«Según la definición del Código Negro (art. XLIV) las esclavas son "seres muebles y como tales entran en la comunidad". Se heredan, se compran o se venden igual que si fueran picos o arados. Comercializando así la fuerza del trabajo se definía la primera función del esclavo, quien, hombre o mujer, es ante todo un trabajador. Los propietarios así se lo hacen saber a sus intendentes y administradores cuando les escriben dándoles sus instrucciones. Las de Stanislas Foäche, un colono de El Havre, constituyen un verdadero código del trabajo en el que se ven definidas las tareas de cada sexo. La rentabilidad, cree este hombre meticuloso, pasa por el orden. Se obtiene mucho más por medio de la creación de costumbres, a las que el esclavo se habitúa sin reflexionar, que por la fuerza y la violencia. Debe "resultar de ello su propio bienestar y el interés del propietario, cosas ambas que deben ser inseparables". Para lograrlo tan sólo existe un medio: "castigar sin pasión y recompensar con discernimiento". La disciplina pasa por una jerarquía donde el mando del taller está asegurado por un esclavo llamado comendador. "Es necesario que los comendadores sean respetados y toda respuesta insolente que reciban debe ser castigada con severidad". Algunas ventajas materiales indican su posición de superioridad, tales como ropas mejores, una cabaña espaciosa y confortable, una mejor comida. Seguros de su autoridad se hacen harenes a su medida y ejercen un derecho de pernada que a los demás esclavos les cuesta mucho soportar. El barniz moralizante del Grand Siècle, añadido a la preocupación por el orden, no lo admitía. En 1664, De Tracy, lugarteniente general de América, trataba de mantener el orden: "Se ha prohibido a todos los comendadores de gente contratada y de negros pervertir a las negras so pena de recibir veinte azotes de liana por parte del maestre de las Altas Obras, la primera vez, y cuarenta la segunda, cincuenta golpes y la flor de lis marcada en la mejilla la tercera". El propio título revela ya de por sí la autoridad del personaje y es por ello por lo que no hallamos más que hombres. La historiadora Arlette Gautier no ha encontrado más que a una sola mujer en 1844, mientras que en 1792 algunos colonos comenzaban a plantearse el reclutamiento de éstas para dirigir las factorías de niños. Ellas resultarían más convenientes "tanto por su dulzura, que es el atributo de su sexo, como porque entienden más de los cuidados necesarios aún a los jóvenes". Y no sólo de los cuidados, sino también de la educación. La idea era pedir a estas mujeres que formaran esclavos obedientes y exclusivamente preocupados por los intereses de su amo. Consideradas inadecuadas para forjar una alienación semejante o víctimas de los prejuicios masculinos en materia de autoridad, lo cierto es que el proyecto quedó olvidado en el baúl de los buenos propósitos. Esta exclusión no hizo sino seguir la lógica de la sociedad que rechaza la autoridad de las mujeres. Establecido este principio, sigue habiendo una gran variedad de funciones posibles. La condición de la esclava será radicalmente distinta según el lugar que ella ocupe.
Las más desgraciadas parten con los hombres al gran taller al que están reservados los trabajos de fuerza. Excavan canales, talan árboles, cortan cañas sin ningún miramiento hacia ellas. Los días comienzan con el canto de gallo en medio del restallar de los látigos que llaman a reunión. La salida hacia los campos se hace en filas en un orden cuasi militar. Hasta la puesta del sol bregan bajo la mirada despiadada del comendador, que no concede más que una hora u hora y media de descanso al mediodía. Wimpffen cuenta su indignación al ver "a un grupo de negros y negras, apoyados contra la tapia, o en cuclillas, esperando mientras bostezan que la mano de su amo señale la hora del trabajo con grandes azotes en sus nalgas o en sus hombros". Impresionado al principio por este látigo de mango corto, Wimpffen no ve ninguna salida en el engranaje de violencia. Los blancos parten del postulado de que "hay negros a los que es preciso pegar para que se muevan", previenen esta indolencia y "consideran el método de pegar mucho más cómodo que el de enseñar. De ahí que, una vez roto con este correctivo, resulte imposible obtener nada del negro si no es a base de rigor". Acababa de descubrir la resistencia pasiva, primera forma de rebelión opuesta a los blancos tanto por las mujeres como por los hombres.
Algunas fueron trasladadas de ese infierno al del molino desde el mes de enero hasta el de junio en la temporada de la molienda, es decir, en la de la cosecha de la caña de azúcar. Hay que apresurarse porque las cañas comienzan a agriarse tres días después de haber sido cortadas. Un ir y venir incesante de los campos al molino prolonga el trabajo de día y de noche sin interrupción. Se reserva a las mujeres la trituración de las cañas entre los cilindros hidráulicos o por medio de caballos. […] Para mantener a las trabajadoras despiertas se las obligaba a fumar y a cantar. Permanecían nueve horas seguidas delante del molino, dormían sólo tres horas, y vuelta a empezar. Las lisiadas son numerosas, con dedos amputados o bien algún brazo. […]
Las demás factorías no presentaban tanto peligro y no exigían una actividad tan sostenida. En los cafetales son ellas las que abren zanjas para plantar y llevan a cabo la recolección junto con los hombres que aseguran por sí solos el desbroce. En las plantaciones de índigo son los hombres quienes abren los hoyos y los vuelven a tapar, poniendo las mujeres únicamente el grano. En las plantaciones de caña, son ellas las que escardan y abonan la tierra. Al igual que en África, se les confiaba el cuidado del jardín y de los animales de la casa. Las de más edad vigilaban a los niños, enseñándoles un poco de catecismo y algunas oraciones. Hemos visto ya el papel de las comadronas. Éstas se encargaban a menudo del mantenimiento de la enfermería. En la hacienda Foäche, la enfermera es "inteligente, esmerada y temerosa. Sabiéndola llevar, será de una ayuda inestimable. Era antiguamente cocinera y panadera, y como todos los individuos inteligentes se ha mostrado competente en todo aquello en que ha sido empleada. No es, por suerte, vieja". Concubinas del médico si se terciaba, su situación privilegiada les confería un papel social, puesto que eventualmente podían hacerle un favor a la esclava que se tomaba un día de reposo pretextando una enfermedad imaginaria. Pero sobre todo conservaban las recetas médicas para las plantas conocidas en África y aliviaban a los verdaderos enfermos, mejor que los Diafoirus de la medicina colonial de la época. En la hacienda Fleuriau, la enfermera de la casa era asistida por una sirvienta y dos comadronas. En una palabra, las más privilegiadas tanto en la ciudad como en la selva servían a sus amos. Al vivir en su intimidad, iban mejor vestidas, estaban mejor alimentadas y llegaban a compartir un poco de afecto. Se elegía a chiquillas de seis o siete años a las que se mantenía casi una década, tras lo cual eran mandadas a las factorías. Tan sólo el ama de llaves permanecía en activo. Ésta guardaba las llaves y custodiaba las provisiones, mujer de confianza como era, en posesión de una indiscutible autoridad. La responsabilidad de la gestión cotidiana de la vivienda del amo le incumbía por completo. […] Había igualmente otras con derecho a un trato considerado, tales como las lavanderas o sobre todo las costureras, a las que se mandaba a veces a Francia para que aprendiesen su oficio y que costaban hasta cinco o seis mil libras. Cosa curiosa, una de las esclavas más privilegiadas era la que estaba encargada del gallinero de la casa, […]
Cuando la esclava no está ya en condiciones de trabajar se le encomienda alguna pequeña tarea que le permite desempeñar una última función y justifica de este modo la comida que el amo le sigue ofreciendo. Así figuran en la lista de las propiedades uno o dos ancianos que hacen eventualmente de memoria viva para la comunidad. Algún día habrá que evaluar el papel que éstos desempeñaron en la formación de una cohesión de clase y acaso de una puesta en entredicho del sistema. En Cuba "se ponía al anciano a guardar la puerta del barracón o de la pocilga si había ganado mayor. En caso contrario, ayudaba a las mujeres en la cocina […] Ellos iban y venían, lo cual les dejaba tiempo libre para dedicarse a la brujería. No se les castigaba y apenas sí se les prestaba atención. Lo único que se les pedía era que se mantuvieran tranquilos y obedientes". Encontramos el mismo ambiente en la hacienda Foäche, en Santo Domingo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Martínez Roca, 2001, en traducción de José Ramón Monreal. ISBN: 84-270-2741-9.]
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