viernes, 5 de junio de 2020

El cibermundo, la política de lo peor.- Paul Virilio (1932-2018)


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La pérdida del mundo o cómo reencontrar el cuerpo propio

   «En 1978 escribió Defensa popular y luchas ecológicas. ¿Qué es lo que ha cambiado desde entonces en su crítica de la sociedad industrial y de los desgastes que engendra? ¿La ecología gris se apoya aún sobre movimientos populares para luchar?
 El tipo de resistencia estaba esbozado en Velocidad y política, que había servido de prefacio a Defensa popular y luchas ecológicas. La historia de lo político es inseparable de la historia de la riqueza y del capital -no es necesario ser marxista para decir esto. La cara oculta de la riqueza y de la acumulación, es decir, de la capitalización, es la aceleración. Ayer, la aceleración de los transportes marítimos; hoy, la aceleración de las informaciones. Así pues, se impone una política de la velocidad. Desde el momento en que estamos amenazados por una cibernética social, por las telecomunicaciones, por Internet y por la automatización de la interactividad, es necesario que haya una economía política de la velocidad al igual que existe una economía política de la riqueza y de la acumulación. De otro modo, no podremos resistirnos a esta contaminación de las distancias que es imperceptible e invisible. Tomemos el ejemplo del Atlántico. No es más que una gran basura. Al inventar los aviones supersónicos se eliminaron los paquebotes. El Atlántico sólo sirve para algunos transbordadores o algunos cargueros. Ya no es recorrido por el hombre salvo como lugar de ocio para cruceros en solitario o remeros como los de Aboville. Se da, pues, una pérdida de la extensión atlántica que anuncia la pérdida de la extensión planetaria.
 ¡Cuántas pérdidas! No se escapa ni el sexo, que ha desaparecido con el cibersexo, el miedo lo ha reemplazado, escribe usted. ¿Qué son el sexo y el amor para usted, Paul Virilio?
 El miedo al otro es lo contrario del amor. Se olvida esto cuando se piensa que el amor está unido al erotismo, a la sexualidad, a los placeres de la carne. La cuestión del amor se opone al odio, es decir, al miedo a los otros. El odio nace del miedo. Sin embargo, hoy en día, asistimos a una desintegración de la unidad de población. Para el hombre de las ciudades, la unidad de población es la familia y el lugar de población, la ciudad. Cuanto más se extiende el lugar de población, más se reduce la unidad de población: en las ciudades antiguas eran, por ejemplo, las tribus de Israel; en la Edad Media esas unidades estaban formadas por las familias en sentido amplio, como en África hoy en día; en los siglos XVI y XVII, comenzó a imponerse la familia burguesa con los padres, los abuelos y los niños; posteriormente, con la revolución industrial, apareció la familia nuclear; y, hoy en día, en la metaciudad -es decir, la ciudad virtual- se impone la familia monoparental. La familia ya no tiene descendencia; se desintegra. La mujer o el hombre se va con los niños. Estamos, pues, al final de un ciclo, al comienzo de una exclusión recíproca. El divorcio no es simplemente un fenómeno de costumbres, es un fenómeno de especie. Y las tele-tecnologías lo acentúan. La telesexualidad (o cibersexualidad) corona hechos que ya eran cataclísmicos. Para demostrar que todo esto no tiene nada que ver con ninguna moral sino con la demografía, voy a poner un ejemplo: la prostituta de Flaubert o de Maupassant, la de La Maison Tellier, es una prostituta con la que se mantiene una relación de amistad. ¡La prostitución en las ciudades actuales se reduce a la niña en el escaparate! Ya no es más que un producto. Si se considera el strip-tease o el peep-show, no existe el miedo al otro, sino una retirada, un distanciamiento. Con la video-pornografía, la distancia alcanza su punto álgido. Con el Minitel rosa, sólo existe la voz -el Minitel no sirve sólo para citarse, para eso bastaría el teléfono. Ahora tenemos el cibersexo, la telesexualidad. Con ello el divorcio alcanza su clímax puesto que nos desintegramos. Ya no es el divorcio de la pareja, ¡sino el divorcio de la copulación! De hecho, "hacer el amor a distancia" refleja la frase de Nietzsche: "Amad al que está lejos como a vosotros mismos". Todo el delirio alrededor del acoso sexual, este proceso de intención ofrecido al otro, es ya un signo patológico de odio al prójimo. Es el fin de la alteridad sexual. En ello yace una locura de especie que generan los pueblos desarrollados.
 ¿Ha encontrado usted un texto sobre ciberfeminismo?
El cibermundo, la política de lo peor Teorema. Serie Menor: Amazon ... Ese texto está extraído de Chimère, la revista de Félix Guattari. El ciberfeminismo existe en los Estados Unidos desde hace un tiempo y quiere tener su puesto en el control de las sensaciones. Para comprender esto hay que volver a insistir en la cibersexualidad, que se desarrolla porque los sentidos del hombre son transferidos a distancia. Casi el 80% de la producción microelectrónica está compuesta de captores, de sensores o de teledetectores. Por medio de éstos ha sido posible escuchar a distancia gracias a la radio y al micrófono; ver a distancia gracias a la cámara y a la televisión; tocar a distancia, por una parte, con el guante teletacto que permite tocar y sentir con la presión de la mano del otro a miles de kilómetros y, por la otra, con el traje de datos -datasuit- que permite sentir el cuerpo del otro. El último captor que acaba de ser innovado es el captor olfativo. ¡Se puede oler a distancia! La última percepción que no es transferible es el gusto. No se puede beber un buen vino a distancia. En alguna parte se produce un desgarro, una brecha para hacer salir las sensaciones del cuerpo...
 Usted parece sensible al problema del aumento del número de divorcios. ¿Las familias recompuestas no son, a su parecer, nuevas familias?
 Sí. De hecho, en todas las familias hay familias recompuestas. La familia recompuesta, en cierto modo, es una invención de autodefensa frente a la tendencia que acabo de mencionar. Es una de las leyes del urbanismo. Existen dos leyes en el urbanismo: la primera es la persistencia del sitio. Una ciudad no se reconstruye jamás afuera. La segunda es que cuanto más se extiende el lugar de habitación, más se deshace la unidad de población. Incluso en África, donde la demografía no deja de crecer, el número de habitantes baja constantemente en las ciudades. En los países occidentales, esta ley ha llegado al paroxismo con las familias monoparentales. Desde el invierno de 1994, madres de familia viven en los sótanos de París con sus hijos. Es una imagen del drama de nuestras sociedades.
 ¿Esta tendencia a la separación de sexos que usted describe no está equilibrada, en Europa, por una persistencia cultural del modelo cortés?
 No es imposible, pero no es ése el objeto de mi trabajo, que consiste en mostrar las tendencias negativas para prevenir el mal. Yo realizo un trabajo estadístico y anticipo las tendencias que empiezan a observarse. No niego que no sean más que tendencias y que junto a ellas haya familias unidas y una procreación demográfica asegurada. Pero si queremos que esto continúe hay que denunciar el carácter negativo y la propensión a excluir conjuntamente a los más necesitados y al otro. Esta exclusión está reforzada por las teletecnologías y por el trabajo a distancia que prefigura el amor a distancia. Respecto a los que se divorcian, existe un problema de temporalidad. Tomemos como ejemplo el modo de vida del siglo pasado. Las vivencias de aquellas parejas no tienen nada que ver con las de una pareja contemporánea. La presión de la ciudad, la velocidad de los cambios, el estrés y la aceleración de las costumbres hacen que en cinco años una pareja moderna viva cincuenta de los de una pareja de aquella época. Al haber vivido  cincuenta años en cinco ya no soportan vivir juntos... Acontecimientos del tempo. Existe una ritmología de la vida pública. Uno puede entenderse a partir de cierto ritmo. Si se acelera se fracasa. El submarino y la fábrica son buenos ejemplos: en el submarino, la ley de proximidad de una tripulación hace que los unos estén encima de los otros. Como consecuencia aparece el odio, porque no existe la distancia necesaria. En la fábrica, debido a que hay demasiado trabajo, y además a que también está el reloj -la productividad-, se termina por odiar a la gente a la que se podría amar trabajando tranquilamente. El tempo excesivo de la ciudad moderna es un elemento de desintegración y deconstrucción -como diría Derrida- de la unidad de población. Como resultado surge una especie de guerra civil fría.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2005, en traducción de Mónica Poole. ISBN: 84-376-1574-7.]


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