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«Hoy gran parte de la prensa incluye un anuncio que ocupa media página bajo una pregunta: ¿Quién quiere matar a Nacho? Es publicidad en contra de la Ley de Despenalización Parcial del Aborto que se debate en el Congreso de los Diputados. El tal Nacho es un niño. En realidad, el dibujo de un bebé con el que quiere aludirse a un feto. A través de diferentes viñetas, se explica cómo acabar con él. Con el feto, con Nacho, cuyo retrato aparenta esa edad primeriza en que los críos parecen ángeles risueños.
Según los dibujos, a Nacho se le puede matar por aspiración, por dilatación y legrado, por envenenamiento salino y por cesárea. No incluyen métodos fuera del ámbito de la medicina. No incluyen métodos más contundentes. Por ejemplo, la patada en la barriga. Por ejemplo, el ametrallamiento.
Dos mujeres embarazadas han muerto este año en otros tantos atentados de ETA. Una en febrero, cuando iban a empezar los carnavales; la otra en mayo, en vísperas de las elecciones municipales.
Patricia es una mujer de treinta y dos años que espera su tercer hijo. Es un día de invierno y se halla en Tolosa. Acompaña a su marido, un detective privado especializado en temas laborales y empresariales a quien los terroristas confunden con un miembro de las fuerzas de seguridad. Patricia y su esposo son ametrallados cuando están en el interior de su coche. El detective se salva, pero ella muere en el acto. Inmediatamente, el ayuntamiento acuerda suspender los actos del carnaval, pero las sociedades populares que participan en la tamborrada y otras tradiciones del lugar insisten para que se mantengan. Finalmente, hay fiestas. Mientras la mujer es enterrada en san Sebastián, la alegría se desborda nuevamente por las calles de esa otra localidad guipuzcoana famosa por sus txapelas.
La otra embarazada cae en Bilbao, en el esplendor de la primavera. Se llama María Dolores, tiene veinticinco años y espera su primer hijo. En esta ocasión los activistas tienen mejor puntería: además de la joven embarazada, en el mismo atentado, matan a su marido, que es cabo de la policía, y a un vecino, también policía nacional. Cuatro días después, con esas tres bajas en el censo, aún fresca en la memoria la imagen de sus cuerpos ensangrentados sobre el pavimento de un garaje, Herri Batasuna, el brazo político de ETA, obtiene unos magníficos resultados electorales en los ayuntamientos del País Vasco y Navarra. Entre ellos, Bilbao. […]
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Mainar comienza a prestar atención a las emisoras de FM, a estar menos pendiente de las noticias y más de las canciones, a poner la tele en las horas de los programas musicales, a fijarse más en las páginas de cultura y espectáculos de la prensa. Empieza a leer las crónicas de los conciertos, las críticas de discos, los comentarios sobre fiestas y presentaciones. También compra alguna revista musical y observa con detenimiento las diferentes maneras de vestir, las modas que siguen unos y otros grupos. Incluso en comisaría busca conversación con los agentes más jóvenes para que le ilustren sobre las distintas pandillas que se forman en torno a diferentes estilos musicales.
Un policía de Vallecas le cuenta que en su barrio sólo hay heavys, que suelen ser de aspecto fiero, pero a la hora de la verdad son mucho más inofensivos de lo que aparentan. Un policía que ha patrullado por zonas de bares le habla de los rockers y los mods, de que son pocos y presumen de llevarse mal entre ellos, de lo mucho que cuidan su estética y sus motos. Otro le informa sobre los punks y los tilda de violentos, aunque aclara que más con los objetos que con otra gente, una especie de agresividad infantil que se plasma en patadas a las cosas y escupitajos a las personas. En cuanto a drogas, parece ser que eso, como el alcohol, los une a todos. Ninguno las desprecia. Hay canciones de todos los estilos que las reverencian. No hay una droga en particular que se identifique con estos o con aquellos. Cada cual toma lo que se puede pagar. Por supuesto, hay yonquis entre los heavys, entre los rockers, entre los mods, entre los punks e incluso entre los aficionados al flamenco.
Mainar enseña la foto de Almudena y sus amigos para ver en qué categoría los puede ubicar. Algunos le hablan de modernos, nuevaoleros, neorrománticos, pero nadie parece tenerlo muy claro. Un policía le dice que lo que parecen, sobre todo, es un poco pijos. Eso ya lo ha pensado el inspector, pero no es un concepto que relacione con una música concreta, con algún tipo de movimiento cultural. Es algo más difuso relacionado con el poder adquisitivo y la clase social. Eso le interesa menos. Eso no es ninguna novedad.
Ha habido un secuestro en Bilbao. La frase fue corriendo de despacho en despacho por toda la comisaría, repitiéndose con diferentes tonos, desde quien aún pronunciaba este tipo de cosas con alarma a quien lo hacía con una mezcla de hartazgo y rutina.
Ya tardaban, pensó Mainar cuando supo la noticia. ETA llevaba algún tiempo sin secuestrar a nadie, pero había seguido con su ritmo habitual de asesinatos, teñido además por una gran variedad en cuanto a la ocupación de las víctimas. Los dos últimos habían sido policías, pero en las semanas anteriores también habían matado a un vendedor de coches, a un representante de una marca de licores y al propietario de un bar. Gente muy fácil de ejecutar. El secuestro requería más preparación, más trabajo y asumir más riesgos que los necesarios para poner una bomba o disparar por la espalda y alejarse.
-¿Quién es el secuestrado? -se interesó el inspector.
-Un militar.
-¿Un militar? -se extrañó Mainar-. No puede ser. ETA no secuestra militares. Los mata directamente, como a nosotros.
-Pues han dicho que es un capitán. Es todo lo que sé por el momento.
Mainar pensó que era un secuestro raro y que aquello pintaba mal. ETA contaba con más de sesenta secuestros en su historial y casi siempre se había tratado de empresarios. Algunos habían sido muy cortos, de dos o tres días, los justos para que los aterrorizados familiares juntaran el dinero para pagar y con ello evitar que su padre, esposo o hermano corriera la misma suerte que quienes no lo habían hecho a tiempo: ejecutados sin contemplaciones con un tiro en la nuca. Pero si habían secuestrado a un militar, no habría sido por dinero. Le resultó inevitable recordar al ingeniero de una central nuclear secuestrado dos años antes y asesinado sin contemplaciones pocos días después. Entonces pedían la demolición de la central. Se preguntó qué cosa imposible pedirían ahora, sólo para tener en vilo al país durante unos días antes de cumplir su sentencia de muerte. Porque un militar español en manos de ETA no podía tener ningún otro destino. No podía pagar un rescate y mucho menos mover a la compasión de sus captores. La única esperanza era liberarlo antes de ese momento fatídico, y Mainar sabía que esa responsabilidad caería en parte sobre sus espaldas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2014. ISBN: 978-84-8365-629-7.]
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