jueves, 2 de julio de 2020

La zapatilla de cristal.- Shotaro Yasuoka (1920-2013)

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Deberes

  «En Hirosaki, el profesor y yo éramos los únicos capaces de leer el libro de texto con la pronunciación estándar del japonés, y eso me valió para que me consideraran el primero de la clase. A veces, el profesor intentaba  incitar al máximo a los alumnos que ya tenía allí cuando yo llegué: "¡No dejéis que Yashioka os adelante!", les decía; pero a ese respecto, por mucho que lo intentaran, no podían seguirme el ritmo. Así que mi especialidad siguió siendo leer el libro de texto, incluso después de que nos trasladáramos a Tokyo. Cuando lo hacía, la clase guardaba el silencio más absoluto; aunque yo no sabía que se debía a que mi acento era una mezcla de los dialectos Shikoku y Tohoku y que su habla se favorecía en las colonias. Aun así, seguía leyendo bien; aunque no tenía ni idea de matemáticas o de ciencias. Efectivamente, hacia el final del primer semestre de quinto de primaria mi clase de South Aoyama estaba empezando a meterse con el plan de estudios de sexto y el profesor me regañó debidamente por ser tan inútil, aunque no me afectó demasiado. Lo único que hizo fue obligarme a ponerme de pie durante horas delante de mi pupitre. Hirosaki no era así. Allí, el edificio del colegio eran unos antiguos barracones y la clase estaba separada del pasillo por unos estantes para rifles. Si un estudiante se ganaba la ira del profesor, le metían en un calabozo de verdad. Aunque no nos hacía demasiado; algunos alumnos soltaban un "quiquiriquí" para incordiar al profesor cuando iba a sacarlos.
 El primer semestre pasó antes de que me diera cuenta. Sorprendentemente, todas mis notas fueron de sobresaliente; al parecer, según supe más tarde, aquello era en beneficio del instituto.
 Las vacaciones en Tokyo eran interminables. En Hirosaki iban del uno al treinta y uno de agosto, pero en Tokio empezaban el veinte de julio. […] Tenía diez cuadernillos repletos de deberes que tenía que hacer para cada una de las asignaturas, pero ni siquiera los abrí. No sabía siquiera qué eran los deberes. En el colegio organizaban una semana de Salud y Ejercicio para los chicos que no se iban a la playa o al campo. Los ponían allí de pie, desnudos, en el patio de asfalto, y los regaban con mangueras. Sólo fui tres días. Me gustaban las sandalias con tiras "en forma de T" que llevaban algunas de las niñas, ésas que llevan la tira atada al tobillo; hacían que una chica pareciera guapa. No había clases mixtas, pero puesto que estábamos en vacaciones jugábamos todos juntos; por las tardes, había representaciones de magia, sketchs cómicos, cuentacuentos o películas habladas. […]
 Los días pasaban en un abrir y cerrar de ojos y al poco ya sólo quedaba un día para volver a empezar el colegio. […]
 Mi madre no se había impuesto nunca. Cometió el error de pensar que, con todo lo que me movía de un lado a otro, sólo estaba pasándomelo bien. Al ver mi cuaderno de tareas, con fecha del veintiuno de julio, se llevó un buen susto, pero peor aún fue cuando se dio cuenta de pronto de que los nueve cuadernillos que vio a continuación tenían también las hojas blancas como la nieve. Se echó a llorar y yo no supe qué hacer.
 -¿Por qué no te mueres directamente? -dijo-. Eso es lo que voy a hacer yo.
 Me pareció una idea fabulosa. […] me arrastró de pronto hasta mi mesa de estudio, me sentó y ella misma agarró un cuadernillo, lápiz en mano. Ya está. Tanto mi madre como yo nos aplicamos en rellenar mis libros de tareas de cabo a rabo; no podíamos permitirnos parar ni un minuto. Para cuando empecé a sentir el brazo como un peso muerto y el lápiz se me deslizaba casi de los dedos, había comprendido por fin cómo se hacían los deberes. Ahora podía escribir sin perderme. Decidí escribir sólo las respuestas a los problemas de matemáticas. Si escribía sólo los números podía responder a siete preguntas por minuto, aunque el problema necesitara multiplicaciones sorprendentes de hasta veintitrés dígitos. En cuanto a los problemas prácticos, como descubrir los valores de dos cantidades desconocidas, como por ejemplo el número de grullas y de tortugas, a partir del total de sus unidades y el total de uno de sus atributos, ni siquiera tenía que leer la pregunta. Me limitaba a escribir: "Diez grullas y tres tortugas"; era lo mismo que pensar en la respuesta y que estuviera mal de todas formas. Empecé a hacerlas a una velocidad increíble, mientras mi madre se esforzaba por mantener el ritmo.
Zapatilla de cristal, la: Amazon.es: Yasuoka, Shotaro: Libros "Nombra nueve de los principales productos marítimos de Hokkaido, citando para cada uno el lugar en el que se cosecha y las cantidades que se recogen anualmente". Ésa le fastidió de verdad, pero se puso a escribirla de todas formas, con letras grandes: "Kelp, atún, bonito..."
 Se hizo de noche antes de que me diera cuenta y permanecer despierto toda la noche, que me había parecido una hazaña tan imponente, resultó no ser nada; ayer había desaparecido y era ya hoy. […] A las siete terminamos de hacer los deberes; perfecto. Si hubiéramos terminado antes habría empezado a preocuparme por mis absurdas respuestas.
 El primer día de septiembre no había clases. En el aula, el presidente de la clase se limitó a recoger los deberes; era un chico que, en una ocasión, me envió a comprarle pan en uno de los recreos. […] Por alguna razón, cuando vino a recoger nuestros cuadernos de deberes puso el mío al final del todo. A lo mejor fue sólo por casualidad, pero de todas formas, me sentí más que aliviado de ver mis deberes clasificados tan al final.
 Cuando todo el mundo hubo entregado los deberes, el profesor, el señor Kanehara dijo:
 -Las vacaciones han terminado ya, a partir de ahora sólo habrá trabajo, trabajo y trabajo, hasta que consigáis pasar los exámenes de admisión al instituto, dentro de dos años. Vuestro futuro depende de ello, así que no habrá más vacaciones. […]
 Iba cada día al colegio, a ponerme de pie […]. Al principio de cada clase, el profesor nos hacía abrir los cuadernos encima de las mesas y luego se pasaba a ver si habíamos hecho o no los deberes; los que no los hubieran hecho, tenían que ponerse de pie. Luego se ponía a corregir las preguntas de los deberes y aquéllos que las tuvieran mal también tenían que ponerse de pie un rato. Kawamoto, el ayudante del presidente de la clase, hizo una vez mal un problema de matemáticas y tuvo que ponerse de pie; con lo alto que era, apoyó las manos en el escritorio y parecía a punto de echarse a llorar. No conseguía entenderle. ¿Qué problema tenía? Volvería a estar sentado enseguida, así que lo tenía mucho más fácil que yo, ¿no?, que tenía que estar de pie la hora entera. Pensé en lo que le parecen a uno las cosas en función de cómo se miren, y en que se podía ser perfectamente feliz aunque lo estuvieras pasando mal. […]
 Los pasos se alejan. Empiezo a arrancar el siguiente folleto y sigo soñando: "Este alumno es un honor para el colegio y, por tanto, queda exento de hacer los deberes y se le permite sentarse cómodamente en su clase".»

    [El texto pertenece a la edición en español de editorial El Tercer Nombre, 2009, en traducción de Royall Tyler y María Alonso del Yerro. ISBN: 978-8496693-52-4.]

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