Después del 11-S: Argel, Alepo y Ánnaba
«Simón fue ante todo un escándalo para la Iglesia. No se conformó con ser un hermano más del monasterio. En su extrema autonegación contravino lo que cualquier hombre en su sano juicio entendería por vida monacal. Creó un patrón de conducta que se convirtió en un peligro para los demás, cuyos esfuerzos por abandonar el mundo quedaban en comparación totalmente eclipsados cuando no despojados de todo valor. Quien intentaba ser de su cuerda y seguir su ejemplo corría peligro de muerte. Quien al igual que él no comía nada en cuarenta días moría. Quien como él no bebía nada en cuarenta días moría igualmente. El que se aplicaba como él el cilicio reventándose las venas y lacerándose las carnes hasta sangrar y sentir cómo le ardían las heridas, y rechazaba como Simón hacía cualquier tipo de cuidado, terminaba por morirse. Por esa razón, para impedir que su conducta hiciera escuela, fue expulsado del monasterio. Se instaló en un pedazo de tierra en lo alto de la colina, donde luego sería erigida la columna, y mandó que lo encadenaran para no sucumbir a la tentación, para ausentarse del mundo. […]
Poco a poco, cuando contaba aproximadamente treinta y cinco años, alcanzó tal fama que la gente peregrinaba en masa a su encuentro con la esperanza de asistir a sus proezas. […] Observaban atónitos la increíble fe de ese hombre, que lo hacía inmune a todo lo que hay sobre la tierra, a cualquier cosa que pudiera sucederle, pues no había nada que le afectara. Se quedaban pasmados frente a aquel hombre que no sentía miedo ante nada, que pese a estar preso en un cuerpo había liberado su mente como nadie había podido hacerlo antes. Aunque conviene precisar: lo que había liberado era su alma. Su mente se mantenía ligada a Dios y a los Evangelios.
Y en el momento en que se vio asediado por la gente, atormentado, obligado a actuar, huyó hacia arriba, se subió a una columna. Nadie supo de dónde había salido, quizá fuera él mismo quien la construyera; en un primer momento su altura era de ocho pies, lo suficiente como para estar por encima de todos, aunque aún demasiado cerca de los brazos estirados de una turba histérica de peregrinos. De modo que fue ampliándola más y más hasta que, finalmente, en los últimos días de su vida, alcanzó a medir cincuenta pies. Pero mucho antes, cuando su columna no pasaba de los quince pies, constantemente exhortado y forzado como estaba, descubrió sus dotes de orador: las palabras brotaban de su interior como una cascada, mas no en un flujo continuo, sino a borbotones imprevisibles. […]
Comenzó, como siempre hacía, a proferir todo tipo de insultos, ofensas e injurias; estaba fuera de sí, furibundo. "¡Cretinos! ¡Cerdos miserables! ¡Hatajo de corruptos, no sois más que culos que rezuman lascivia! ¿Queréis que os cure? Me hacéis reír. Seguid mi ejemplo. Alegraos de estar enfermos. Al menos así buscáis refugio en Dios. Si estuvierais sanos, ¿acaso estaría yo ahora viéndoos? Y vosotros, los que creéis estar sanos, sois los más enfermos de todos sin siquiera percataros. Os creéis especiales. Os consideráis los más devotos. ¡Bah! ¡Largaos! Escoria. Fariseos. Chusma del Señor. Judíos, persas, romanos, maniqueos... Putas e hijos de puta, vándalos, germanos, paganos convertidos, cerdos cristianos"; ése era siempre su último recurso, el último intento, la mayor de las humillaciones. Cuando volvió en sí, se vio obligado a repetir: "No son más que una panda de cerdos cristianos. Supersticiosos, histéricos, mirones, cerdos cristianos arrojados al mundo". Y sabía que estaba en lo cierto. No eran mucho mejores que eso. No se había producido progreso alguno en la religión. Si acaso retrocesos. Daba absolutamente igual quién creyera qué. Lo sabía, y también sabía que esto era lo más doloroso, la gran prueba. Había permanecido en silencio durante semanas y ahora había explotado. Había vuelto a fracasar. Había sido un belicoso orgasmo no deseado. Y lo que lo hacía aún peor: en público. Una manifestación de ira. De odio. Esa multitud era el diablo, la tentación. Su columna medía entonces quince pies, nadie podía tocarlo, pero no servía de nada. Era necesario erigir otra, una más alta. […] "¡Marchaos1 ¡Haz que se vayan! Sois los enemigos de Dios Sois el demonio hecho hombre. Si tuviera unas piedras aquí arriba, os lapidaría. Si tuviera poder en el cielo, haría que llovieran piedras sobre vosotros".
Un murmullo atravesó la muchedumbre de peregrinos. ¡Qué alegría! Ha reaccionado. Ha reparado en su presencia. Sí, ha entrado en contacto con ellos: ha querido lapidarlos. Entonces la multitud empezó a rugir: ¡Lapídanos, Sam'an, apedréanos, por favor, ven y lapídanos! -sonaban a coro cientos de gargantas-. ¿No tienes piedras? ¡Aquí están las piedras que nos merecemos!" […] Y como Simón no tenía piedras a mano, algunos empezaron a lanzarlas a la plataforma que culminaba su columna, como si se tratara de un partido de baloncesto, para que éste pudiera luego arrojárselas. Cada vez volaban más piedras hacia él, y sin embargo se incorporó y permaneció erguido con el fin de que impactaran en su cuerpo. Por un momento dio la impresión de que era él el lapidado, de que era él quien había querido que lo apedrearan. Sus cuatro adeptos, los guardianes de la columna, intervinieron emprendiéndola a garrotazos con la turba, mientras Simón pareció tranquilizarse. Era evidente que las piedras le hacían un gran bien, que las frescas e inesperadas heridas, que la sangre en la frente y en el pecho, le proporcionaban alivio. Cuando se dieron cuenta de que volvía a enmudecer, de que su ira remitía y de que soportaba bien las piedras, cesaron bruscamente de arrojarlas y volvieron a aullar: "¡Lapídanos, apedréanos!" Mas él volvió a sumergirse en sí mismo, se arrodilló en lo alto de su columna y dio gracias a Dios por haberlo liberado al fin de esa tentación.
Demasiado tarde. La multitud estaba histérica. […]
Entonces alzó la voz para decir: "¿A qué habéis venido? ¿Con qué fin? Si queréis ser como yo, si realmente eso es lo que queréis (cosa que no acabo de creerme), idos de aquí, dispersaos, buscad una cueva, un desierto o una montaña. Pero sé muy bien que sois débiles. Habéis venido aquí para que os ayude. Mas vuestro único mal es precisamente haber venido a mí. Lo único que puedo hacer por vosotros es echaros. Idos de aquí y sólo con eso ya estaréis curados, os digo. Vuestra enfermedad son vuestros anhelos y no otra cosa, enfermáis porque creéis necesitarme. Pero nadie puede ayudaros salvo vosotros mismos. No necesitáis a nadie. No me necesitáis a mí. Ni siquiera necesitáis un dios. Tan sólo os empeñáis en necesitarlo. Si lo necesitáis a Él, ¿por qué venís a mí? ¿Por qué venís a escucharme a mí en vez de escuchar la palabra de Dios? ¿Qué puedo deciros que no haya dicho Dios? No necesitáis a Dios, necesitáis pastores, igual que el ganado. No necesitáis un salvador, ni santos, ni bendiciones, necesitáis pan. No necesitáis compasión, necesitáis amor. Dios os ha dejado a vuestra suerte. Ni siquiera el demonio quiere manifestarse ante vosotros. Sois criaturas más allá del bien y del mal. Fijaos en las bestias. ¿Qué saben ellas de la creación? ¿Qué sabéis vosotros acerca de Dios? Decís que anheláis lo que hay detrás de la muerte. Me dais risa. Dedicaros a vivir sin más. ¿Quién ha confundido vuestro entendimiento? ¿No soy un modelo para vosotros? ¡Pues entonces seguid mis pasos! No hacéis nada en absoluto. ¿Qué queréis de mí? ¿Es que no tenéis nada más importante que hacer? Habéis estado aquí apostados durante semanas, hombres fuertes, jóvenes esperanzados, mujeres hermosas, ancianos experimentados... ¿No tenéis tareas que hacer, no tenéis tierras? ¿No tenéis hijos? ¿No tenéis obligaciones? No necesitáis preocuparos del más allá. Para Dios sois insignificantes. Dedicaros a vuestros quehaceres y dejad que Dios se dedique a los suyos. Rezad si os hace bien. Pero sólo cuando hayáis pagado todas vuestras deudas, cuando hayáis acabado con la tarea del día. No le debéis nada a Dios. Dios no es un acreedor. ¿Qué va a reclamaros quien nada necesita? ¿Qué ibais a darle? ¡Miraos bien! ¿Darle algo a Dios? No le debéis nada a Dios, le debéis todo a vuestras vidas, vosotros, sentados aquí, contemplándome, gandules, vagos, descarriados. ¿Habéis arado hoy vuestras tierras? ¿Habéis ordeñado vuestras cabras? ¿Habéis jugado hoy con vuestros hijos? ¿Os habéis acostado con vuestras mujeres? ¿Habéis embarcado vuestras mercancías? ¿Habéis contado vuestro dinero? ¿Habéis honrado a vuestros padres? ¿Habéis arreglado el tejado? ¿Habéis cortado leña para el invierno? Si es así, ¡rezad! Cuando hayáis hecho todo lo que tengáis que hacer, rezad, rezad y rezad. Que la paz sea con vosotros por siempre. Amén".
A partir de entonces, Simón pronunció sus sermones dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, siempre a la misma hora.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Lengua de Trapo, 2005, en traducción de Valentín Ugarte. ISBN: 84-96080-63-3.]
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