II.-Las leyes fundamentales de la estupidez humana
1.-La Primera Ley Fundamental
«La Primera Ley Fundamental de la estupidez humana afirma sin ambigüedad que: Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo*.
A primera vista la afirmación puede parecer trivial, o más bien obvia, o poco generosa, o quizá las tres cosas a la vez. Sin embargo, un examen más atento revela de lleno la auténtica veracidad de esta afirmación. Considérese lo que sigue. Por muy alta que sea la estimación cuantitativa que uno haga de la estupidez humana, siempre quedan estúpidos, de un modo repetido y recurrente, debido a que:
a) personas que uno ha considerado racionales e inteligentes en el pasado se revelan después, de repente, inequívoca e irremediablemente estúpidas;
b) día tras día, con una monotonía incesante, vemos cómo entorpecen y obstaculizan nuestra actividad individuos obstinadamente estúpidos, que aparecen de improviso e inesperadamente en los lugares y en los momentos menos oportunos.
La Primera Ley Fundamental impide la atribución de un valor numérico a la fracción de personas estúpidas respecto del total de la población: cualquier estimación numérica resultaría una subestimación. Por ello en las páginas que siguen se designará la cuota de personas estúpidas en el seno de una población con el símbolo ∈.
2.-La Segunda Ley Fundamental
Las tendencias culturales que prevalecen hoy en día en los países occidentales favorecen una visión igualitaria de la humanidad. Se prefiere pensar en el hombre como el producto de masa de una cadena de montaje perfectamente organizada. La genética y la sociología, sobre todo, se esfuerzan por probar, con una cantidad impresionante de datos científicos y formulaciones, que todos los hombres son iguales por naturaleza y, que si algunos son más iguales que otros, esto ha de ser atribuido a la educación y al ambiente social, y no a la Madre Naturaleza.
Se trata de una opinión extendida que, personalmente, no comparto. Tengo la firme convicción, avalada por años de observación y experimentación, de que los hombres no son iguales, de que algunos son estúpidos y otros no lo son, y de que la diferencia no la determinan fuerzas o factores culturales sino los manejos biogenéticos de una inescrutable Madre Naturaleza. Uno es estúpido del mismo modo que otro tiene el cabello rubio; uno pertenece al grupo de los estúpidos como otro pertenece a un grupo sanguíneo. En definitiva, uno nace estúpido por designio inescrutable e irreprochable de la Divina Providencia.
Aunque estoy convencido de que una fracción ∈ de seres humanos es estúpida, y de que lo es por designio de la Providencia, no soy un reaccionario que pretende introducir de nuevo furtivamente discriminaciones de clase o de raza. Creo firmemente que la estupidez es una prerrogativa indiscriminada de todos y de cualquier grupo humano y que tal prerrogativa está uniformemente distribuida según una proporción constante. Este hecho está expresado científicamente en la Segunda Ley Fundamental, que dice que: La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona.
A este propósito, la Naturaleza parece realmente haberse superado a sí misma. Es archisabido que la Naturaleza, de un modo más bien misterioso, actúa de tal manera que mantiene constante la frecuencia relativa de ciertos fenómenos naturales. Por ejemplo, tanto si los hombres se reproducen en el polo norte como en el ecuador; si las parejas que se unen son desarrolladas o subdesarrolladas; si son negras, rubias, blancas o amarillas, la proporción varón-mujer entre los recién nacidos es constante, con un ligero predominio de los varones. No sabemos de qué manera la Naturaleza obtiene este extraordinario resultado, pero sabemos que para obtenerlo debe operar con grandes números. El hecho extraordinario acerca de la frecuencia de la estupidez es que la Naturaleza consigue actuar de tal modo que esta frecuencia sea siempre y dondequiera igual a la probabilidad ∈, independientemente de la dimensión del grupo, y que se dé el mismo porcentaje de personas estúpidas, tanto si se someten a examen a grupos muy amplios como grupos reducidos. Ningún otro tipo de fenómenos objeto de observación ofrece una prueba tan singular del poder de la Naturaleza.
La prueba de que la educación y el ambiente social no tienen nada que ver con la probabilidad ∈ nos la han proporcionado una serie de experimentos llevados a cabo en muchas universidades del mundo. Podemos clasificar la población en cuatro grandes grupos: bedeles, empleados, estudiantes y cuerpo docente.
Cada vez que se analizó el grupo de bedeles se halló que una fracción ∈ eran estúpidos. Teniendo en cuenta que el valor de ∈ era más elevado de lo que se esperaba (Primera Ley), se juzgó, de entrada, pagando el tributo a las modas en curso, que era debido a la pobreza de las familias de las que generalmente proceden los bedeles y también a su escasa instrucción. Pero al analizar los grupos más elevados se encontró que el mismo porcentaje dominaba también entre los empleados y los estudiantes. Más impresionantes todavía fueron los resultados obtenidos entre el cuerpo docente. Tanto si se analizaba una universidad grande como una pequeña, un instituto famoso o uno desconocido, se encontró que la misma fracción ∈ de profesores estaba formada por estúpidos. Fue tal la sorpresa ante los resultados obtenidos que se resolvió extender las investigaciones a un grupo especialmente seleccionado, a una auténtica "élite", a los galardonados con el Premio Nobel. El resultado confirmó los poderes supremos de la Naturaleza: una fracción ∈ de los premios Nobel estaba constituida por estúpidos.
*Los autores del Antiguo Testamento eran conscientes de la existencia de la Primera Ley Fundamental, y la parafrasearon al afirmar que "stultorum infinitus est numerus", pero cometieron una exageración poética. El número de personas estúpidas no puede ser infinito porque el número de personas vivas es finito. [N. del A.]»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Crítica, 2012, en traducción de Maria Pons. ISBN: 978-84-8432-907-7.]