Libro segundo: Naturaleza de la soberanía
Capítulo 4: La democracia
«Al igual que no existe el despotismo absoluto, la democracia pura tampoco. "Si tomamos el término en todo su rigor -dice muy bien Rousseau-, jamás ha existido una auténtica democracia y nunca existirá. Va contra el orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado".
La idea de un pueblo entero soberano y legislador choca tan directamente con el buen juicio que los políticos griegos, que algo debían entender de la libertad, jamás hablaron de la democracia como un gobierno legítimo, al menos cuando querían expresarse con exactitud. Aristóteles, principalmente, define la democracia como el exceso de la república (politía), al igual que el despotismo es el exceso de la monarquía.
Si no hay democracia propiamente dicha, lo mismo puede decirse del despotismo perfecto, que es también un ser de razón. "Es un error creer que hay una autoridad humana en este mundo que sea despótica desde todos los puntos de vista; no lo ha habido nunca ni nunca lo habrá; el poder más inmenso se encuentra siempre limitado en algún rincón".
Pero nada impide que, para formarnos ideas claras, no consideremos ambas formas de gobierno como dos extremos teóricos a los que se acercan más o menos todos los gobiernos posibles.
En este estricto sentido, creo que puedo definir la democracia como una asociación de hombres sin soberanía.
"Cuando todo el pueblo -dice Rousseau- resuelve sobre todo el pueblo, tan sólo se toma en consideración a sí mismo... Entonces la materia sobre la que se resuelve es general, al igual que la voluntad que lo hace: a este acto lo llamo ley". De modo que lo que Rousseau denomina ley en un sentido eminente es justamente lo que ya no puede llamarse así.
Hay un pasaje de Tácito sobre el origen de los gobiernos que merece nuestra atención. Tras haber referido, como otros, la historia de la edad de oro, y tras repetir que por introducirse el vicio en el mundo fue necesario el establecimiento de una fuerza pública, añade: "Entonces nacieron los soberanos y no han dejado de existir para muchos pueblos. Hubo otras naciones que prefirieron las leyes, bien desde un principio, o bien tras haberse hastiado de los reyes".
Antes ya me pronuncié sobre la oposición entre los reyes y las leyes: lo que quiero señalar aquí es que, al oponer de este modo las soberanías frente a las repúblicas, Tácito da a entender que en éstas no hay auténtica soberanía, si bien el tema que le ocupa no le conduce a desarrollar esa idea, por lo demás muy justa.
Al no poder poseer ningún pueblo, al igual que ningún individuo, poder coercitivo sobre sí mismo, si existiese una democracia en su pureza teórica, está claro que en ese Estado no habría soberanía, pues es imposible entender por tal otra cosa que un poder represivo que actúa sobre el súbdito y que se encuentra fuera de su alcance. De ahí que la palabra súbdito, que es un término relativo, sea extraña a las repúblicas, porque en ellas no hay soberano propiamente dicho y sin soberano no puede haber súbdito, como no puede haber hijo sin padre.
Incluso en los gobiernos aristocráticos, pese a que la soberanía es mucho más palpable que en las democracias, se evita emplear la palabra súbdito; y el oído encuentra palabras más livianas que no implican ninguna exageración.
En todos los países encontramos asociaciones voluntarias de hombres que se han reunido con la vista puesta en determinados intereses o bien para la beneficencia. Estos hombres se han sometido de manera voluntaria a ciertas reglas, que observan en la medida en que lo consideran bueno; se han sometido incluso a determinadas penas, que sufren cuando han contravenido los estatutos de la asociación. Sin embargo, esos estatutos no tienen otra sanción que la voluntad misma de quienes los han formulado, y desde el momento en que aparecen disidentes deja de haber entre ellos fuerza coercitiva para forzarlos.
Basta con ampliar la idea de estas corporaciones para formarse una idea cabal de la verdadera democracia. Las ordenanzas que emanasen de un pueblo constituido de esta forma serían reglamentos y no leyes. La ley se parece tan poco a la voluntad de todos, que cuanto más se aproxima a la voluntad de todos, menos tiene de ley; y dejaría de ser ley si fuese, si excepción, obra de todos aquellos que deben obedecerla.
Pero al igual que no existe la democracia pura, tampoco existe el estado de asociación puramente voluntaria. Partimos de este poder teórico simplemente para entendernos, y en este sentido podemos afirmar que la soberanía nace en el instante en que el soberano comienza a no ser todo el pueblo y se ve reforzada a medida que deja de ser todo el pueblo.
Ese espíritu de asociación voluntaria está en el principio constitutivo de las repúblicas; tiene necesariamente un germen primitivo, que es divino, y nadie puede producirlo. Combinado en mayores o menores dosis con la soberanía, base común de todos los gobiernos, ese más y ese menos dan lugar a las distintas fisionomías de los gobiernos no monárquicos.
El observador, sobre todo el observador extranjero que vive en los países republicanos, distingue muy bien la acción de ambos principios. Ora siente actuar a la soberanía, ora al espíritu comunitario que le sirve como suplemento. En ellos, la fuerza pública actúa menos, y sobre todo se muestra menos que en las monarquías; cabría incluso decir que desconfía de sí misma. Un cierto espíritu de familia, que resulta más fácil sentir que explicar, dispensa a la soberanía de actuar en multitud de circunstancias en las que intervendría en otros casos; mil asuntos de pequeña envergadura van por sí mismos, como se dice vulgarmente, sin saber cómo. Por todas partes encontramos orden y buena disposición, las propiedades comunes son respetadas incluso por los pobres y hasta la propiedad general; todo da que pensar al observador.
Por consiguiente, al ser el pueblo republicano un pueblo menos gobernado que otros, se comprende que la acción de la soberanía deba ser suplida por el espíritu público, de suerte que cuanta menos capacidad tiene un pueblo para percibir qué es bueno y menos virtud para ponerse por sí mismo a ello, menos hecho está para la república.
Saltan a la vista las ventajas y desventajas de este gobierno: en los buenos tiempos lo eclipsa todo, y las maravillas que produce seducen hasta al observador de sangre fría que todo lo sopesa. Pero no está hecho, en primer lugar, más que para pueblos muy pequeños, pues la formación y la duración del espíritu asociativo son difíciles, en razón directa del número de asociados, cosa que no requiere demostración.
En segundo lugar, en este gobierno la justicia no camina con ese paso tranquilo e impasible que adopta por lo común en las monarquías. En las democracias, la justicia es unas veces débil y otras apasionada.»
[El texto pertenece a la edición en español de Escolar y Mayo Editores, 2014, en edición de Alejandro García Mayo. ISBN: 978-84-16020-09-6.]
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