Felicidad
«-Voy y vuelvo -dijo Rosalba-. ¡Espérame aquí, querido!
Y como siempre durante aquellos días que precedían al matrimonio, sus palabras tuvieron una gravedad misteriosa, rayana en la severidad. Desde hacía algún tiempo ella le amaba más, pero a la vez parecía que tuviese que perdonarle constantemente. ¿De qué? ¿Por qué?
Federico sonrió... Todo, en aquella esfera de su vida, se había vuelto llano, afable, luminoso, como si hubiese entrado en una zona de sol. Pero todo, como por ensalmo, se le presentaba, en un primer momento, bajo un aspecto grave, severo y alusivo. Eran los dolores del pasado que, bien soportados, soportados virilmente, como pocos dolores fueron nunca soportados por los hombres, se presentaban de nuevo ante él con aire amistoso, enmascarando todas las alegrías del presente, pero en seguida, como barridos por una ráfaga de viento, se desgarraban y desaparecían de una vez para siempre. El misterio por el que su vida había sido triste y ahora emprendía el camino de la felicidad suscitaba en él una emoción casi religiosa, un deseo de perpetuarlo como misterio, de no preguntar, de no saber. Así era y así estaba bien.
El balcón, del que había salido su novia, contenía la extremidad de una rama de cerezo y ahora también la luna. La frágil rama de cerezo parecía proceder, no de un árbol, sino de algo mejor, más nuevo y eterno. Y en el gramófono, que Rosalba había dejado abierto, seguía sonando el disco con la pieza bailable. Aquel disco era realmente muy adecuado para aquella hora, y era justo que siguiera sonando, pero al mismo tiempo el hecho de que dentro de poco dejase de sonar no era menos justo, ni menos hermoso.
Miró a su alrededor, buscando algo que pudiese disgustarle. Pero no encontró nada. Todo era perfecto: todo parecía dispuesto para que él, desplazando su mirada de un objeto a otro, de un mueble a otro, experimentase un sentimiento de dicha, y luego de exaltación de esta dicha, y luego de incitación a no arrepentirse, a no tener miedo, y finalmente a ser feliz por haber sido feliz y a serlo cada vez más.
Entonces Federico se dio cuenta de que aquello era la felicidad, la máxima felicidad: que ahora no podía desear nada mejor, esperar nada más; que un momento como éste no puede repetirse dos veces en la vida, porque es el fruto de treinta años de preparación y de espera. Desde que había empezado a comprender, desde que había sido tímidamente feliz, como en un intento fracasado, desde que luego había caído en el pozo sin fondo del sufrimiento y había querido salir, desde que se había prometido, situando mentalmente tras la primera semana de matrimonio su encuentro con la verdadera dicha, desde que vivía de forma clara había preparado con toda su alma este sentido de completa felicidad que, mira por dónde, había llegado y se prolongaba desde hacía un tiempo.
Entró Rosalba.
-Esta es la famosa bufanda -dijo sonriendo y mostró una bufanda de seda gris perla, que le habían regalado el día anterior-. ¿Te gusta?
-Sí -dijo él-. ¡Mucho!
-Es bonito el color, ¿no?
-Sobre todo el color.
-Querido -dijo ella conmovida, como si el color de la bufanda fuese una de sus virtudes, una cualidad secreta de ella, Rosalba, que él había sido tan bueno, tan amable, tan afectuoso en adivinarla antes del matrimonio. Se sentó junto a él, puso una mano sobre su hombro y le besó. Luego, acercando su sien a la de él, empezó a hablar de lo que harían, de los viajes, de los días en la montaña, de la paz que desciende durante la noche sobre las pequeñas habitaciones tapizadas de rojo, del piano o de la radio (esto se hallaba todavía en suspenso y Rosalba hablaba del "instrumento" de forma que sus palabras podía referirse tanto a una radio como a un piano), de algunos deseos formulados por la noche, cuando se tiene insomnio... Eran las cosas de siempre, que ella repetía casi cada noche y que él había escuchado siempre como una sonata que nunca te cansa.
Pero ahora, ¿qué había pasado? Tenía que hacer un esfuerzo para escuchar con el habitual sentimiento de placer y de espera; y el esfuerzo en gran parte era inútil. Le echaba la culpa de ello al cansancio, a la luna que se había ido y a un cierto dolor que lentamente iba insinuándose en sus sienes.
-¿Qué te pasa querido? -dijo ella-. ¿No te gusta lo que digo?
-¡Claro que me gusta! ¡Me gusta muchísimo!...
-¿Y entonces?
-¡Prosigue, por favor!
Y ella prosiguió; mejor dicho, volvió a empezar desde el principio: los viajes, los días en la montaña, la paz que desciende por la noche, la radio o el piano, los deseos... Sí, cosas hermosísimas, pero que ya no contenían, ya no prometían aquel momento de perfecta felicidad para el que siempre había vivido y que le había embargado media hora antes, en aquella habitación, mientras estaba solo, en la oscuridad… Y más que nada le impresionaba el hecho de que la felicidad pudiese presentarse tan "a bocajarro" como la desgracia; así, de sopetón, cuando menos te lo esperas, mientras estás solo y no quieres ser, y es inútil ser completamente feliz. Y en cualquier caso era triste que hubiese tenido que consumar de aquella forma el máximo bien de la vida, y ahora, con su querida compañera, tuviese que recorrer aquella parte del camino que podía ser incluso tranquila, serena, pero que nunca iba a ser perfectamente feliz, ni siquiera un minuto... Se había acabado algo único, algo que al hombre le toca en suerte una vez en la vida, se había acabado.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1983, en traducción de Carmen Artal. ISBN: 84-7178-687-7.]
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