Capítulo I: Sectas místicas.-Alumbrados.-Quietistas.-Miguel de Molinos.-Embustes y bellaquerías
VII: El quietismo. -Miguel de Molinos (1627-1696). Exposición
de la doctrina de su «Guía espiritual».
«De la vida de
este famoso heresiarca antes de su viaje a Roma apenas quedan noticias. De él,
como de otros disidentes nuestros, puede decirse que no fue profeta en su
patria ni le conoció nadie hasta que los extraños le levantaron en palmas. Era
un clérigo oscuro, natural de Muniesa, en la diócesis de Zaragoza, y se había
educado en Valencia, donde tuvo un beneficio y fue confesor de unas monjas. Se
jactaba de haber sido discípulo de los Jesuitas del colegio de San Pablo, a
quienes apoyó en sus cuestiones con la Universidad.
Fue a Roma en
solicitud de una causa de beatificación el año 1665, pontificado de Clemente
IX. De los documentos que tenemos a vista consta que moraba cerca del arco de
Portugal, en la calle del Corso, y que de allí se trasladó a otra casa de la
calle de la Vite. Asistía muy de continuo a la congregación llamada Escuela de
Cristo, en San Lorenzo in Lucina, que más adelante se estableció en Santa Ana
de Monte-Cavallo, hospicio de religiosas descalzas de Santa Teresa; luego cerca
de la iglesia de San Marcelo, en las casas del cardenal de Aragón, y
finalmente, en la iglesia de San Alfonso, de PP. Agustinos Descalzos españoles.
Esta congregación fue el primer foco del quietismo, y Molinos llegó a dominarla
a su albedrío, arrojando de ella a más de cien hermanos que le eran hostiles.
Pronto su fama de piedad y religión le abrieron las puertas de las principales
casas de Roma. Parecía buena y sana su doctrina, como que recomendaba sin cesar
las obras espirituales del Venerable Gregorio López y del P. Falcón .
Era, conforme le
describen las relaciones italianas del tiempo, “hombre de mediana estatura,
bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra y
aspecto serio”. Pasaba por director espiritual sapientísimo y por hombre muy
arreglado en vida y costumbres, aunque no muy dado a prácticas exteriores de
devoción.
El fundamento de
esta reputación estribaba en un libro tan breve como bien escrito, especie de
manual ascético, cuyo rótulo a la letra dice: Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior
camino para alcanzar la perfecta contemplación. No imprimió esta obrilla el
mismo Molinos, sino su fidus Achates, Fr. Juan de Santa María, que recogió para
ella aprobaciones de Fr. Martín Ibáñez de Villanueva, Trinitario calzado,
calificador de la Inquisición de España; del P. Francisco María de Bologna,
calificador de la Inquisición romana; de fray Domingo de la Santísima Trinidad;
del P. Martín Esparza, Jesuita, y del P. Francisco Jerez, Capuchino, definidor
general de su Orden. La primera edición se hizo en 1675; reimprimióse al año
siguiente en Venecia, y con tal entusiasmo fue acogida, que en seis años
llegaron a veinte las ediciones en diversas lenguas. Hoy son todas rarísimas;
yo la he visto en latín, en francés y en italiano, pero jamás en castellano; y
es lástima, porque debe ser un modelo de tersura y pureza de lengua. Molinos no
estaba contagiado en nada por el mal gusto del Siglo XVII, y es un escritor de
primer orden, sobrio, nervioso y concentrado, cualidades que brillan aún a
través de las versiones.
Con todo eso, la
Guía espiritual es uno de los libros
menos conocidos y menos leídos del mundo, aunque de los más citados. Yo voy a
presentar un fiel resumen de ella, que muestre su importancia en la historia de
las especulaciones místicas. Es fácil analizarla, porque Molinos, al contrario
de su paisano Servet, con quien tiene otros puntos de contacto, se distingue
por la claridad y el método.
El editor, Fr.
Juan de Santa María, quiere persuadirnos de que Molinos escribió la Guía “sin otra lectura ni estudio que la
oración y el martirio interior, sin más artificio que los movimientos del
corazón, sin otra mira que la de responder a la inspiración y, por decirlo así,
a la violencia divina”. A despecho de tales pretensiones, comunes en todos los
iluminados, v. gr., en Juan de Valdés, Molinos era hombre de grandes lecturas
místicas, así ortodoxas como heterodoxas, y con frecuencia cita y aprovecha,
torciéndolos a su propósito, conceptos y frases de Santa Teresa y de San Juan
de la Cruz, lo mismo que de Ruysbroeck y de Tauler o del Aeropagita y de San
Buenaventura.
Molinos empieza
por definir la mística ciencia de sentimiento, que se adquiere por infusión del
espíritu divino, no por la lectura de los libros ni por sabiduría humana. Dos
caminos hay para llegar a Dios: uno, la meditación y el razonamiento; otro, la
fe sencilla y la contemplación. El primero es para los que comienzan; el
segundo, para los ya adelantados, en quienes es preciso que el amor vuele,
dejando al entendimiento atrás. Cuando el alma ha roto los lazos de la razón,
Dios obra en ella y la llena de luz y de sabiduría. En tal estado, basta fe
general y confusa, y aun negativa, que con serlo, excede siempre a las ideas más
claras y distintas que se forman de Dios mediante las criaturas.
La meditación es
cosa distinta de la contemplación, aunque una y otra sean formas de oración;
pero la primera es obra de la inteligencia; la segunda, del amor. Puede
definirse la contemplación: una vista sincera y dulce sin reflexión ni
razonamiento. Para alcanzarla es fuerza abandonar todos los objetos creados,
así espirituales como materiales, y ponerse en manos de Dios. En el interior
del alma se halla su imagen, se escucha su voz, como si no hubiera en el mundo
más que él y nosotros.
La contemplación
se divide en acquisita o activa e infusa o pasiva. La primera es imperfecta y
está en mano del hombre llegar a ella, si Dios le llama por ese camino y le da
los auxilios de la gracia. Las señales de esto son: 1.ª incapacidad de meditar;
2.ª tendencia a la soledad; 3.ª fastidio y disgusto de los libros espirituales;
4.ª firme propósito de perseverar en la oración; 5.ª vergüenza de sí mismo,
horror extremo del pecado y profundo respeto a Dios. En cuanto a la
contemplación infusa, que Molinos describe con palabras de Santa Teresa en el
Camino de perfección (c. 25), es una pura gracia de Dios, que la da a quien Él
quiere.
El objeto de la Guía es desterrar la rebelión de nuestra
voluntad y conducirla a la paz y recogimiento interior. No hay que arredrarse
por las tinieblas, por la sequedad y las tentaciones. Son medios de que Dios se
vale para purificar el alma. “Es fuerza que sepáis -dice Molinos- que vuestra
alma es el centro, el asiento y el reino de Dios. Si queréis que el Soberano
Rey venga a sentarse en el trono de vuestra alma, debéis tenerla limpia,
tranquila, vacía y sosegada; limpia de pecados y de defectos; tranquila y
exenta de errores; vacía de pensamientos y deseos; sosegada en las tentaciones
y aflicciones”.
Cuando el alma
se encuentra privada del razonamiento, debe perseverar en la oración y no
afligirse, porque su mayor felicidad se halla en ese estado. Esta sequedad y
estas tinieblas son el camino más breve y seguro para llegar a la
contemplación. Sufrir y esperar, pues, que Dios hará lo restante. Hay que
marchar con los ojos cerrados, sin pensar ni razonar absolutamente. A Dios
hemos de buscarle no fuera, sino dentro de nosotros mismos. El alma no debe
afligirse ni dejar la oración aunque se siente oscura, seca, solitaria y llena
de tentaciones y tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los
principiantes, que aún no pueden salir de la devoción sensible. Al contrario,
la sequedad es indicio de que la parte sensible se va extinguiendo, y, por lo
tanto, buena señal; como que produce todos estos bienes: 1.º, perseverancia en
la oración; 2.º, disgusto de todas las cosas mundanas; 3.º, consideración de
nuestros defectos propios; 4.º, advertencias secretas, que impiden cometer tal
o cual acción y mueven a corregirse; 5.º, remordimiento de cualquier falta
ligera; 6.º, deseos ardientes de sufrir y hacer cuanto Dios quiera; 7.º,
inclinación poderosa a la virtud; 8.º, conocerse el alma a sí misma y
despreciar las criaturas; 9.º, humildad, mortificación, constancia y sumisión.
De ninguno de estos efectos se da cuenta el alma por entonces, pero los
reconoce después.
Hay dos especies
de devoción: la esencial y verdadera y la accidental y sensible. Debe huirse de
la segunda, y aun despreciarla, si se quiere adelantar en la vía interior.
Ni ha de creerse
que cuando el alma permanece quieta y silenciosa está en la ociosidad, antes el
Espíritu Santo trabaja entonces en ella, y las tinieblas que Dios envía son el
camino más derecho y seguro: aniquilan el alma y disipan todas las ideas que se
oponen a la contemplación pura de la verdad divina.
No llegará el
alma a la paz interior si antes Dios no la purifica. Los ejercicios y
mortificaciones no sirven para eso. El deber del alma consiste en no hacer nada
proprio motu, sino someterse a cuanto Dios quiera imponerle. El espíritu ha de
ser como un papel en blanco, donde Dios escriba lo que quiera. Ha de permanecer
el alma largas horas en oración muda, humilde y sumisa, sin obrar, ni conocer,
ni tratar de comprender cosa alguna. Será acrisolada con todo linaje de
tormentos interiores y exteriores y se desatarán contra ella todas las pasiones
y los deseos impuros. Pero no debe inquietarse ni apartarse del camino
espiritual por más recia que la tempestad brame. La tentación sirve para probar
al hombre y hacerle sentir su bajeza, y en la tentación se apura y acendra el
alma como en el crisol el oro. «Las tentaciones -concluye Molinos- son una gran
felicidad. El modo de rechazarlas es no hacer caso de ellas, porque la mayor de
las tentaciones es no tenerlas».
La fe debe ser
pura, sin imágenes ni ideas; sencilla y sin razonamientos; universal, sin
reflexión sobre objetos distintos. En medio del recogimiento asaltarán al alma
todos sus enemigos; pero el alma saldrá ilesa y triunfante con ponerse en las
manos de Dios, hacer un acto de fe, separarse de todo lo sensible y permanecer
inactiva, retirada en la parte superior de sí misma, abismándose en la nada,
como en su centro, y sin pensar en nada, y mucho menos en sí misma. Dios hará
lo demás. No se pierde la contemplación virtual y adquirida aunque la molesten
mil pensamientos importunos, con tal que no se consienta en ellos.
Los trabajos
ordinarios de la vida (estudiar, predicar comer, beber, negociar, etc.) no se
apartan del camino de la contemplación, que virtualmente se sigue dada la
primera resolución de entregarse a la voluntad divina.
La meditación
no comunica al alma más que algunas verdades particulares; sólo en la
contemplación se halla la verdad universal. Puede entrarse en el mar inmenso de
la divinidad teniendo presentes los misterios de la humanidad de Jesucristo;
pero mejor por un acto sencillo de fe que por la meditación, la cual, por lo
que tiene de racional y sensible, no es del agrado de Molinos. Él está por la
contemplación pura, en que callan las palabras, los deseos y los pensamientos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Aldus, 1946, (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).]
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