Tréboles
Reina de tréboles
«Mi viejo llamó al camarero para pedir la nota. Yo dije:
-¿Crees en Dios, viejo?
Se sobresaltó.
-¿No te parece un poco temprano? -preguntó. […]
-Si realmente existe un dios -proseguí-, ese dios es muy hábil jugando al escondite con sus criaturas.
Mi viejo soltó una carcajada, pero comprendí que estaba totalmente de acuerdo.
-Quizá se asustara al ver lo que había creado -dijo-. Y luego se marchara dejándolo todo. ¿Sabes?, no es fácil saber quién se asustó más, si Adán o el Maestro. Yo creo que un acto de creación de esa clase asusta igual a ambas partes. Pero admito que al menos podría haber firmado su obra maestra antes de desaparecer.
-¿Firmar?
-Por lo menos, podría haber grabado su nombre en una roca o algo por el estilo.
-¿De modo que tú no crees en Dios?
-No he dicho eso. Acabo de decir que Dios está en el cielo riéndose de nosotros porque no creemos en él.
¿"Acabo de"?, pero si lo dijo en Hamburgo...
Continuó:
-Pero aunque no haya dejado ninguna tarjeta de visita, ha dejado el mundo. Creo que con eso basta.
Se quedó pensando un rato. Luego añadió:
-Érase una vez un astronauta y un neurocirujano rusos que discutían sobre religión. El neurocirujano era creyente y el astronauta no. "He estado muchas veces en el espacio", presumió el astronauta, "pero jamás he visto ángeles". El neurocirujano se quedó boquiabierto y luego dijo: "Yo he operado bastantes cerebros inteligentes, pero jamás he visto un pensamiento".
Ahora fui yo el que se quedó boquiabierto.
-¿Te acabas de inventar eso? -pregunté.
Negó con la cabeza:
-Era uno de los chistes malos del profesor de filosofía de Arendal.
Lo único que había hecho mi viejo para conseguir un certificado de filósofo, fue el "examen philosophicum" en la universidad popular de Arendal. Él ya había leído muchos libros sobre filosofía, pero el año anterior había recibido clases de Historia de la Filosofía, en Arendal.
A mi viejo no le bastó con escuchar al profesor en la clase, está claro. También se lo trajo a casa. "¡No iba a dejarle solo en el hotel!" Así que yo también lo conocí, hablaba por los codos, y estaba casi tan obsesionado como mi padre por las cuestiones trascendentales.
Mi viejo se quedó mirando el castillo. Dijo:
-Dios ha muerto, Hans Thomas. Y nosotros hemos sido sus asesinos.
Esa afirmación me pareció tan incomprensible y escandalosa que no me digné contestar.
Cuando dejamos atrás el golfo de Corinto y comenzamos a subir la montaña camino de Delfos, atravesamos extensos olivares. Nos habría dado tiempo a llegar a Atenas ese mismo día, pero mi viejo opinaba que no se podía pasar por Delfos sin hacer una visita al viejo santuario. […]
Conforme nos íbamos acercando a la zona de excavaciones, mi viejo hablaba cada vez más:
-Hasta aquí vino la gente durante toda la Antigüedad para pedir consejo al oráculo de Apolo. Preguntaban de todo: con quién se casarían, a qué parte del mundo viajarían, cuándo deberían entrar en guerra con otros estados y por qué calendarios deberían guiarse.
-Pero, ¿en qué consistía el oráculo? -pregunté.
Mi viejo me contó que el dios Zeus había enviado dos águilas que debían atravesar la Tierra volando cada una desde un extremo. Se encontraron precisamente encima de Delfos, por lo que los griegos pensaron que era el centro del mundo. Luego llegó Apolo y, antes de poder establecerse en Delfos, tuvo que matar al peligroso dragón Pitón. Por ello su sacerdotisa se llamó Pitia. Ya muerto el dragón, se convirtió en una serpiente, que siempre acompañaría a Apolo.
No entendí gran cosa de lo que me contó, pues aún no me había explicado lo que era un oráculo. Nos estábamos acercando a la entrada del recinto de los templos. Estaba situado en una garganta, al pie del monte del Parnaso. En ese monte vivían las Musas, que concedían a los seres humanos sus habilidades artísticas.
Antes de entrar, mi viejo dijo que teníamos que beber de una fuente sagrada que estaba a poca distancia de la entrada y en la que todos los visitantes tenían que lavarse antes de entrar en el lugar sagrado. Añadió que, bebiendo de esa fuente, aumentaban la sabiduría y las habilidades artísticas.
Ya dentro del recinto de los templos, mi viejo compró un mapa donde podía verse cómo era ese lugar hace más de dos mil años. Ese mapa me resultó muy útil, porque lo único que quedaba en Delfos eran unas destartaladas ruinas.
Primero pasamos por los restos de las cámaras de los tesoros de las viejas ciudades Estado. Para pedir consejo al oráculo de Delfos, había que llevar regalos a Apolo. Esos regalos fueron conservados en edificios especiales que los diferentes Estados tuvieron que construir.
Cuando llegamos al gran templo de Apolo, mi viejo me explicó por fin lo que era el oráculo.
-Lo que ves aquí son los restos del gran templo de Apolo -empezó-. Dentro del templo había una piedra tallada que llamaban "ombligo" porque los griegos creían que este templo era el centro del mundo. Pensaban, además, que Apolo vivía dentro del templo, al menos durante ciertas épocas del año. Y a él era al que se pedía consejo. Hablaba por medio de la sacerdotisa Pitia, que se sentaba en una silla de tres patas colocada sobre una grieta de la tierra. De esa grieta, emanaban unos gases alucinógenos, necesarios para que Apolo pudiera manifestarse a través de Pitia. Al llegar a Delfos, había que entregar la pregunta a los sacerdotes, que a su vez la transmitían a Pitia. Lo que ella contestaba era tan confuso y ambiguo que los sacerdotes tenían que interpretar la respuesta a los que habían hecho la pregunta. De esa manera, los griegos podían sacar provecho de la sabiduría de Apolo, porque Apolo sabía todo del pasado y del futuro.
-¿Qué pregunta vamos a hacerle?
-Vamos a preguntarle si encontraremos a Anita en Atenas -dijo mi viejo-. Tú serás el sacerdote que ofrece la pregunta y yo seré Pitia, y transmitiré la contestación del dios.
Dicho esto, se sentó delante de las ruinas del famoso templo de Apolo y empezó a sacudir la cabeza y los brazos como si estuviera loco. Unos turistas franceses y alemanes retrocedieron asustados, pero yo pregunté muy serio:
-¿Vamos a encontrar a Anita en Atenas?
Al parecer, mi viejo estaba esperando a que obrasen en él los poderes de Apolo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Siruela, 2008, en traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. ISBN: 978-84-7844-516-5.]
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