De la elocuencia
Discurso leído en la sesión inaugural de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, celebrada el día 10 de diciembre de 1863
«Entre los ejemplos modernos y la autoridad de los antiguos, vosotros escogeréis, mientras que yo intento daros a conocer algo de lo mucho que la experiencia y alguna meditación me han hecho pensar sobre el arte oratoria.
Mi primera reflexión y a la que siempre he vuelto con el mismo convencimiento, era ésta: ¿han existido, puede haber oradores donde no se respeten los derechos de los hombres, donde no impere la ley, donde no haya libertad? Pues aunque no tuviera tantos encantos la elocuencia, la bendeciría yo porque no la consiente la tiranía ni la merece la esclavitud. Dichosa patria mía, que al fin tus hijos pueden decir, o sienten al menos la necesidad de comunicar a los demás lo que desean, lo que piensan, lo que saben. Hasta los que por sus principios, por sus antecedentes o por sus intereses habían sido los mayores enemigos de la discusión, la han aceptado. Y donde hay discusión, hay oradores. Los hubo, sin duda, en nuestras antiguas Cortes de Castilla: los habría y acaso mejores en las de Aragón, Cataluña y Valencia, que fueron por lo común más libres; pero, por desgracia no se conservan más que algunos ligeros extractos de ciertos discursos notables, que bastan a dar a conocer sus opiniones, que aun hoy parecerían a muchos por demás liberales, y aquella varonil entereza, y aquella tenacidad con que sin ofender al trono, le dirigían una vez y otra vez, las peticiones en que se formulaban las justas y casi siempre desatendidas exigencias de los pueblos; pero no llegaron a copiarse o no se han encontrado discursos íntegros por los que podamos formarnos una idea de lo que fue la oratoria entre nosotros en los tiempos que siguieron de cerca a la formación de la lengua castellana. Nos quedan únicamente los discursos que los reyes leían o mandaban que se leyesen en ciertas solemnidades que equivalían a la apertura de las Cortes; pero estos discursos se escribían y la elocuencia propiamente considerada está en la discusión, en la palabra, y las Cortes llegaron a ser mudas para que el pueblo consintiese en ser esclavo. Así de siglo en siglo fue perdiendo en forzado y degradante silencio la voz, y cuando en las Cortes de Cádiz resonaron las de sus más ilustres diputados, causaron tal extrañeza, y aun asombro, que la nación tuvo a maravilla el ver que en España había tantos y tan buenos oradores. Quiso la suerte que alguno se hubiese formado en la escuela inglesa, y ése es el origen de nuestra oratoria parlamentaria.
La del foro no existía, porque no puede existir donde no haya amplia libertad para la defensa, y yo he alcanzado la triste época en que se interrumpía a un abogado y se le reconvenía por el presidente del Tribunal porque las ideas que sostenía eran ideas de este siglo. Y aun prescindiendo de esto, ¿cómo podían los abogados ser oradores si no aprendían siquiera la lengua castellana, si en todos sus estudios y hasta en sus ejercicios les obligaban a emplear la latina, o más bien un idioma bárbaro inventado y cada día más desfigurado por el mal gusto literario de nuestros tratadistas y glosadores?
[…] Hay un error que es muy cómodo, y por consiguiente muy general, que consiste en creer que el orador nace. Esto tiene dos ventajas para el común de las gentes, pues las dispensa de trabajar para adquirir lo que creen que no se puede lograr, y les permite rebajar a los oradores no reconociendo en ellos mérito propio, sino una gracia o habilidad natural, que pueda pedírseles que le ejerciten por vía de pasatiempo. Pero si en la injusticia en esto es aún más grande que el error, si el orador se hace, ¿dónde están las reglas que para serlo debemos seguir? Vosotros sabéis perfectamente las muchas y muy prolijas que nos dan los autores; yo confieso que las he olvidado, y no lo reputo esto por una desgracia, porque de poco o nada me han servido. Cuando pienso en el afán con que leía y aun devoraba los preceptos, los consejos y los ejemplos que nos han dejado los más célebres oradores de la antigüedad y de los tiempos modernos; cuando recuerdo mis trabajosos ensayos de improvisación en que atendía a un tiempo mismo a lo que deseaba decir, a las palabras que había de emplear, al estilo de que había que valerme, al orden de las ideas, a las imágenes que pudieran darle alguna brillantez, y a la entonación, y a las inflexiones de la voz, y a las pausas convenientes, y a la postura del cuerpo, y al movimiento de la cabeza, y al de los brazos, y a la expresión de la fisonomía, y a todas las minucias que según los maestros del arte constituyen la acción del orador, me avergüenzo de mi cándida ambición de llegar a serlo por este camino, y para que nadie lo siga en adelante, me creo obligado a proclamar aquí mi triste y vergonzoso desengaño.
Pudiera habérmelo evitado Cicerón, que declara que no salió orador de mano de los retóricos, sino que se formó en la Academia; pero como él da también tanta importancia a las reglas, que sujeta a ellas todo, desde el movimiento de las cejas hasta la colocación del pie izquierdo, aunque no me parecían eficaces, ni siquiera posibles, tuve que considerarlas como indispensables. Aun me parecieron más difíciles, más duras y aun peligrosas, viendo que Demóstenes, como otros oradores griegos, colocaba cerca de sí un músico, que con el sonido de la flauta les marcara la entonación conveniente del discurso si por acaso la perdía, y a la espalda, nada menos que la pica de una lanza, con la que por necesidad había de tocar si hacía un movimiento, a que era muy propenso, y que fácilmente se colige que no sería muy digno.
Pudiera habérmelo evitado Cicerón, que declara que no salió orador de mano de los retóricos, sino que se formó en la Academia; pero como él da también tanta importancia a las reglas, que sujeta a ellas todo, desde el movimiento de las cejas hasta la colocación del pie izquierdo, aunque no me parecían eficaces, ni siquiera posibles, tuve que considerarlas como indispensables. Aun me parecieron más difíciles, más duras y aun peligrosas, viendo que Demóstenes, como otros oradores griegos, colocaba cerca de sí un músico, que con el sonido de la flauta les marcara la entonación conveniente del discurso si por acaso la perdía, y a la espalda, nada menos que la pica de una lanza, con la que por necesidad había de tocar si hacía un movimiento, a que era muy propenso, y que fácilmente se colige que no sería muy digno.
[…] Una reflexión ocurre naturalmente, y aunque todos la harán del mismo modo, es extraño que no saquen de ella su más lógica consecuencia. Si el más perfecto orador que la humanidad ha conocido tuvo que vencer los obstáculos que la naturaleza le oponía, y lo logró por la constancia sus esfuerzos, ¿por qué no han de seguir el mismo camino todos los que quieran serlo? Profundizando algún tanto en este punto; descartando el vulgar error de los que creen que el orador nace; viendo la imposibilidad de que se forme, por decirlo así, artificialmente por la observanza de ciertas reglas; contemplando la naturaleza del hombre, el único entre todos los seres vivientes a quien Dios concedió el misterioso don de la palabra, y con ella en eterna armonía, la expresión casi divina de su rostro, si no lo desfiguran instintos brutales o malas pasiones; viendo en la voz humana y en la variedad infinita de sus inflexiones y modulaciones, la natural y viva correspondencia a los innumerables afectos y pasiones que mansa o violentamente conmueven a nuestra alma; se viene en conocimiento de una gran verdad, aunque parezca una paradoja: todos los hombres son oradores. Sí, todos lo son naturalmente, y dejamos de serlo la mayor parte por los malos hábitos que desde los primeros años contraemos, por los vicios de la educación que recibimos y por las falsas ideas que acerca de la elocuencia nos formamos. ¡Quién no habrá sido elocuente alguna vez en la vida! ¡Qué mujer no lo es al llorar la muerte repentina o violenta de su adorado esposo; qué madre no conmueve con su acento y con su ademán al ver en gran peligro la vida de un hijo; qué hombre del pueblo al sentir una afrenta que rechaza, qué buen ciudadano al jurar eterna venganza contra los enemigos de la patria!
No se necesita más que sentir, sentir bien, para expresarlo con verdad y ser elocuente en aquel momento. Para serlo siempre es menester sentir, estudiar, saber mucho. Esta es la fuente que señala Horacio a los que deseen escribir bien, y no hay otra, ciertamente, para los buenos oradores.»
[El texto pertenece a la edición en español de Analecta Editorial, 2011. ISBN: 978-84-92489-28-2.]
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