lunes, 27 de julio de 2020

Mary Reilly, servidora del Dr. Jekill.- Valerie Martin (1948)

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Cuaderno uno

   «El Amo pareció animarse al oír mi respuesta.
 -¿Marley School, Mary? -repitió-. Vaya, es una de mis obras.
 -¿Sí, señor? ¿Quiere decir que fue maestro allí?
 -No, Mary. -Evidentemente encontraba algo cómica mi suposición-. No he visto nunca la escuela. Pero fue en parte idea mía y di los fondos para el edificio, y aún hoy pertenezco a la comisión. Nos ocupamos del funcionamiento de la escuela.
 Me pareció extraño que el Amo dirigiese una escuela que nunca había visto, pero enseguida pensé que de haber visto lo que sucedía en esa escuela tal vez no se habría mostrado tan satisfecho, idea que me hizo sentir lástima por mi Amo con sus buenas intenciones y su satisfacción al saber que yo había sido alumna allí. Por este motivo me limité a decir:
 -Fue allí donde aprendí a leer, señor, y debo agradecérselo.
 El comentario agradó tanto al Amo que esbozó una sonrisa, como si alguien le hubiera hecho un gran regalo, y recibió mis muestras de gratitud con cierta timidez.
 -Bien, Mary. Lo encuentro espléndido y muy halagador para mí. Es realmente notable que hayas ido a mi escuela y termines trabajando en mi casa.
 En ese punto tuve un pensamiento mezquino que me hizo enmudecer. Fue que considerando lo primitiva que era la escuela era un milagro que supiese leer y que hubiese alcanzado esta posición en el mundo, que incluso el Amo no debe considerar muy elevada. No dije una sola palabra, sino que me enjugué la frente sudorosa con la manga y me quedé mirando al Amo, con la desagradable sensación de que el mundo entero se interponía entre nosotros y que no habría jamás forma de atravesarlo, pero también que en cierto modo éramos las dos caras de una misma moneda, cada uno realizando un trabajo diferente en la misma casa y tan cerca el uno del otro, aunque sin hablarnos, como el perro y su sombra.
 La sonrisa del Amo se borró y nos miramos un instante más, yo, sin sentir vergüenza de mi suciedad, sino más bien orgullo. Luego el Amo miró la pala hundida en la tierra y dijo:
 -Pues muy bien, Mary. Buena suerte con tu jardín -y volviéndose, se dirigió a la casa.
 Proseguí con mi tarea de remover la tierra, pero por algún motivo me sentía rara, como si mi esfuerzo no fuera a tener buen fin y el jardín no habría de ser nunca como yo lo imaginaba, sino un engendro lleno de plagas donde nada prosperaría por muchos esfuerzos que hiciésemos la cocinera y yo. Pensé después en el Amo, tan amable y reflexivo hoy, menos distante que antes de que conversáramos y él leyera mi historia, y recordé la pregunta que me hizo de si odiaba a mi padre por sus malos tratos y que, cuando no respondí, el Amo no insistió porque seguramente había advertido lo que yo comprendía en este momento, que no había respondido porque no sabía la respuesta.
 Creo que odiar a mi padre implicaría ceder y empequeñecer mi verdadero sentimiento, que, aunque intenso, no es de odio, ya que éste parece un sentimiento simple, puro y limpio. Creo en cambio que mi padre creó en mí este rincón oscuro que me hace entristecer de repente, cuando debería estar contenta de tener mi buen empleo y los amigos que tengo, y alguien como la cocinera capaz de aconsejarme en el arte de la jardinería, ella, que es una mujer sencilla, que encuentra alegría en su trabajo y en su certeza de saber el lugar que le corresponde. En mi caso, en cambio, hay a menudo esta zona de oscuridad y tristeza, inesperada y surgida de cosas que deberían hacerme feliz, como la idea del jardín y de trabajar en él con la cocinera, pero entonces esa sensación aumenta en mi interior como una nube negra, bajo la cual me dejó mi padre, sin ninguna salida ni otra cosa que hacer más que esperar hasta que de alguna manera aparezca esta salida providencial y pueda volver a ser yo misma.
Mary reilly servidora del dr. jekyll: Amazon.es: Martin, Valerie ... Siento, pues, que mi padre me hizo así, o que me dejó así, con esta tristeza que ha sido difícil de llevar y que acaso nunca me abandone por muy buena suerte que tenga, y que me separa de mis compañeros, que nunca parecen tener conciencia de ello.
 Si bien no puedo perdonar a mi padre, tampoco puedo lamentar lo que soy, y hay veces en que no renunciaría a la tristeza y a la sombra, porque creo verdaderamente que es parte de cómo debemos ver la vida si queremos decir que la hemos visto, y que, en fin, tiene que ver con el hecho de que estamos solos y morimos solos, hecho que todos debemos aceptar. Pienso que muchos, especialmente los ricos, gastan grandes sumas de dinero y todo su tiempo tratando de rechazar la tristeza de sus vidas, lo cual desde mi punto de vista, nunca pueden lograr, puesto que esa tristeza está ahí, por próspera que sea nuestra situación en el mundo, y no tenemos más remedio que afrontarla, y la verdad es que creo que, por muy triste que estuviese, jamás sería capaz de quitarme la vida, ya que cuando pasa la oscuridad ¡qué bendición es el más débil rayo de luz!
 Y esto es algo, realmente, que veo en el Amo, la razón de mi gran empeño en servirlo y lo que estoy convencida que debe de ver en mí, así como el motivo que lo ha llevado a interesarse por mi historia, porque ambos somos seres que han conocido esta tristeza y esta oscuridad interior. Y ambos hemos aprendido a esperar.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Círculo de Lectores, 1996, en traducción de Lucrecia Moreno. ISBN: 84-226-5860-7.]

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