Capítulo decimotercero
¿Quién no oculta un pasado? ¿Quién no un secreto?
«Cerró don Plutarquete los ojos, unió las yemas de los dedos, respiró profundamente varias veces, echó hacia atrás la cabeza y nos refirió lo que sigue.
-Hace poco más de veinte años conseguí en un instituto de enseñanza media de una ciudad de provincias cuyo nombre ocultaré, piadoso, una adjuntía interina en la cátedra de Historia Universal. Nunca había salido antes de Barcelona, siendo como soy timorato y poltrón, y aunque distaba de ser a la sazón un mozalbete, aquel cambio espectacular de circunstancias me tenía en un estado de excitación rayano en la demencia. Sea por esta causa, sea porque así estaba escrito en el libro de la vida, vine a conocer por esa época a una mujer mucho más joven que yo, de la que me enamoré como sólo se enamoran los niños, los viejos y algunos adolescentes mal informados. Se aproximaba la fecha de mi partida y comprendí que si no quería perder para siempre al objeto de mis delirios no me cabía otra alternativa que proponerla en matrimonio. Así lo hice, no sin rodeos, y ella, por razones que nunca he conseguido entender, me dio el sí.
No debo de ser, como a veces mi conducta podría hacer pensar, un romántico impenitente, porque las aventuras sentimentales del viejo erudito, lejos de suscitar mi interés, me produjeron un sopor tan invencible que, recostando la nuca contra el respaldo de la silla, me quedé profundamente dormido. Cuando desperté sobresaltado comprendí que me había perdido una parte sustancial del relato, ya que el atropellado narrador tenía los ojos arrasados en lágrimas y decía con vivo sentimiento:
-Clotildita en provincias se mustiaba. Tengo, en efecto, sobrada conciencia de no ser persona de verba amena, como aquí el amigo acaba de demostrar con sus ronquidos. Tampoco el lugar donde nos encontrábamos ofrecía a una mujer fogosa y ávida de novedades otros alicientes que la feria anual de ganado porcino y algún que otro Te Deum oficiado con más unción que brío. Y huelga decir que mis condiciones físicas no eran tales que pudiera la pobre pasarse los días embelesada en el recuerdo de las noches que los habían precedido. En vano traté de interesarla en mis estudios, que a la sazón versaban sobre las fluctuaciones del precio de la cebada en el siglo XVI. No acumularé detalles; básteles saber que nuestro primer año de matrimonio transcurrió con desesperante monotonía. Yo, sin embargo, era feliz...
Aunque detesto la descortesía, hube por fuerza de levantarme a orinar y aproveché la incursión para echarme varias almuerzas de agua al rostro con objeto de soportar despierto el resto de aquella tabarra que amenazaba con monopolizar la noche. A mi regreso la historia había avanzado hasta este punto:
-Mediada la segunda primavera, cuando las lluvias torrenciales habían convertido nuestra casa en un lodazal en el que se daban cita todos los sapos de la zona, el pregonero de la localidad, pues no justificaban los escasos eventos de la villa la edición de un periódico, siquiera mural, anunció la inminente llegada de una compañía teatral que, en gira por provincias y antes de debutar con todos los honores en Fernando Poo, iba a ofrecernos la representación de un melodrama cuyo título he querido y logrado olvidar. Nuestro peculio no nos permitía derroches, pero mi mujer insistió tanto y la melancolía la tenía tan postrada que acabé por acceder a su capricho, pedí un préstamo y saqué las entradas. ¡Nunca lo hiciera! Aún me parece estar viendo la exaltación con que Clotildita limpiaba y remendaba el único vestido de su ajuar que había resistido mal que bien las asperezas del clima y de la tierra. ¿Y cómo describir mi angustia al comprobar, la noche del estreno, que mi esposa, hasta entonces tan recatada, se había lavado el pelo con un champú adquirido por Dios sabe qué medios?
Sé que divago: me ceñiré a los hechos. Fuimos al local donde había de representarse la obra, un cobertizo que el municipio había habilitado trasladando interinamente a la casa consistorial el estiércol que habitualmente allí se almacenaba, y dio principio la función y con ella mi desgracia. No recuerdo nada de la pieza, porque nunca hasta ese momento había asistido a ningún espectáculo y no tenía ya edad de aficionarme, de modo que me había llevado un montón de deberes escolares para corregir; ni, por supuesto, de los actores que en aquélla intervenían. Sí recuerdo, en cambio, a un galán harto amanerado y no precisamente veinteañero que parecía tener al sector femenino de la audiencia encandilado, lo que hizo que, mediado el segundo acto, tuviera que abandonar la escena bajo una lluvia de azadones y destrales que los maridos celosos le arrojaban a los gritos de: "¡Sarasa, más que sarasa!", "¡Baja a la platea si eres hombre!", y otras provocaciones similares, y no volviera a salir más, con serio menoscabo del hilo argumental, pues era el protagonista. Yo, absorto en mis quehaceres, no reparé en el incidente ni tampoco en que mi esposa, pretextando una necesidad inaplazable, abandonaba su asiento y no regresaba. Cuando el telón hubo caído, la sala se hubo vaciado y despuntaba el alba tras los alcores, empecé a temer que algo le hubiera pasado a mi Clotildita. Volví a casa y la hallé desierta, recorrí calles y sembrados, pregunté a cuantos encontré... Todo inútil. A Clotildita se la había tragado la tierra. Había que descartar de entrada la eventualidad de un accidente, del que para entonces me habría llegado ya noticia en una comunidad tan diminuta, e inferir, por doloroso que ello me resultara, que mi adorada esposa había decidido marcharse, por los motivos que fuera, y que no tenía la menor intención de regresar al hogar. Juzguen ustedes mismos mi desesperación.
Sé que divago: me ceñiré a los hechos. Fuimos al local donde había de representarse la obra, un cobertizo que el municipio había habilitado trasladando interinamente a la casa consistorial el estiércol que habitualmente allí se almacenaba, y dio principio la función y con ella mi desgracia. No recuerdo nada de la pieza, porque nunca hasta ese momento había asistido a ningún espectáculo y no tenía ya edad de aficionarme, de modo que me había llevado un montón de deberes escolares para corregir; ni, por supuesto, de los actores que en aquélla intervenían. Sí recuerdo, en cambio, a un galán harto amanerado y no precisamente veinteañero que parecía tener al sector femenino de la audiencia encandilado, lo que hizo que, mediado el segundo acto, tuviera que abandonar la escena bajo una lluvia de azadones y destrales que los maridos celosos le arrojaban a los gritos de: "¡Sarasa, más que sarasa!", "¡Baja a la platea si eres hombre!", y otras provocaciones similares, y no volviera a salir más, con serio menoscabo del hilo argumental, pues era el protagonista. Yo, absorto en mis quehaceres, no reparé en el incidente ni tampoco en que mi esposa, pretextando una necesidad inaplazable, abandonaba su asiento y no regresaba. Cuando el telón hubo caído, la sala se hubo vaciado y despuntaba el alba tras los alcores, empecé a temer que algo le hubiera pasado a mi Clotildita. Volví a casa y la hallé desierta, recorrí calles y sembrados, pregunté a cuantos encontré... Todo inútil. A Clotildita se la había tragado la tierra. Había que descartar de entrada la eventualidad de un accidente, del que para entonces me habría llegado ya noticia en una comunidad tan diminuta, e inferir, por doloroso que ello me resultara, que mi adorada esposa había decidido marcharse, por los motivos que fuera, y que no tenía la menor intención de regresar al hogar. Juzguen ustedes mismos mi desesperación.
-A los nueve años de los hechos que acabo de referirle me llegó esta carta. Había sido escrita en Algeciras dos años antes y enviada al instituto donde otros siete atrás yo había ejercido la docencia. De allí la habían remitido al Ministerio donde quedó apresada en los sargazos de la negligencia burocrática hasta que un funcionario más diligente, más compasivo o más malicioso averiguó mis señas y me la hizo llegar a portes debidos.
Abrió el sobre que había estado acariciando con las yemas de los dedos y me tendió unos papeles manuscritos que empezaban a rasgarse por los dobleces. Los desplegué con cuidado, me acerqué al flexo que seguía encendido en el escritorio y cuyo haz de luz se iba encogiendo a medida que invadía la estancia la luz de la mañana y leí esto:
"Repugnante albóndiga:
Desde que me fui de tu lado las cosas me han ido de mal en peor, pero ni un solo día he dejado de bendecir la hora en que te dejé. Mamarracho. El actorzuelo en cuyos brazos me arrojé desesperada era un canalla que me zurraba sin tregua y que me abandonó en cuanto supo que me había quedado embarazada, a pesar de lo cual todavía venero su memoria, porque gracias a él te perdí de vista. Cucaracha. Deshonrada, preñada y sin un duro, me dediqué a la prostitución en los retretes de un parador de camioneros hasta que nació mi hija, a la que abandoné en un canastillo a la puerta de una ermita. Me he quedado tuerta, se me han caído los dientes, soy alcohólica y morfinómana; he estado seis veces en la cárcel y cuatro en el hospital de infecciosos. Y todo por tu culpa. Escupidera, felpudo..."
Seguían varias cuartillas del mismo tenor literal. Volví a doblar la carta y se la pasé al profesor, que la besó como si fuera una reliquia, la metió de nuevo en el sobre y dijo:
-Disculpe usted su deficiente sintaxis. Mientras duró nuestra unción, cada noche hacíamos una hora de dictado pero no conseguí que dominara los entresijos de nuestro agilísimo idioma. Pero no es de eso, claro está, de lo que quería hablarle...»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 2016. ISBN: 978-84-322-2588-8.]
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