«Cuando salió disparado el teniente político y se quedaron solos el cura y el dueño de Cuchitambo, mirándose con una extraña sonrisita cómplice, escucharon con deleite cómo se alejaban en la noche los pasos de la mula. Luego, con un gesto más franco -mutuo entendimiento- se denunciaron su vil propósito. Era el mismo: "Cerca de una hora en ir y volver. La chola es buena, generosa, amiga de hacer favores... ¿Qué esperamos?" Don Alfonso, el más audaz, guiñó libidinosamente el ojo al cura indicándole la dirección de la puerta por donde se podía llegar a la cocina donde se hallaba Juana. Se pusieron de pie como buenos caballeros -sólo una nota de burla bamboleante y cómica subrayó la borrachera sobre la afanosa seguridad y la ardiente intención de los dos hombres-, dieron uno, dos pasos. No... No había para qué precipitarse como buitres sobre la presa. Todo tiene su límite, su forma... "¿Atropellarnos por semejante pendejada? Imposible. Somos amigos, aliados...", se dijo don Alfonso cediendo el camino al sotanudo con una reverencia cortés y galante que parecía afirmar: "Pase usted primero... Pase usted..." Con una sonrisa babosa de beatífica humildad respondió el sacerdote: "De ninguna manera. Usted... Usted, don Alfonsito..."
En la cocina, a la luz de una vela agarrada a una pared -con la pega de su propio sebo-, la chola cabeceaba sentada junto al fuego de un fogón en el suelo. En sus cachetes rubicundos y en sus ojos semiabiertos el reflejo de las candelas ponía una especie de caliente temblor en la piel. El ilustre borracho se acercó a ella dando traspiés.
-Ave María. Casi me asusto -murmuró la mujer frotándose perezosamente los ojos.
-¿Por qué, cholitica? -interrogó mimoso el latifundista tirándose al suelo.
-¿No empezará con sus cosas, no? El Jacinto... -dijo ella en tono de amenaza que trataba de ocultar un viejo adulterio.
-No está. Le mandé a la hacienda -concluyó don Alfonso, metiendo las manos bajo los follones de la hembra.
-¿Qué es, pes? -protestó Juana sin moverse del puesto, dejando que...
-Cholitica.
-Ha de ser lo mismo que otras veces.
-¿Lo mismo?
-Hasta pasar el gusto no más. Ofrece... Ofrece...
-No, tontita. Espera... Espera... -balbuceó el dueño de Cuchitambo acariciando con manos temblorosas las formas más recónditas de la chola, olor a sudadero y a cebollas.
-Entonces... ¿Qué fue lo que dijo, pes? ¿Qué fue lo que prometió, pes?
-¡Ah! -exclamó Pereira y murmuró algo al oído de la mujer que a esas alturas del diálogo amoroso se hallaba acostada en el suelo, boca arriba, los follones sobre el pecho, las piernas en desvergonzada exhibición.
-Así mismo dice y... -alcanzó a comentar ella ahogándose entre los besos babosos y las violentas caricias del ilustre borracho. Siempre ella fue débil en el último momento. ¿Cuántas veces no se prometió exigir? Exigir por su cuerpo algo de lo mucho que deseó desde niña. Exigir al único hombre que podía darle: lo que le faltaba para sus hijos, para su casa, para cubrirse como una señora de la ciudad, para comer... Él nunca cumplió... ¡Nunca! No obstante le hizo soñar. Soñar desde la primera vez. Siempre recordaba aquello. Ella dio un grito y se defendió con los puños, con los dientes, ¡Ah! Pero él... Él le estrujó los senos, el vientre, le besó en las mejillas, en las orejas, en el cuello, sin importarle los golpes. Luego le tumbó al suelo sobre un campo de tréboles y le hundió las rodillas entre las piernas. Ella... Ella podía seguir la defensa, quizás vencer, huir. Mas, de pronto, él le dijo con ternura apasionada que sonaba a verdad cosas que nadie le había dicho antes: "Cuando me separe de mi mujer me casaré contigo. Te regalaré una vaca. Te llevaré a Quito. Serás la patrona". Ante semejante cariño -perspectiva de un paraíso inalcanzable- todos los escrúpulos femeninos se derrumbaron en el alma de la chola, y toda la furia se desangró en un llanto como de súplica y gozo a la vez. Dejó hacer. Algo narcotizante le había postrado en dulces esperanzas.
En cuanto se desocupó el latifundista entró el cura. También a él -ministro de Taita Dios- nunca pudo la mujer del teniente político negarle nada. A Juana le gustaba ese misterioso olorcito a sacristía que en los momentos más íntimos despedía el tonsurado. Y aquella noche, con picardía y rubor excitantes, al ser acariciada y requerida, ella objetó:
-Jesús. Me han creído pila de agua bendita.
-Sí... Sí, bonitica... -alcanzó a murmurar el fraile aturdido por el alcohol y el deseo.
Cuando los ilustres jinetes la abandonaron, Juana probó a levantarse sin muchos remordimientos -quizás pecado con patrón y con cura no era pecado-. Pero luego, al cubrir sus desnudeces bajándose los follones, arreglándose la blusa, y notar que desde un rincón velado por la penumbra, el menor de sus hijos había estado observando la escena con ojos de asombro doloroso, sintió una vergüenza más profunda que el posible remordimiento, más pesada que la venganza que podía hallar en su marido.
Desde la conversación con el tío Julio y desde que en el campo sintió cómo se iba y llegaba el dinero, don Alfonso Pereira abrió su codicia sobre los negocios -grandes y pequeños-, sobre los proyectos de explotación agrícola, sobre todo cuanto podía asegurarle en su papel de "patrón grande, su mercé". Era sin duda por eso que cuando montaba en su predilecta mula negra para ir por la mañana al pueblo a sus intrigas y trabajos pro minga del carretero, enredaba su imaginación en largas perspectivas de suculentos resultados económicos: "Puedo... Puedo exprimir a la tierra, es mía... A los indios, son míos... A los chagras... Bueno... No son míos pero hacen lo que les digo, carajo". Luego pensaba llevar las cosechas a la capital por el carretero nuevo, por el tren. Su fantasía adelantaba los acontecimientos: perforada la montaña, domada la roca, seco el pantano, en la ladera y en el valle gigantescos sembrados.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Losada, 1975. ]
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