Los guardianes del honor
«Más allá, un bereber ofrecía un montón de objetos de metal sobre una manta, tirado en el suelo con las babuchas junto a él. Otro vendía pasteles árabes, llenos de miel y de pistachos, en forma de cestillos, de pañuelos cuidadosamente doblados o de minúsculos nidos de ruiseñor. Mira, exclamó Khaled sin hacer ni un solo ademán para señalar en dirección alguna. ¿Otra mujer guapa? Hamid siguió su mirada y vio una rata negra que atravesaba los raíles del tranvía corriendo hacia el borde del muelle para ir a tirarse al agua. ¿Sabes que una rata de ésas puede perforar con sus dientes hasta una tubería de plomo? Y son tan habilidosas que pueden llevarse un huevo hasta su nido sin cascarlo. Comilonas y malabaristas, bromeó Hamid. Khaled, sin siquiera esbozar una sonrisa, siguió a lo suyo: Pongamos las cartas sobre la mesa. ¿Por qué no lo había hecho cuando estaban sentados en la terraza, en lugar de pasarse todo el tiempo contemplando el panorama? Sin duda prefería hablar mientras caminaba. Tal vez creyera que así no les escucharía nadie. De todos modos, en aquellas unidades los compañeros no hablaban mucho entre sí. Había que tener cuidado con lo que se decía. Incluso estando los dos solos, a pesar de que tanto el uno como el otro podían decir que el otro era de los suyos, un hermano. No formaban más que una célula minúscula. Una partícula insignificante en un engranaje enorme, dentro de una red complejísima.
Como dos moscas atrapadas en la tela de una araña. Y más valía no hacer ni un solo movimiento en falso. Pero la verdad es que en la calle daba igual hablar en voz alta o en un susurro. El mayor peligro siempre estaba en el propio compañero. La denuncia dentro del grupo fomenta la limpieza. Khaled echó una ojeada a su "hermano" y sintió una oleada de desprecio al pensar que aún tendría que aguantar a otro, pues por lo general actuaban en unidades de tres miembros. A veces le parecía que se encontraba en una especie de orden religiosa. Al menos, vivían la mayor parte del tiempo como si fueran monjes. No tenían nada. Vivían con lo puesto. El revolucionario es un hombre perdido, recordó. No tiene intereses propios, ni causas propias, ni sentimientos, ni hábitos, ni propiedades. Y ni siquiera un nombre. Todo en él ha sido absorbido por un único y exclusivo interés, por un solo pensamiento. La revolución. Eran las primeras palabras del primer párrafo del Catecismo del revolucionario. Aunque escrito para los anarquistas rusos hacía casi un siglo, describía a la perfección el estado en el que se encontraba cualquier miembro de una banda terrorista.
Parece ser que nuestro hombre está escribiendo un documento que podría resultar comprometedor para la organización, prosiguió Khaled. Sin embargo, la última orden recibida es que debemos esperar. Le han dado un premio muy importante y la atención del mundo entero está puesta en él. Ahora no nos conviene actuar. De todos modos, según nuestros informadores, parece que Golan tiene intención de retirarse a vivir al campo. Al sur de Francia, no lejos de aquí. Si es así, dentro de unos meses, como mucho un año, resultará todo más fácil. Aunque también podemos actuar en la capital si es necesario. Qué excitante resultaba decidir sobre el destino de otras personas. Era como jugar a ser Dios. Y aquella diversión emocionante, a veces incluso peligrosa, era sin duda alguna lo que más podía acercarles a la inmortalidad. ¿De quién se trata? ¿Quién se oculta bajo el nombre de Golan? Nada más decirlo, Hamid se dio cuenta de que no debía haber formulado la pregunta. En cuanto él abría la boca, Khaled dejaba de hablar durante un buen rato. No le contestaba. O se ponía a hablar de otra cosa completamente distinta.
Y, en efecto, durante unos minutos se quedó callado, sumido en sus pensamientos, caminando más despacio. No se puede escapar a la muerte, dijo por fin sin levantar la vista del suelo. ¿Conoces la historia del criado del rico mercader? Hamid le miró sorprendido. No podía creer que se dignara hablar en aquel tono con él, que le dedicara tanta atención. Conocía la historia, claro que la conocía, pero le dejó contarla. El criado ve en el mercado de Bagdad a la muerte, que le hace un gesto que él interpreta como de amenaza, así que corre a pedirle a su amo un buen caballo para escapar a toda velocidad a Isfahán. Más tarde, también el mercader se tropieza con la muerte en el mercado y le pregunta por qué le ha hecho un gesto de amenaza a su criado. La muerte responde: Era de asombro. me ha sorprendido verlo aquí, pues hoy mismo debo llevármelo en Isfahán. Hamid le miró sin comprender. ¿Qué quería decir? ¿Que eran infalibles? ¿Que nadie podía escapar una vez que la organización había decidido eliminarlo? En cualquier caso, dijo Khaled, como quien piensa en voz alta, yo prefiero encontrar a la muerte a caballo que en la cama.
Mientras, habrá que dedicarse a la recaudación. Aquí, en Marsella, se dan muchos casos de morosos, falta entusiasmo. Como la muerte, nos entretendremos algún tiempo en el mercado. Habrá que hacerles entender que no se pueden retrasar en el pago. Si quieren que su suerte cambie, que el mundo entero cambie, también ellos tienen que contribuir. Sobre todo, ellos. Charriot magique. Toute en musique. Bienvenue chez papa Omri. Specialiste du thé à la menthe avec pignons, leyó Khaled en voz alta. El carro mágico estaba cubierto de flores. Papá Omri, con la barba canosa y un termo en la mano, llevaba un cornetín colgado del pecho. Con él anunciaba su llegada. Del carrito además salía música. Tenía un transistor embutido entre los termos y un montón de vasos de papel atiborraba la superficie superior del carricoche, que en su parte inferior y por todas y cada una de las caras estaba cubierto con banderas de distintos países. Se podía ver la de Francia, la de Argelia, pero también la de Suiza, la de Canadá, la de Alemania, la de España. En aquel momento sonaba una melodía árabe que hizo que el sol y el aire fresco de la bocana del puerto les resultaran aún más agradables.
Hamid se dirigió hacia el carro con la intención de tomar un té capaz de transportarle a la patria. Papá Omri estaba sirviendo a dos chicas muy jóvenes vestidas con trajes de verano de color blanco y sandalias de cuero. El viento jugaba con la tela, que temblaba sobre sus muslos. […]
¿Has visto? Ése es el ejemplo del buen árabe colonizado. Papá Omri escuchó el comentario, presintió la amenaza y echó a andar, empujando su carrito. Y mientras se alejaba con pasos cortos y rápidos, Khaled sonrió. El preferido del colonizador, de buena voluntad. No parece un mal tipo, le replicó Hamid. […] En aquel momento, pasó por allí una mujer junto a un chico alto con un loro gris sobre el hombro izquierdo. Khaled, que había empezado a seguir al hombre del carrito, que avanzaba tras las dos jóvenes con sus vasos de té, se detuvo de golpe y se quedó mirándolos. Otra mujer que le ha robado el sentido, pensó Hamid, sin darle mayor importancia, aliviado ante la idea de que abandonara tan pronto la persecución de Papa Omri. No puede ser, murmuró Khaled. Esa mujer y ese chico me están siguiendo. Tal vez estén a sueldo de los messalistas. Los dos. O por lo menos ella. Quizá sean confidentes de la policía. Deben de trabajar para el Servicio de Inteligencia francés. Hamid no podía creer lo que estaba oyendo y por primera vez se atrevió a protestar. ¿Estás chiflado? ¿Has perdido la cabeza? ¿Una mujer y un chico con un loro?
¿Acaso su compañero se había vuelto loco? ¿Y su inteligencia? ¿Se había esfumado para dar paso a un delirio infantil? Ellos son los culpables de que tenga esta marca, prosiguió Khaled al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla. Mejor dicho, el loro. Me la hizo el pájaro. En un café. En Argel. Y ahora aparecen aquí, en Marsella. Me están siguiendo. No hay duda. Hamid se echó a reír a carcajadas. De modo que la cicatriz no es de una herida de bala. Ni de un cuchillo... Dejó la burla de inmediato porque Khaled le lanzó una mirada de hielo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2010. ISBN: 978-84-92649-75-4.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: