Segunda parte
Capítulo XXVIII: Un hijo
«-Ya hablamos de esto y más de una vez, no recuerdo cuántos años hace. Querías tener un hijo desde siempre, probablemente desde la primera vez que te acostaste con una mujer. Lo dijiste, recuerdo. Lo que sentías arriba de una mujer era tan importante, tan sin relación con cualquier otro tipo de experiencia posible, que necesitabas hacerlo eterno, o duradero, o palpable, con un hijo. Nunca entendí eso; no puedo entenderlo, por lo menos, en un hombre. Nunca quise tener un hijo. Con Frieda menos que con nadie. Y esto es verdad aunque también sea verdad que Frieda fue la única mujer que tuve aparte de las prostitutas de los puertos. Tampoco ella quiso tenerlo. Nos queríamos demasiado para necesitar y ni siquiera aceptar que algo se agregara. Pero vos necesitaste siempre un hijo. Tal vez no sólo por todo lo que dije: eternidad, duración, el acto de amor hecho concreto y ocupando un lugar en el espacio. Creciendo, además. Tal vez necesitaras un hijo también para justificar tu permanencia encima de una mujer, para disculparte y hacerte perdonar. ¿De quién? Ése es otro problema. Yo soy mejor, después de todo y antes, porque reconozco no entender nada y admito todas las posibilidades que no entiendo. Acaso esta virtud -en el fondo, la indiferencia que creés tener y hasta confundís con la comprensión y la tolerancia; la indiferencia que no sos capaz de tener-, esa virtud se me haya desarrollado en las tardes en el muelle, donde me es imposible evitar las visitas y las charlas de ese cerdo tu vecino que se llama míster Rey. Viene vadeando puentes, o en el bote a motor, siempre gordo y como dormido, siempre vestido de blanco y con la frescura de la ducha y la afeitada de después de la siesta. A cualquier hora que sea. Y de la charla confusa, de la aterradora hediondez del espanto apenas hediondo que me llega de la inteligencia difunta de míster Rey, pude separar dos joyas de sabiduría. Primera: se necesitan muchos tipos distintos para crear un mundo amigo, amigo. Segunda: Dios tiene extraños pensionistas, amigo. Lamento no poderlo decir con su acento, con su falta de resuello. Pero, en todo caso, creo en esos dos pilares de la filosofía de míster Rey; y me atengo a mi fe. No hablábamos de eso. Hablábamos de tu vieja, tal vez congénita necesidad de un hijo y de la mala suerte que te impidió tenerlo. Entonces, desde que me conociste, o desde mucho antes, quisiste jugar a que yo era tu hijo. Nada de amor, en realidad: el placer del dominio, la pobre satisfacción orgullosa de imponer destinos y contactos. Nada de deducciones, en realidad: me lo diste a entender muchas veces, lo confesaste sin quererlo.
Y todo este montón de frases dicho sin alcohol, sin vehemencia, sin la sombra de un deseo de revancha. Fue en un sábado a fines de enero y Medina tenía la promesa de empezar sus vacaciones el sábado siguiente.
-Puede ser que sea cierto -dijo sonriendo mientras caminaba hacia la botella de caña en la mesa-. Nunca me interesó analizar a Medina, saber de Medina: lo dejo vivir y lo ayudo. Trato de hacer lo mismo con los demás. Sin necesidad de míster Rey, he aprendido a no mirarme. Yo soy, simplemente; estoy en el mundo y hago cosas. En este caso, en el último capítulo de este caso, se me ocurrió que eras demasiado inteligente para que resultara justo el precio de aniquilamiento que estabas pagando. -Vació el vaso, lo puso suavemente sobre la mesa y se acercó a Seoane que lo miraba desde la luna en la ventana abierta, con una expresión de amansada rebeldía, con una sonrisa incrédula. Se acercó hasta poder golpearle suavemente la mejilla-. Lo que dijiste esta noche, sea o no sea cierto, sirve por lo menos para demostrar que merecía el esfuerzo. Todo lo que sabemos, vos y yo, demuestra que la perra esa no vale que nadie pague ningún precio. La puta esa, dije. -Esperó un momento, respirando el aire lento que llegaba del río y los limoneros, sin apartar su mirada de los ojos claros y brillantes que permanecieron vacíos, apenas curiosos, apenas insolentes.
-No quiero irme -dijo lentamente Seoane moviendo la cabeza en el atenuado resplandor azul-. Por lo menos, cuando me vaya no va a ser por ella. Pero es injusto insultarla y además no sirve. Yo la conozco. Nadie más que yo la conoce.
-Me alegro. Sí, siempre sucede así. Pensándolo bien, corresponde que te pida perdón. Yo creía que...
Seoane alzó los hombros y una mano. La cara remozada pareció adelgazarse, irónica y sabia.
-Hablé mucho. No hay más que decir. Voy a la costa a mirar los anzuelos y después a la cama. Buenas noches.
Y a la mañana siguiente, ya con el sol en alto, cuando Medina fue a buscar el coche en la enramada, pudo ver al muchacho sentado en el borde del muelle, casi desnudo, ancho y fino, sosteniendo encima del agua la caña de pescar, inútil y curvada.
Una barcaza negra subía el río con pesadez; en el principio del bochorno invisible, hacia la derecha, ronroneaba el motor del bote de míster Rey.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1984. ISBN: 84-322-2008-6.]
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