III.-Días sin tiempo
«El patio y la cocina eran tu imperio, mamá.
Vos sos, en mi memoria, el aroma del tuco y las cretonas, vos sos la casa, mamá, cómo no se dieron cuenta de que vos eras la casa, que echarte a vos era echar la casa, cómo. Y, sin embargo, al asilo.
Eso, mamá, lo supe en una visita. Me lo contaron en una visita, porque "yo tenía que saberlo", en esas visitas cuarteleras, por la frontera, barbudo, chupado, sucio, ahí me dijeron, desalojo, asilo, hogar de ancianos.
Y fue en el retorno al interminable territorio de dos por uno del calabozo, que comenzaron mis conversaciones con papá.
Acá, los pensamientos rebotan. Las palabras pensadas, rebotan. Porque pronunciar, lo que se dice pronunciar, no dejan. Ni el grito, nada. En este territorio reina el silencio, infinito, tanto, que cuando se apagan las voces exteriores, ese toque de silencio -fíjate que para anunciar el silencio tienen que hacer ruido-, cuando ese toque se produce -digo- uno acá, atento, puede percibir la actividad ruidosa de las arañas. Las arañas tejen, y uno percibe el chirriar de sus agujitas, y si por ahí les cae una mosca ni te imaginás el bochinche, la mosca se desgañita, el guardia le va a parar el carro, no ves que tocó a silencio, y ahí le cae ella, a la carga patas largas, hay que apurar la matanza que viene ganao por tierra, y le aplica el pentotal; cómo es que todavía no han sintetizado el pentotal arácnido como anestesia, no, se quedaron con la otra, esa especie de gas que te transporta en menos que contaste tres y que el laboratorio suizo o suizo-alemán o alemán te inocula, arácnidos de la medicina; y cuando la tiene bajo sus pies, Juanita -que así se llama- la succiona, absorbe, aspira, draculita del muro. Pues bien. Eso, todo eso, lo escucho. Tanto, que me desvela. Me desvela el tiempo del coginche, cuando la araña macho la pastorea recorriendo las paredes del calabozo, siempre por el mismo trillo, a una velocidad que, salvando las proporciones, ni Jesse Owens, hasta que ancla en el rincón de las arañas y ahí se miran, ella es más grande, grande, y se miran, se seducen hasta que atracan y cruje la cama. En el silencio mandan los ruidos. El tableteo de las patas del bichito de la humedad -que dos por tres masco-, sobre el hormigón del piso, es un redoble rítmico, delicado, ideal para fondo de bolero. Pero lo que más suena es uno. Los bronquios, suenan. El cuore suena. El roce de los vaqueros chirría; todas las noches, cada vez más, duermo con ellos, vivo con ellos, envejecen conmigo, y chirrían, cada vez más, se quejan. Y si hay mosquitos, ni te cuento. Porque a las hélices se une la amenaza, la concentración de uno para ver cuándo se apagan porque se posan, helicópteros, coleópteros, qué sé, yo, y ahí aterrizan y el manotazo, que cuando cae bien ensangrenta y las ondas de la palmada rebotan, como rebota todo, acá es dos por uno, oferta, te la vendo, regalo, canjeo, rebota. Rebota todo, Viejo, y te escribo para adentro, te conmino a que aguantes, vos que en materia de aguante me podés dar curso, vos, Viejo, a vos te argumento lo que ya sabés y no precisás, y te lo reitero, exijo, explicito, digo, para vos y para mí, para mí, que necesito como vos lo que te digo. Y es tan violento todo, todo tan intenso, que llegué donde estabas y vos estuviste acá y dos por tres venías y sé que yo estoy ahí y yo te oí y vos me viste y nadie lo cree, nadie entiende, y yo lo cuento o no lo cuento, lo cuento poco, a alguno que otro y no me animo a escribirlo, porque van a pensar que es verso, fantasía, imaginación. Que crean lo que crean, vos y yo lo sabemos y chau. Basta.
[…]
Uno tiene, mi Viejo, uno es poseedor, papá, de lo que podríamos llamar o denominar un pensamiento racional. De ahí que en materia de bola, diera poca a las situaciones, anécdotas (para mí nunca pasaron de anécdotas), de las historias extrasensoriales, comunicaciones telepáticas, el "Yo ya estuve una vez", esas cosas. Me encontré con el tema y con gusto en la literatura. Jamás en la historia, que es ciencia.
En la historia nunca se vio que Napoleón recibiera una voz que le anunciara "No te bajes del caballo, rajá", cuando Waterloo se le iba a la B, ni Trotski tuvo la intuición o anunciación de que Mercader venía con el encargo. Jamás. Algo hay en las fantasías histórico-religiosas; pero hay mucho cuentito, palomita blanca vidalitay, que te anuncia el fin de la menstruación y el embarazo, o el palito de Moisés que ya quisiera el hada de Pinocho. Te dejo de lado el historial barrial, el "Me vino como una cosa, vecina", y se le dieron las tres cifras. No. No a la menina santa a quien se le incorporó el espíritu de no sé qué curandero alemán y ahora te receta en el idioma de las walkirias, aunque no tiene la menor idea de dónde queda el Rin, o el otro que recibió a un cirujano y te opera con el cuchillito de pelar papas, como si nada. No. En cambio, en la literatura, sí. Desde la muchachita de Thomas Mann, que se desmaya en una escalera al recibir el impacto de la muerte de su hermana, sin haber llegado a recibir una carta que venía en viaje donde sólo se anunciaba la enfermedad; hasta el caso conocido de los hermanos Corso, de novela. Pero también en Yeats y Priestley y Chesterton, con aquel personaje contemporáneo que al ver pasar, desde la baranda de un puente, un navío cualquiera, ríe y pronuncia palabras que no conocía pero que su acompañante descifra y eran de un galés antiguo y marinero. Sus ancestros, Viejo, eran navegantes. Él, hoy, sólo dactilógrafo. Vos perdoname, papá, pero tu historia del pueblito nunca la tomé en serio. Eso de que la vecina gritara a las dos de la mañana de que a la madre la habían enterrado viva esa misma tarde, y que el berrinche que armó fue tal que fueron al cementerio, con farol y pala al hombro, y vieron que la mamá estaba muerta pero no cuando la enterraron: se había comido los dedos y en el cajón había sangre. Vos contabas, Viejo, que estabas ahí, que eras vecino, que fuiste con ellos. Pero a mí me salió el racional, y dije o te dije o me dije, "Andá a saber", "leyenda de pueblo chico, tipo lobizón de fogón gaucho". Más te digo. Cuando desde acá se me empezaron a dar algunas cosas, como aquel sueño en que llevaba a la nieta, Viejo, a conocer La Paz y la lápida de granito de León, y ella en una visita me contó que había tenido un sueño en el que paseaba en un parque conmigo, pero que no era un parque, y cuando terminó de contarme el sueño, hizo una pausa de punto y aparte, y me preguntó, sin asociación dónde estaba enterrado León. Casualidad, pensé. Hasta que, claro, se empezaron a dar otras, y me dije "Andá a saber", y hasta me cité a Hamlet, "Hay más misterios en el cielo y la tierra de los que caben en tu fantasía"; pero nunca más allá. Nunca la racionalización científica del hecho, si es que era un hecho, porque ahí, papá, vivías sin sol ni estrellas ni libro, media ración y un territorio en el que una vuelta colocaron una tarima que no te autorizaban a usar y entré a vivir parado, como en un 130 lleno a La Paz, que nunca llegaba a destino, así que mi territorio real era la imaginación, la fantasía, la locura reglamentada en la medida de lo posible. Entonces -¿entendés?-, esos acontecimientos, si lo eran, esos hechos o más bien anécdotas, estaban en la frontera entre lo real y lo que no. Hasta que llegó la Palabra.»
En la historia nunca se vio que Napoleón recibiera una voz que le anunciara "No te bajes del caballo, rajá", cuando Waterloo se le iba a la B, ni Trotski tuvo la intuición o anunciación de que Mercader venía con el encargo. Jamás. Algo hay en las fantasías histórico-religiosas; pero hay mucho cuentito, palomita blanca vidalitay, que te anuncia el fin de la menstruación y el embarazo, o el palito de Moisés que ya quisiera el hada de Pinocho. Te dejo de lado el historial barrial, el "Me vino como una cosa, vecina", y se le dieron las tres cifras. No. No a la menina santa a quien se le incorporó el espíritu de no sé qué curandero alemán y ahora te receta en el idioma de las walkirias, aunque no tiene la menor idea de dónde queda el Rin, o el otro que recibió a un cirujano y te opera con el cuchillito de pelar papas, como si nada. No. En cambio, en la literatura, sí. Desde la muchachita de Thomas Mann, que se desmaya en una escalera al recibir el impacto de la muerte de su hermana, sin haber llegado a recibir una carta que venía en viaje donde sólo se anunciaba la enfermedad; hasta el caso conocido de los hermanos Corso, de novela. Pero también en Yeats y Priestley y Chesterton, con aquel personaje contemporáneo que al ver pasar, desde la baranda de un puente, un navío cualquiera, ríe y pronuncia palabras que no conocía pero que su acompañante descifra y eran de un galés antiguo y marinero. Sus ancestros, Viejo, eran navegantes. Él, hoy, sólo dactilógrafo. Vos perdoname, papá, pero tu historia del pueblito nunca la tomé en serio. Eso de que la vecina gritara a las dos de la mañana de que a la madre la habían enterrado viva esa misma tarde, y que el berrinche que armó fue tal que fueron al cementerio, con farol y pala al hombro, y vieron que la mamá estaba muerta pero no cuando la enterraron: se había comido los dedos y en el cajón había sangre. Vos contabas, Viejo, que estabas ahí, que eras vecino, que fuiste con ellos. Pero a mí me salió el racional, y dije o te dije o me dije, "Andá a saber", "leyenda de pueblo chico, tipo lobizón de fogón gaucho". Más te digo. Cuando desde acá se me empezaron a dar algunas cosas, como aquel sueño en que llevaba a la nieta, Viejo, a conocer La Paz y la lápida de granito de León, y ella en una visita me contó que había tenido un sueño en el que paseaba en un parque conmigo, pero que no era un parque, y cuando terminó de contarme el sueño, hizo una pausa de punto y aparte, y me preguntó, sin asociación dónde estaba enterrado León. Casualidad, pensé. Hasta que, claro, se empezaron a dar otras, y me dije "Andá a saber", y hasta me cité a Hamlet, "Hay más misterios en el cielo y la tierra de los que caben en tu fantasía"; pero nunca más allá. Nunca la racionalización científica del hecho, si es que era un hecho, porque ahí, papá, vivías sin sol ni estrellas ni libro, media ración y un territorio en el que una vuelta colocaron una tarima que no te autorizaban a usar y entré a vivir parado, como en un 130 lleno a La Paz, que nunca llegaba a destino, así que mi territorio real era la imaginación, la fantasía, la locura reglamentada en la medida de lo posible. Entonces -¿entendés?-, esos acontecimientos, si lo eran, esos hechos o más bien anécdotas, estaban en la frontera entre lo real y lo que no. Hasta que llegó la Palabra.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2002. ISBN: 84-204-5103-7.]
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