jueves, 30 de julio de 2020

Escritos de juventud.- Andréi Tarkovski (1932-1986)

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Carta sin destinatario

  «Primero me sentí muy ofendido y tuve vergüenza. Por mí y por ella.
 Al principio la ofensa se debió a que ella clavaba sobre mí la mirada glacial de sus ojos desencajados y se negaba a entender que era injusta con el hombre que la amaba, quien en ese minuto apenas se dominaba para no cometer una tontería y soltarle un grito, indignado por su grosería y su actitud absurda, obtusa y estúpida, si bien pasajera.
 Esto es lo que nos pasaba. Esos minutos de incomprensión mutua se transformaban en noches de insomnio, en una terrible fatiga, en un rencor y una amargura sin parangón y que, para mí, alcanzaban proporciones cósmicas.
 Para ella tampoco era fácil. Pero era una mujer y no era preciso pedirle que fuera lógica.
 En cualquier caso, todo acabó muy mal. Por una disputa. Absurda y profundamente ofensiva.
 Las cosas de las que hablo aquí son muy fuertes y dolorosas. Me parece que de esto no se habla con nadie. No se comenta porque resulta ridículo hablar de ello. Y además no creo que pueda interesar a nadie más que a mí.
 Todo esto es espantoso e impide vivir. Y lo más desagradable es que no queda atrás. Cada riña deja en el corazón una herida profunda cuyos bordes se desparraman: uno siente el deseo de tender un puente en las aguas negras del otoño.
 He leído lo que acabo de escribir. Es de mal gusto. Pero ¿qué voy a hacer si estoy horrorizado?
 De todas maneras, ésa no es la cuestión. Necesito escribir algo al respecto, de lo contrario no me liberaré.
 Hoy caminaba por la calle. Había caído ya la tarde. El borde de la acera estaba sembrado de hojas otoñales. Copiosamente. Paseé varias veces de arriba a abajo, amontonando con los pies esas susurrantes hojas de álamo que exhalan un perfume acre. Luego me las metí en los bolsillos.
 Si un día no puedo más, buscaré un montón de hojas como éste, me pegaré un tiro en la cabeza e iré a caer con la nariz sobre el fragrante amargor del otoño.
 Nunca habría creído que el mundo entero pudiera encerrarse en una sola persona.
 Bueno, basta, o acabaré perdiéndome en trivialidades.
 Esta noche me desperté y fui a fumar a la cocina. Todo estaba tranquilo... Se oía el solitario zumbido del contador y el incesante goteo del agua a través del grifo. Fumé unos diez minutos. Extinguí la colilla bajo el agua del grifo, la arrojé al cubo de basura y regresé a la habitación. Ella estaba sentada en la cama. Y me sonreía de una manera que me oprimió el corazón. Luego de pronto mudó el semblante, que adquirió un aspecto grave y me señaló con el dedo la habitación de al lado. Di media vuelta, fui hacia allí. Pero me olvidé de por qué estaba yendo en esa dirección y regresé a la habitación. Ella no estaba. Si hubiese tenido un arma, me habría pegado un tiro al instante, sin moverme del sitio, porque ya no aguantaba más. Pero eran los nervios. Nadie lo sabría. Los otros nunca lo adivinarían.
 Adoro todo lo que me rodea. El sol, las tuberías herrumbrosas y las pequeñas piedras en el canalón. Las hojas anaranjadas en los árboles y sobre la calzada, las palomas que picotean granos de mijo en la acera.
 Ah, sí, ayer en la calle Bolshaia Pionérskaia cayó un árbol, , un nogal americano. Yacía de través en la calle, sus ramas flexibles se extendían en el asfalto. Alrededor, hojas caídas...
 Un individuo quiso atravesar esta calle en su Pobeda. Llegó hasta el árbol y luego, con cuidado, en primera marcha, pasó cada rueda sobre el tronco del nogal, antes de alejarse acelerando. El árbol permaneció allí. El dibujo de sus ramas quedó surcado por los rastros de los neumáticos del automóvil, sucios de barro.
 Las hojas amarillas pisadas por las ruedas quedaron cubiertas de una capa de grasa.
 No podía seguir mirando el árbol. Y el coche se alejaba cada vez más. Ya no se distinguía el mono de madera que colgaba de una goma en la luna trasera.
 Cada uno tiene su amor. Yo también. ¿Es ridículo que me enorgullezca de poseer algo sagrado?
 ¿No es semejante esto a la persona que, teniendo la posibilidad de robar una maleta y no lo hace, va proclamando ahora a los cuatro vientos: "Soy un tipo honesto, hoy no robé esa maleta. ¡Soy digno de admiración!"?
 No lo sé. Pero cuando esa canalla arrolló el árbol con su coche tuve ganas de detenerlo y darle un puñetazo en la cara.
 Quizá exagere cuando hablo de darle un puñetazo.
 Lo cierto es que en todo lo que veo a mi alrededor, en todo lo que es bello o vinculo a mis mejores recuerdos, te veo.
 Pero eso es demasiado arduo. Arduo y, al mismo tiempo, muy fácil, claro y bueno.
Escritos de juventud ¡Demonios! Qué bella es la tierra, y en ella, qué pesar se siente a veces en el alma.
 Me apasioné y me puse a hablar por los codos... Pero, palabra de honor, no me gustaría que alguien se entrometiera con el objetivo de ayudarme. Sería ultrajante.
 Quiero escribir un libro. Un libro sobre el amor. No como se han escrito miles. Un libro a mi manera.
 En esa misma calle, la Bolshaia Pionérskaia, empecé a dar de comer a las palomas. Por la mañana se reúnen en el mismo lugar, donde les dan de comer. Exactamente a las 8,45 de la mañana. Siempre cojo un pedazo de pan para desmenuzarlo. Por la mañana hace frío y, cuando estoy de pie, en medio de las palomas que se empujan entre sí (hay muchas: treinta y seis), una joven pasa cerca de mí. Ahora me reconoce y nos saludamos.
 Sería un buen comienzo para una historia de amor. Pero si de repente me sintiera incómodo al saludarla (si ella decidía de repente que me gustaba), tendría que renunciar a alimentar a las palomas y a ir allí por las mañanas.
 Una de las palomas tenía las patas atadas con un hilo resistente. La había atado su amo, no quería que le dieran de comer al animal, pues era de su propiedad.
 Al día siguiente llevé una cuchilla y, después de coger la paloma ligada, le corté el hilo de las patas.
 Las palomas son muy hermosas. Algunas tienen reflejos de un verde azulado en el pecho. Una era blanca, con reflejos de un rojo brillante...
 ¿Qué me pasa? ¿Por qué esa joven caprichosa, egoísta y mezquina me hace sufrir? Ya no puedo más. Esto acabará mal. No soy un santo para perdonar la grosería, la mentira y los caprichos.
 Detrás de la pared, los automóviles hacen ruido. Tintinea el vaso debajo del platillo. Todo lo que oigo a mi alrededor -el ruido de un coche al pasar, el goteo del agua, el tintineo de la vajilla sobre la mesa, el silbido de la tetera en el fuego- desgarra como un cuchillo mi corazón: todo lo que me rodea me hace sentir de un modo atroz mi soledad, pero tú no estás ahí. Y tú te encuentras vinculada a todo lo que me rodea. A veces tengo tanto miedo que siento, de un modo brusco e inesperado, un nudo en la garganta.
 No se obran milagros en el mundo, lo único que no comprendo es la muerte, ese engullimiento en un abismo sombrío y denso donde se pierden los sentimientos y la conciencia. ¿Acaso es un milagro? No, es poco probable: es metafísica.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Abada Editores, 2015, en traducción de Marta Rebón y Ferrán Mateo. ISBN: 978-84-16160-44-0.]

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