Primera parte
«Esa misma tarde ingresaron a Catine en el hospital. En realidad, aquélla fue una auténtica excepción a la norma, pues el hospital estaba reservado a los pobres del municipio y no a la gente de fuera, no a los transeúntes, pero el grave estado de la pobrecita, que así se reveló inmediatamente al ojo experto del médico, y la lejanía de su lugar de procedencia, recomendaron, después de algunas dudas, transgredir la aplicación del reglamento.
La acogieron, aunque ya no podían hacer nada. "Pleuritis bilateral, agravada por un cuadro general de agotamiento."
Cómo había podido la desdichada tenerse en pie hasta pocas horas antes, hablar y caminar con aquellas lesiones tan severas y tan profundas en los pulmones, en aquel estado de debilidad y de desnutrición se antojaba imposible de entender.
E, ironías del destino, ahora que por fin tenía una cama, un techo y una botella de agua caliente sobre sus gélidas rodillas, su estado empeoró precipitadamente, apenas le dio tiempo a recibir los sacramentos y, al alba, expiró.
De los papeles que encontraron en sus bolsillos, salieron un nombre, un apellido y un lugar de origen. Enviaron un telegrama a las autoridades de su municipio para acordar urgentemente el entierro y la repatriación de las huerfanitas.
A la espera de noticias y de instrucciones, el suceso se extendió por todo el pueblo, donde hablaban del "lamentable caso".
Aquel, más que un pueblo, era una vasta aldea de llanura que gozaba de cierta prosperidad y que no se había resentido demasiado ni por la sequía ni por las inundaciones gracias a una fábrica de hilo que absorbía casi toda la mano de obra de los alrededores.
Incluso era un pueblo afortunado porque nunca ocurría nada; ni escándalos, ni quiebras, ni pestilencias, ni suicidios. Un pueblo en el que, además, hacía diez años que no moría nadie: de hecho, por este motivo, lo habían mencionado en el Corriere della Sera.
Ante semejante escasez de acontecimientos, la conmovedora historia de Catine y de las dos huerfanitas causó gran conmoción y llegó especialmente a la imaginación y al noble corazón de las señoras. Quisieron ir a ver a Catine muerta, lavada, peinada y compuesta como nunca lo había estado en vida; quisieron conocer a las huerfanitas y, después de muchos besos y caricias, les regalaron dos vestiditos de lana negra, un bonito par de zapatos nuevos y dos extravagantes sombreros. Entretanto, los hombres, en el café y en la farmacia, discutían acaloradamente y, pese a sus tradiciones, poco faltaba para que llegasen a las manos.
-¿No se ha procedido a realizar la autopsia? Se trata de muerte súbita.
-Casi súbita.
-¿Qué súbita? Una pleuritis claramente diagnosticada. Hacía seis meses que la sufría.
-Y algo más, parece ser... -insinuaba uno que parecía bien informado bajando la voz.- No sé si me explico... Estas mujeres vagabundas, cuyos maridos se van a trabajar al extranjero... Ésta también... -y se acercó a la oreja de su vecino para terminar la frase.
-De cualquier modo, esperamos instrucciones de su pueblo. ¡Hay que ser prudentes en estos casos delicados, por Dios!
Pero dado que las instrucciones se demoraban o eran confusas y contradictorias -al parecer la difunta no tenía parientes o éstos no se interesaban por su suerte- y, sobre todo, dado que tras las lluvias sopló un siroco que generó un hedor de estercolero en las charcas, se decidió, por medidas sanitarias, darle sepultura provisionalmente, con la posibilidad de proceder más tarde a la exhumación y a la autopsia del cadáver.
Rápidamente, las buenas señoras organizaron una colecta y todos, con mayor o menor generosidad, contribuyeron.
Catine tuvo su corona de flores frescas, dos sacerdotes y un "cortejo" de seis niñas vestidas de blanco, una pompa y un lujo que la pobrecita nunca habría podido imaginar.
Mientras tanto, las hermanas del hospicio habían acogido a Mariutine y Rosùte.
Para mantener a Mariutine ocupada, la metieron en la escuela y les habría gustado que Rosùte se quedara con los niños del parvulario, pero no hubo modo de separarla de su hermana.
-Total, es por pocos días -pensó la madre superiora, y renunció a insistir.
En la escuela, la monja que impartía las clases inmediatamente se dio cuenta, con una mezcla de sorpresa y reprobación, de que, a su edad, Mariutine aún no sabía sostener una aguja en la mano, no sabía manejar el dedal, cortaba hebras de hilo de un metro de largo y daba puntadas torcidas y desordenadas propias de un zapatero remendón.
A decir verdad, la muchachita ponía todo su empeño en aprender y, con lo lista e inteligente que era, en poco tiempo tal vez habría alcanzado el nivel de sus coetáneas. Sí, ella aprendería a coser, pero para los pocos días que tenía que quedarse, ¿valía la pena enseñarle?
Además, cargaba con otra circunstancia muy grave que había escandalizado a todo el hospicio: cuando le preguntaron, cándidamente confesó que aún no había hecho la Primera Comunión y, en cuanto a prácticas religiosas, iba a la iglesia si acaso una vez al año.
-Pero, ¿los domingos no asistías a la Santa Misa?
-Siempre caminábamos. Íbamos de pueblo en pueblo.
-Y, ¿nunca entrabais en la Iglesia?
-Ah, sí, cuando estábamos cansadas.
-Y, ¡cuándo estabais en casa, en vuestro pueblo?
-La iglesia estaba lejos. A tres horas de camino, por la montaña.
Y todo esto en un dialecto rudo, apocopado, casi incomprensible.
-Y tú, bonita, ¿qué hacías cuando estabas en casa? -continuaba la madre superiora, paciente y tenaz.
-Cuidaba de las ovejas.
-¿Y tu madre?
-Mâri hacía todo lo demás.
Lo que fuese aquel todo lo demás, no quedó claro, pero, a ojos de las monjas, la pobre Catine ya había sido juzgada y condenada a las llamas del infierno para toda la eternidad.
Sin duda, debía haber sido una madre sin conciencia y sin escrúpulos, descuidada, que desatendía a sus hijas y sus deberes más sagrados.
-Pobres niñas, qué pena que tengan que volver a un ambiente semejante -suspiraba preocupada la madre superiora.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2016, en traducción de Paula Caballero Sánchez y Carmen Torres García. ISBN: 978-84-16291-36-6.]
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