Libro IV
Capítulo I: De la verdadera Iglesia, a la cual debemos estar unidos por ser ella la madre de todos los fieles
Principios de la unidad
«Puntos fundamentales y puntos secundarios. Vamos
diciendo que el puro ministerio de la Palabra y la limpia administración de los
sacramentos son prenda y arras de que hay Iglesia allí donde vemos tales cosas.
Esto debe tener tal importancia, que no podemos desechar ninguna compañía que
mantiene estas dos cosas, aunque en ella existan otras muchas faltas.
Y aún digo más: que
podrá tener algún vicio o defecto en la doctrina o en la manera de administrar
los sacramentos, y no por eso debamos apartamos de su comunión. Porque no todos
los artículos de la doctrina de Dios son de una misma especie. Hay algunos tan
necesarios que nadie los puede poner en duda como primeros principios de la religión
cristiana. Tales son, por ejemplo: que existe un solo Dios; que Jesucristo es
Dios e Hijo de Dios; que nuestra salvación está en sola la misericordia de Dios
y así otras semejantes. Hay otros puntos en que no convienen todas las
iglesias, y con todo no rompen la unión de la Iglesia. Así por ejemplo, si una
iglesia sostiene que las almas son transportadas al cielo en el momento de separarse
de sus cuerpos, y otra, sin atreverse a determinar el lugar, dijese simplemente
que viven en Dios, ¿quebrarían estas iglesias entre sí la caridad y el vínculo de
unión, si esta diversidad de opiniones no fuese por polémica ni por terquedad?
Éstas son las palabras del Apóstol: que si queremos ser perfectos, debemos
tener un mismo sentir; por lo demás, si hay entre nosotros alguna diversidad de
opinión, Dios nos lo revelará (Flp. 3,15). Con esto nos quiere decir que si
surge entre los cristianos alguna diferencia en puntos que no son absolutamente
esenciales, no deben ocasionar disensiones entre ellos. Bien es verdad que es
mucho mejor estar de acuerdo en todo y por todo; mas dado que, no hay nadie que
no ignore alguna cosa, o nos es preciso no admitir ninguna iglesia, o perdonamos
la ignorancia a los que faltan en cosas que pueden ignorarse sin peligro alguno
para la salvación y sin violar ninguno de los puntos principales de la religión
cristiana.
No es mi intento
sostener aquí algunos errores, por pequeños que sean, ni quiero mantenerlos
disimulándolos y haciendo como que no los vemos. Lo que defiendo es que no
debemos abandonar por cualquier disensión una iglesia que guarda en su pureza y
perfección la doctrina principal de nuestra salvación y administra los sacramentos
como el Señor los instituyó. Mientras tanto, si procuramos corregir lo que allí
nos desagrada, cumplimos con nuestro deber. A esto nos induce lo que el Apóstol
dice: "Si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el
primero" (1 Cor.14,30). Por esto vemos claramente que a cada miembro de la
Iglesia se le encarga edificar a los otros, en proporción de la gracia que se
le da, con tal que esto se haga oportunamente, con orden y concierto. Quiero
decir en resumidas cuentas que, o renunciamos a la comunión de la Iglesia, o si
permanecemos en ella, no perturbemos la disciplina que posee.
Perfección e imperfección de costumbres
Debemos soportar
mucho más la imperfección en las costumbres y en la vida, pues en esto es muy
fácil caer, aparte de que el Diablo tiene gran astucia para engañamos. Porque
siempre han existido gentes que, creyendo tener una santidad perfectísima y ser
unos ángeles, menosprecian la compañía de los hombres en quienes vieren la
menor falta del mundo. Tales eran, antiguamente, los que se llamaban a sí
mismos cátaros, o sea, los perfectos, los puros; también los donatistas, que siguieron
la locura de los anteriores. Y en nuestros tiempos los anabaptistas, que
pretenden mostrarse más hábiles y aprovechados que los demás.
Hay otros que pecan
más bien por un inconsiderado celo de justicia y rectitud, que por soberbia.
Porque al ver ellos que entre aquellos que se predica el Evangelio no hay correspondencia
entre la doctrina y el fruto de vida, piensan al instante que allí no hay
iglesia alguna. No deja de ser justo el que se sientan ofendidos, porque damos ocasión,
no pudiendo excusar en manera alguna nuestra maldita pereza, a la que Dios no
dejará impune, pues ya ha comenzado a castigar con horribles azotes.
¡Desgraciados,
pues, de nosotros, que con disoluta licencia de pecar escandalizamos y
lastimamos las conciencias débiles!
Pero a pesar de
eso, éstos de quienes tratamos faltan también mucho de su parte, pues no saben
medir su escándalo. Porque donde el Señor les manda usar de la clemencia,
ellos, no teniéndola en cuenta para nada, emplean el rigor y la severidad. Pues
al creer que no hay Iglesia donde ellos no ven una gran pureza y perfección de vida,
so pretexto de aborrecer los vicios, se apartan de la Iglesia de Dios, pensando
apartarse de la compañía de los impíos.
Primera objeción: la santidad de la Iglesia en la totalidad de sus miembros. Alegan que la Iglesia de Dios es santa (Ef. 5,26). Mas es necesario que oigan lo que la misma Escritura dice: que la Iglesia está compuesta de buenos y malos. Escuchen la parábola de Cristo en que compara la Iglesia a una red que arrastra consigo toda clase de peces, los cuales no son escogidos hasta tenerlos en la orilla (MT. 13,47-50). Aprendan también lo que les dice en otra parábola, en que la Iglesia es comparada a un campo que, después de haber sido sembrado de buena simiente, es llenado de cizaña por el enemigo, cuya separación ya no podrá efectuarse hasta que se lleve todo a la era (MT.13,24-30). Leo también que en la era el trigo permanece escondido bajo la paja hasta que es aventado y zarandeado para llevarlo limpio al granero (MT. 3,12).
Primera objeción: la santidad de la Iglesia en la totalidad de sus miembros. Alegan que la Iglesia de Dios es santa (Ef. 5,26). Mas es necesario que oigan lo que la misma Escritura dice: que la Iglesia está compuesta de buenos y malos. Escuchen la parábola de Cristo en que compara la Iglesia a una red que arrastra consigo toda clase de peces, los cuales no son escogidos hasta tenerlos en la orilla (MT. 13,47-50). Aprendan también lo que les dice en otra parábola, en que la Iglesia es comparada a un campo que, después de haber sido sembrado de buena simiente, es llenado de cizaña por el enemigo, cuya separación ya no podrá efectuarse hasta que se lleve todo a la era (MT.13,24-30). Leo también que en la era el trigo permanece escondido bajo la paja hasta que es aventado y zarandeado para llevarlo limpio al granero (MT. 3,12).
Así pues, si es el
Señor quien dice que la Iglesia estará sujeta a estas miserias hasta el día del
juicio, siempre llevará a cuestas muchos impíos y hombres malvados, y por
tanto, inútil es que quieran hallar una Iglesia pura, limpia y sin ninguna
falta.
Segunda
objeción: en la Iglesia los vicios son intolerables. Tienen ellos
por cosa intolerable que reinen los vicios por todas partes con tanta licencia.
Es cierto que hemos de desear que no sea así; pero por respuesta les voy a dar
lo que dice el Apóstol. No era pequeño el número de gente que había faltado
entre los corintios, estando corrompido casi todo el cuerpo, no ya con un solo
género de pecado, sino con muchos. Las faltas no eran cualesquiera, sino transgresiones
enormes. No era sólo la vida la que estaba corrompida, sino también la
doctrina. Pues bien, ¿qué hace en tal situación el santo apóstol, instrumento escogido
de Dios, por cuyo testimonio está en pie o se derrumba la Iglesia de Dios?
¿Intenta apartarse de ellos? ¿Los destierra del reino de Cristo? ¿Les arroja el
rayo de la excomunión? No sólo no hace nada de eso, sino más bien los reconoce
como a iglesia de Cristo y compañía de los santos, honrándolos con tales
títulos. Por tanto, si permanece la Iglesia entre los corintios a pesar de
reinar entre ellos tantas disensiones, sectas y envidias; a pesar de abundar
los pleitos, las pendencias y la avaricia, y de aprobarse públicamente un tan
horrendo pecado que entre los mismos paganos debía ser execrable; a pesar de que
infamaron a san Pablo en lugar de reverenciarle como a padre, y de que había
quienes se burlaban de la resurrección de los muertos, cosa que, de ser
derrumbada, daba con todo el Evangelio por tierra (l Cor. 1, 11-16; 3,3-8; 5,1;
6,7-8; 9,1-3; 15,12); a pesar de que para muchos de ellos las gracias y dones
de Dios servían de ambición y no de caridad; entre quienes se hacían cosas muy
deshonestas y sin orden; si, no obstante, aun entonces había Iglesia entre los
corintios, y la había porque mantuvieron la predicación de la Palabra y la
administración de los sacramentos, ¿quién se atreverá a quitar el nombre de Iglesia
a quienes no se les puede reprochar ni la décima parte de tales abominaciones?
¿Qué habrían hecho a los gálatas, que casi se habían rebelado contra el
Evangelio (Gál.l,6), los que tan severamente juzgan a las iglesias presentes? Y
sin embargo, san Pablo reconocía la Iglesia entre ellos.
Tercera objeción: es necesario romper con el pecador. Objetan también que san Pablo reprende ásperamente a los corintios
porque permitían vivir en su compañía a un hombre de malísima vida, y añade en
seguida una sentencia general en que dice que no es lícito comer ni beber con
un hombre de mala vida (1 Cor.5,2.11). A esto argumentan: si no es lícito comer
el pan común en compañía de un hombre de mala vida, cuánto menos lo será comer
juntos el pan del Señor.
Confieso que es
grande deshonra que los perros y los cerdos tengan sitio entre los hijos de
Dios, y mayor aún que les sea regalado el sacrosanto cuerpo de Jesucristo. Cierto
que si las iglesias son bien gobernadas no soportarán en su seno a los
bellacos, ni admitirán indiferentemente a dignos e indignos a aquel sagrado banquete.
Más, dado que los pastores no siempre vigilan con la debida diligencia, y a
menudo son más gentiles y suaves de lo que convendría, o que tal vez se les
impide ejercer tanta severidad como desearían, el hecho es que no siempre los
malos son echados de la compañía de los buenos. Confieso que esto es falta y no
lo excuso, ya que san Pablo lo reprende agriamente a los corintios. Pero aunque
la Iglesia no cumpla con su deber, no por eso un particular se tomará la autoridad de apartarse de los demás.
No niego que un hombre piadoso no deba abstenerse de toda familiaridad y
conversación con los malos, y de mezclarse con ellos en cosa alguna. Mas una cosa
es huir la compañía de los malos, y otra renunciar por odio a ellos a la
comunión de la Iglesia.
Si ellos tienen por
sacrilegio el participar en la Cena del Señor juntamente con los malos, son en
esto más severos que san Pablo. Porque él exhorta a que pura y santamente recibamos
la Cena del Señor; no nos manda examinar a nuestro vecino, o a toda la
congregación; lo que nos manda es que cada uno se examine y pruebe a sí mismo
(1Cor. 11,28). Si fuese cosa ilícita comulgar en compañía de un hombre malo e
indigno, él ciertamente nos hubiera mandado mirar en nuestro derredor por si
había alguno con cuya suciedad nos manchásemos; Mas cuando él nos manda
solamente que cada uno se pruebe a sí mismo, muestra que no nos viene daño
alguno aunque se mezclen con nosotros algunos indignos. Y no tiene otro
propósito lo que dice un poco más abajo, que quien come indignamente, come y
bebe para sí (1 Cor.11,29). No dice la condenación de los otros, sino la suya
propia. Y con razón. Porque no debe tener cada uno la autoridad de admitir
según su propio juicio a éstos y desechar a otros. Esta autoridad pertenece y
es propia de toda la congregación, que además no la puede ejercer sin orden legítimo,
como más largamente tratamos después. Cosa inicua sería que un hombre
particular se manchase con la indignidad de otro, a quien por otra parte no puede
ni debe desechar.»
[Texto en edición digital, traducida y publicada por Cipriano de Valera en 1597 y reeditada por Luis de Usoz y Río en 1858.]
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