Primera parte
3.-Irene
«Muy ufano por su primer domingo transcurrido con su novia, Tommaso volvió a Pietralata; y, en cuanto llegó, el Zimmio, el Cagone y otros dos o tres de la pandilla lo pararon y le preguntaron si estaba dispuesto a ir con ellos a la Anguillara, para un trabajito de gallinas. Tommasino dijo:
-Claro. ¿Cómo no?
Ya era tarde y partieron en un "Mil cien" que los otros habían robado por la tarde.
El robo de gallinas en Anguilara resultó bien y, al día siguiente, realizaron otro por el lado de Tívoli y después otros más en Villalba y en Settecamini, cada vez más cerca de la ciudad. El Sábado Santo, para evitar la fatiga de ir lejos, dieron un golpe en Ponte Mammolo, a dos pasos, a orillas del Aniene.
Dejando de lado las bromas, he aquí cómo se desarrollaron las cosas. El Cagone, el Zellerone, Cazzitini, el Budda, el Gricio, el Sciacallo y Nazzareno, en unión con los más jovencitos, Tommasino, el Zimmio y el Zucabbo, habían ido a Tiburtino para alquilar un furgón, pues se les presentaba la ocasión de hacer un trabajito por otro lado, hacia Ciampino: se trataba de tres o cuatro quintales de bronce. Llovía. Calados hasta la médula, los compinches llegaron a Tiburtino y se pusieron a silbar frente a la ventana de una casa que daba al campo. Carlo el Sordo salió al zaguán y, cuando los otros le pidieron el furgón, se los rehusó:
-¡No, no y no! Yo no les doy mi furgón. Ya van tres veces que lo doy, después las cosas quedan en la nada y yo me quedo con las ganas.
-Pero nosotros no somos así -protestaron.
-Bueno -contestó Carlo el Sordo-. Ustedes me dan enseguida cinco mil liras y yo les doy el furgón.
-Es que nosotros no tenemos ahora cinco mil liras -replicaron los compinches.
-Siendo así -dijo el Sordo-, lo siento, pero el furgón no sale.
-Nos arruinas -le explicaron-. Mañana es Pascua. ¿Qué vamos a hacer sin una lira en el bolsillo?
-Ven con nosotros -propuso el Sciacallo-, si no nos crees.
-No, no -dijo Carlo-, a mí la policía me conoce demasiado. Tendría calabozo para años si nos agarrasen.
-Te dejamos los abrigos -propuso el Cagone.
-¿Y qué hago con los abrigos? -contestó Carlo-. Mañana es Pascua, quiero pasármela tranquilo, no quiero estar toda la noche en vela pensando en el furgón.
Así que, quieras o no quieras, tuvieron que marcharse sin furgón. El Cagone, el Zellerone, el Sciacallo, el Budda, el Gricio, Cazzitini y Nazzareno se metieron en el "Bar Duemila", que estaba por allí, frente al Monte del Pecoraro. Los tres más jóvenes se quedaron en la calle, ante el lote de casas en que vivía Carlo el Sordo, sin resolverse a marcharse.
-Nada que hacer -dijo deprimido el Zimmio.
-Estaríamos locos si nos fuéramos a dormir -profirió el Zucabbo-. Hagamos algo. De algún modo tendremos que encontrar dinero.
-¿No sabes -dijo Tommaso, que era el más ávido desde que se había metido con la Irene- que cuando los trabajos se improvisan uno cae fácilmente en la trampa?
-Mañana es Pascua. Prefiero pasármela en la cárcel antes que estar sin un lira en el bolsillo -replicó el Zucabbo.
-Ni siquiera podemos ir por ropa tendida -observó amargamente el Zimmio-, porque llueve. ¿A quién se le va a ocurrir tender ropa con este tiempo?
Callaron, cariacontecidos. En el silencio circundante sólo se oía caer la lluvia. Y he aquí que, de pronto, oyeron cantar un gallo: era el gallo de Carlo el Sordo.
-¿Y si le limpiáramos el gallinero al Sordo? -dijo el Zucabbo, brillantes los ojos-. ¿Por qué ese hijo de p... no quiso alquilarnos su furgón?
-¡Aoh! -exclamó entonces el Zimmio-. A propósito de gallinas... ¿Quieren venir conmigo? Ahora que lo pienso, junto a la iglesia de Ponte Mammolo los curas tienen un gallinero. Yo sé dónde están las gallinas, porque hace unos años fui allí a robar huevos. ¡Ammazza, son muchas!
-¿Cuántas, más o menos? -preguntó Tommaso.
-Doscientas, trescientas -repuso el Zimmio.
-Entonces, vamos, vale la pena -dijo Tommaso-. A quinientas liras cada una, son ciento cincuenta mil.
-¿Y dónde las ponemos? -preguntó el Zucabbo.
-Yo llevo el forro del colchón -contestó sin titubeos el Zimmio-. Mi madre lavó la lana. Figúrense las gallinas que caben... Podemos meter al mismo sacristán...
Así, llenos de esperanza, se pusieron en marcha.
[…]
[…]
Tommaso y el Zucabbo llegaron a casa del Zimmio y lo llamaron. Estaba durmiendo. Como tenía a su novia en Ponte Mammolo, y ella y su madre eran muy católicas, él, aunque cayéndose de sueño, había tenido que madrugar para ir allá a oír misa con ellas. Había vuelto hacía poco más de media hora y se había echado otra vez en la cama, quedándose dormido inmediatamente. Tommaso y el Zucabbo lo despertaron:
-¿Y las gallinas? -preguntaron-. ¿Qué? ¿No nos vas a dar las nuestras?
-Dos se las di a mi madre -dijo el Zimmio, hinchado de sueño y sombrío, pero con una cara tan rara que no convencía a nadie-, y las otras dos las dejé allá, en la Via Casal dei Pazzi.
Los miró unos instantes, con las bolas de los ojos que se le llenaban de risa.
-A propósito... -prosiguió, y largó la risa-. A propósito, ¿saben lo que dijo el cura en la misa?
Y seguía riéndose con tantas ganas que no podía pronunciar una sola palabra; los otros sabían que había ido a oír misa precisamente allá donde tres horas antes habían estado robando, y lo miraban también regocijados.
-Dijo -empezó a contar el Zimmio cuando se hubo calmado un poco- que anoche le robaron treinta gallinas... Que unos ladrones sacrílegos se introdujeron anoche en su gallinero y que los condenados le robaron treinta gallinas, aprovechándose de él, que hace la caridad... ¡Treinta gallinas, dijo aquel hijo de perra!
A Tommaso y el Zucabbo les brillaban los ojos por la alegría de saber que habían hablado de ellos durante la misa, ante tanta gente.
-¡Ahh! -exclamó el Zucabbo-. ¿Lo oyes, Tommaso? Somos peores que el Tinea. ¿Qué te parece?
-¡Aoh! -dijo Tommaso-. ¿Vamos a misa a oír lo que dice?
-¡Vamos! -contestó con entusiasmo el Zucabbo.
-Lárgate con nosotros, ¡dale! -dijo Tommasino al Zimmio.
Así, hicieron la caminata hasta Ponte Mammolo y no se dieron por satisfechos con escuchar el sermón de la segunda misa, sino que también quisieron oír el de la última, de mediodía. El cura hablaba de ellos, de estos ladrones, de estas almas perdidas, de estos sacrílegos, etcétera, etcétera... Se hicieron una panzada de misas; por lo demás, hacía más de diez años que no pisaban una iglesia y ya ni siquiera recordaban quién había creado el mundo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Monte Ávila Editores, 1969, en traducción de Attilio Dabini. ]
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