Primera parte: La industria penitenciaria
Capítulo 11: La medida suprema
«En Rusia la historia de la pena de muerte describe sinuosos altibajos. Si el código de Alexéi Mijáilovich preveía la pena de muerte en cincuenta casos, en las Ordenanzas Castrenses de Pedro I éstos llegaban ya a doscientos artículos. Por su parte, la emperatriz Isabel, aunque no llegó a abolir dichos artículos, no los aplicó una sola vez: cuentan que al subir al trono hizo voto de no ejecutar a nadie, y lo mantuvo en los veinte años que duró su reinado. ¡Y no tuvo necesidad de recurrir al cadalso, a pesar de la guerra de los siete años! Es un ejemplo digno de asombro, teniendo en cuenta que ello ocurría a mediados del siglo XVIII, cincuenta años antes de la guillotina de los jacobinos. Ciertamente, siempre nos las hemos sabido ingeniar para ridiculizar nuestro pasado; nos negamos a reconocer que pueda haber buenos actos o intenciones en nuestra historia. Y así, tampoco es difícil encontrar razones para poner a Isabel de vuelta y media, ya que sustituyó la pena de muerte por el chasquido del látigo, los desnarigamientos, las marcas corporales a fuego con la palabra "ladrón" y los destierros perpetuos a Siberia. Sin embargo, digamos en descargo de la emperatriz: ¿cómo podría haber ido más lejos sin contravenir las ideas establecidas? Hoy día, quizá prefiriera de buena gana el condenado a muerte, con tal de seguir viendo el sol, todo este complejo de suplicios que nosotros, por humanidad, no le ofrecemos. Tal vez, a medida que se adentra en este libro, el lector se incline a pensar que veinte y hasta diez años en nuestros campos penitenciarios son más rigurosos que los castigos de Isabel.
Con arreglo a nuestra terminología actual, debiéramos decir que Isabel se había atenido a un punto de vista universal, mientras que Catalina II siguió unos planteamientos de clase (y, por consiguiente, más justos). No podía prescindir de la pena capital porque ello le hubiera hecho sentirse inquieta y desprotegida. Y de este modo admitía la pena de muerte como algo plenamente justificado siempre que se tratara de defender a su persona, su trono y su régimen, es decir: para penar delitos políticos (Mirovich, la revuelta de la peste en Moscú, Pugachov). En cuanto a los delincuentes comunes, ¿por qué no darla por abolida?
Durante el reinado de Pablo I se confirmó la abolición de la pena de muerte. (Y no es que faltaran guerras, pero los regimientos carecían de tribunales militares). En cuanto al largo reinado de Alejandro I, la pena máxima se aplicó sólo para crímenes cometidos por militares en campaña (1812). (Y aquí habrá quien objete: ¿y los azotes con baquetas, que acababan necesariamente con la muerte? Nada podemos decir; hubo, es cierto, muertes anónimas, ¡pero es que para matar a un hombre puede bastar una asamblea sindical! Y pese a todo, durante medio siglo, desde Pugachov hasta los decembristas, ni siquiera los reos de Estado tuvieron que entregar su alma a Dios como resultado de una votación entre jueces).
Desde que fueron ahorcados los cinco decembristas, en nuestro país la pena de muerte por crímenes de Estado nunca más fue abolida. Al contrario, quedó refrendada en los códigos de 1845 y 1904 y completada con los códigos castrenses de Infantería y de Marina. Sin embargo, sí fue abolida para todos los crímenes que competieran a los tribunales ordinarios.
¿Y cuántos fueron ajusticiados en Rusia durante este período? Ya hemos presentado (capítulo VIII) los cálculos de los liberales en los años 1905-1907: 894 ejecuciones en ochenta años, es decir, unas once personas al año por término medio. Añadiremos ahora las cifras más rigurosas de N.S. Tagantsev, especialista en derecho penal ruso. Hasta 1905, la pena de muerte en Rusia era una medida de excepción. En los treinta años que van de 1876 a 1905 (la época de "Naródnaya Volia", de actos terroristas reales, y no de intenciones manifestadas en la cocina de un apartamento comunal; tiempos de huelgas masivas y revueltas campesinas; tiempos en los que se fundaron y consolidaron todos los partidos de la futura revolución) fueron ejecutadas 486 personas, es decir, unas 17 personas por año en todo el país (incluidos presos comunes). El número de ejecuciones se disparó en los años de la primera revolución y su aplastamiento, lo cual impresionó la imaginación de los rusos, provocó las lágrimas de Tolstói, la indignación de Korolenko y de muchos y muchos más: de 1905 a 1908 fueron ejecutadas unas 2200 personas. (¡Cuarenta y cinco personas por mes!). Pero las ejecutaron fundamentalmente por terrorismo, asesinato o bandolerismo. Aquello fue una epidemia de ejecuciones, en palabras de Tagantsev (pero cesó de inmediato).
Produce extrañeza leer que en 1906, cuando se implantaron los tribunales militares de campaña, uno de los problemas más complejos fue el siguiente: ¿quién debía llevar a efecto las ejecuciones? (Se exigía que fuera dentro de las veinticuatro horas siguientes a la sentencia). Si se encargaba el fusilamiento a la tropa, esto producía una desfavorable impresión entre los hombres. Y a menudo era imposible encontrar verdugos voluntarios. Las mentes precomunistas no habían descubierto que basta un solo verdugo disparando en la nuca para para matar a tantos como haga falta.
El Gobierno Provisional, al hacerse cargo del poder, abolió la pena de muerte del todo. Pero en julio de 1917 la restableció -en el ámbito del Ejército en activo y en las zonas del frente- para delitos cometidos por militares: asesinato, violación, bandolerismo y pillaje (crímenes que abundaban mucho, entonces, en aquellas regiones). Fue una de las medidas más impopulares y llevó a la perdición al Gobierno Provisional. Una de las consignas de los bolcheviques en el golpe de Estado fue: "¡Abajo la pena de muerte restablecida por Kerenski!"
Se cuenta que en Smolny, en la misma noche del 25 al 26 de octubre, surgió una discusión sobre si uno de los primeros decretos no habría de ser la abolición de la pena de muerte por siempre jamás. Lenin ridiculizó entonces el idealismo utópico de sus camaradas, pues sabía que sin pena de muerte sería imposible dar un solo paso hacia una nueva sociedad. Sin embargo, como formaba un gobierno de coalición con los socialistas revolucionarios, hubo de ceder ante sus erróneas concepciones y, a partir del 28 de octubre de 2017, la pena de muerte quedó, por fin, abolida. Naturalmente, no podía esperarse nada bueno de este viraje hacia la "blandura". (Además, ¿de qué manera fue abolida? A principios de 1918, Trotski ordenó que se juzgara a Alexéi Schastni, recién promocionado a almirante por haberse negado a hundir la flota del Báltico. El Presidente del Tribunal Revolucionario Supremo, Karklin, sentenció rápidamente en su imperfecto ruso: "fusilar en veinticuatro horas". Agitación en la sala: "¡La pena de muerte está abolida!" Pero precisó el acusador Krylenko: "¿De qué os inquietáis? Pues claro que está abolida la pena de muerte. A Schastni no le vamos a aplicar la pena de muerte, lo vamos a fusilar". Y lo fusilaron).
A juzgar por los documentos oficiales, la pena capital fue restablecida en toda su extensión a partir de junio de 1918, aunque mejor dicho no es que fuera "restablecida", sino que se instauró como una nueva era de ejecuciones. Si damos por supuesto que Latsis no calcula por lo bajo, sino que simplemente dispone de datos incompletos, y que los tribunales revolucionarios trabajaron en el terreno judicial como mínimo con tanta intensidad como la Cheká en el extrajudicial, llegamos a la conclusión de que en dieciséis meses (de junio de 1918 a octubre de 1919) en las veinte gubernias centrales de Rusia se fusiló a más de 16.000 personas (lo que equivale a más de mil personas al mes). (Por cierto, fueron fusilados entonces el presidente del primer soviet ruso de diputados [el de Petersburgo, 1905], Jrustaliov-Nosar, y el pintor que diseñó el uniforme medievalizante que llevaron los soldados rojos durante toda la guerra civil).
Tenemos, además de todo esto, los tribunales revolucionarios militares, con sus cifras de millares de condenados por mes. Y los tribunales revolucionarios de ferrocarriles (véase el capítulo 8, pág. 358).»
[El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 1998, en traducción de Josep M. Güell y Enrique Fernández Vernet. ISBN: 84-8310-046-0.]
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