Los profesores
«Cuando estudiaba sentía un gran afecto por mis profesores. Me inspiraban tanta admiración y tanto respeto que me sentía en la obligación de defenderlos de la brutalidad de mis compañeros de clase.
Me sublevaba que torturaran inútilmente a los profesores. Aunque pusieran malas notas. Las malas notas no tienen ninguna importancia, ¿qué sentido tiene hacerles daño a esos seres débiles e indefensos?
Recuerdo a uno de mis compañeros, que se deslizaba con gran habilidad a espaldas de nuestro profesor de biología y, a través de su columna vertebral, le sacaba los nervios para luego repartirlos entre los alumnos.
Se podían fabricar bastantes objetos con sus nervios, por ejemplo instrumentos de música. Cuanto más degastado estaba el nervio, más delicado era el sonido.
Nuestro profesor de matemáticas era muy distinto al de biología. Sus nervios eran absolutamente inservibles. En cambio tenía un cráneo totalmente calvo en el que se podían dibujar círculos perfectos con la ayuda de un compás. Yo anotaba cuidadosamente la circunferencia en mi cuaderno para extraer conclusiones más adelante.
Mis compañeros, groseros e ignorantes, no encontraban nada mejor que hacer que fijar disimuladamente mis círculos en sus tirachinas -fabricados con los nervios que menciono más arriba- cuando el profesor nos daba la espalda para dibujar el triángulo rectángulo del teorema de Pitágoras en la pizarra negra.
Ahora diré unas palabra sobre nuestro talentoso profesor de literatura. Seré breve porque sé que los recuerdos escolares ajenos aburren a los que los escuchan.
Resulta que una vez el hombre me lanzó la tiza a la cabeza para sacarme de mi habitual sueño matutino.
Odio que me despierten así pero no me enfadé lo más mínimo porque mi amor por los profesores y por la tiza era muy profundo. En aquella época consumía gran cantidad de tiza a causa de mi falta de calcio. Me daba un poco de fiebre, pero nunca la aproveché para no ir al colegio ya que -no paro de repetirlo- amaba a los profesores y especialmente al (muy talentoso) profesor de literatura.
Pero resulta que aquel infeliz me inspiró compasión cuando asesinó un poema en clase y, a las doce y media exactamente, en el parque de al lado de la escuela, con la ayuda de una cuerda para saltar que olvidaron allí unas chiquillas, puse fin a sus sufrimientos.
Me recompensaron con siete años de cárcel por aquel acto humanitario. Pero no tuve que arrepentirme nunca pues fueron muchas y muy variadas las enseñanzas que me brindaron aquellos siete años, y también porque sentía un gran afecto por los carceleros y una enorme admiración por el director de la prisión.
Pero ésa es otra historia.
El escritor
Me he retirado para escribir la obra de mi vida.
Soy un gran escritor. Nadie lo sabe aún puesto que todavía no he escrito nada. Pero cuando lo haga, cuando escriba mi libro, mi novela...
Por eso me he retirado de mi trabajo de funcionario y de... ¿de qué más? De nada más. Porque amigos nunca he tenido y amigas aún menos. No obstante, me he retirado del mundo para escribir una gran novela.
El problema es que no sé cuál será el tema de mi novela. Se ha escrito ya tanto sobre todo y sobre cualquier cosa...
Intuyo, siento que soy un gran escritor, pero ningún tema me parece suficientemente bueno, importante, interesante, para mi talento.
Por lo tanto, espero. Y. mientras espero, sufro evidentemente la soledad y el hambre también, a veces, pero confío en que con ese sufrimiento tal vez llegue a un estado de ánimo que me permita descubrir un tema digno de mi talento.
Por desgracia el tema tarda en aparecer y la soledad me pesa cada vez más, el silencio me rodea, el vacío se propaga y eso que mi casa no es muy grande.
Pero esas tres cosas horribles -la soledad, el silencio y el vacío- revientan el techo, estallan hasta las estrellas, se extienden hasta el infinito y ya no sé si es lluvia o nieve, foehn o monzón.
Y grito:
-Lo escribiré todo, todo lo que se puede escribir.
Y una voz me responde, irónica, aunque por fin hay una voz:
-De acuerdo, chaval. Todo, pero nada más, ¿eh?
El niño
Están ahí sentados, en la terraza de un bar. Miran a la gente pasar. La gente pasa, como de costumbre, como haría cualquiera, como debe ser, pasan. A la gente también le gusta pasar a su vez.
Yo me arrastro, me arrastro detrás de ellos. Me enfurezco, me detengo, escupo, lloro y después me siento al borde de la acera y les saco la lengua a todos los paseantes que pasan.
-Eres un maleducado -dicen los paseantes.
-Sí, sí, nos avergonzamos mucho de ti -dicen mis padres.
Yo también me avergüenzo de ellos. No me han comprado la escopeta, la bonita escopeta que quería. Dijeron:
-No es un juguete bonito.
Sin embargo, yo vi a mi padre en el servicio militar. Tenía una escopeta, una de verdad, para matar. Pero cuando vi escopetas bonitas para niños, escopetas de indios, para cazar, para jugar, dijeron que era un juguete muy feo y ¡me compraron una peonza!
Estoy aquí, sentado al borde de la acera. Me levanto, me enfurezco, lloro, escupo, grito:
-Sois unos maleducados, me avergonzáis: ¡decís mentiras, os hacéis los buenos! ¡Cuando sea mayor os mataré!»
[El texto pertenece a la edición en español de El Aleph Editores, 2008, en traducción de Julieta Carmona Lombardo. ISBN: 978-84-7669-822-8.]
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