infinidad, pero malherido y pasado de tres flechas y de una lanza en el hombro izquierdo, que sentía mucho. En fin, llegué a mucha gente y caí luego del caballo. Acudiéronme algunos, y entre ellos mi hermano, a quien no había visto y me fue de consuelo. Curáronme y quedamos allí alojados nueve meses. Al cabo de ellos mi hermano me sacó del gobernador la bandera que yo gané y quedé alférez de la compañía de Alonso Moreno, la cual poco después se dio al capitán Gonzalo Rodríguez, primero capitán que yo conocí y holgué mucho.
Fui alférez cinco años. Halléme en la batalla de Purén, donde murió el dicho mi capitán, y quedé yo con la compañía cosa de seis meses, teniendo en ellos varios encuentros con el enemigo, con varias heridas de flechas; en uno de los cuales me topé con un capitán de Indios, ya cristiano, llamado don Francisco Quispiguancha, hombre rico que nos traía bien inquietos con varias alarmas que nos tocó, y batallando con él lo derribé del caballo, y se me rindió, y lo hice al punto colgar de un árbol, cosa que después sintió el gobernador, que deseaba haberlo vivo, y diz que por eso no me dio la compañía y la dio al capitán Casadevante, reformándome y prometiéndome para la primera ocasión. De allí se retiró la gente, cada compañía a su presidio y yo pasé al Nacimiento, bueno sólo en el nombre, y en lo demás una muerte, con las armas a todas horas en la mano. Allí estuve pocos días, porque vino luego el maestre de campo Álvaro Nuñes de Pineda, con orden del gobernador, y sacó de allí y de otros presidios hasta ochocientos hombres de a caballo para el valle de Purén, entre los cuales fui yo, con otros oficiales y capitanes; a donde fuimos e hicimos muchos daños, talas y quemas en sembrados, en seis meses. Después, el gobernador Alonso de Ribera me dio licencia para volver a la Concepción y volví con mi plaza en la compañía de Francisco Navarrete, y allí estuve.
Jugaba conmigo la fortuna tornando las dichas en azares. Estábame quieto en la Concepción, y hallándome un día en el cuerpo de guardia, entréme con otro amigo alférez en una casa de juego allí junto; pusímonos a jugar, fue corriendo el juego y en una diferencia que se ofreció, presentes muchos alrededor, me dijo que mentía como cornudo: yo saqué la espada y entrésela por el pecho. Cargaron tantos sobre mí, y tantos que entraron al ruido, que no pude moverme: teníame en particular asido un ayudante. Entró el auditor general Francisco de Párraga y asióme también fuertemente y zamarreábame haciéndome no sé qué preguntas; y yo decía que delante del gobernador declararía. Entró en esto mi hermano y díjome en vascuence que procurase salvar la vida. El auditor me cogió por el cuello de la ropilla, yo con la daga en la mano le dije que me soltase; zamarreóme; tiréle un golpe y atraveséle los carrillos; teníame aún: tiréle otro y soltóme; saqué la espada, cargaron muchos sobre mí, retiréme hacia la puerta, había algún embarazo, allanélo y salí y entréme en San Francisco que es allí cerca, y supe allí que quedaban muertos el alférez y el auditor. Acudió luego el gobernador Alonso García Remón: cercó la iglesia con soldados y así la tuvo seis meses. Echó bando prometiendo premio a quien diese preso, y que en ningún puerto se me diese embarcación, y avisó a los presidios y plazas e hizo otras diligencias: hasta que con el tiempo, que lo cura todo, fue templándose este rigor y fueron arrimándose intercesiones y se quitaron las guardas y fue cesando el sobresalto, y fue quedándome más desahogo, y me fui hallando amigos que me visitaron y se fue cayendo en la urgente provocación desde el principio y en el aprieto encadenado del lance.
A este tiempo, y entre otros, vino un día don Juan de Silva, mi amigo, alférez vivo, y me dijo que había tenido unas palabras con don Francisco de Rojas, del hábito de Santiago, y lo había desafiado para aquella noche a las once, llevando cada uno a un amigo, y que él no tenía otro para eso sino a mí. Yo quedé un poco suspenso, recelando si habría allí forjada alguna treta para prenderme. El, que lo advirtió, me dijo: si no os parece, no sea. Yo me iré solo, que a otro yo no he de fiar mi lado. Yo dije ¿que en qué reparaba? Y acepté.
En dando la oración, salí del convento y me fui a su casa: cenamos y parlamos hasta las diez, y en oyéndolas, tomamos las espadas y capas y salimos al puesto señalado.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2002, en edición de Ángel Esteban. ISBN: 84-376-1956-4.]
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