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martes, 9 de marzo de 2021

Antropología filosófica.- Ernst Cassirer (1874-1945)

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XI.- La ciencia

  «Una de las primeras grandes experiencias de la humanidad es que existe una regularidad, una cierta uniformidad en el acaecer natural, en los movimientos de los planetas, en la salida del sol o de la luna, en el cambio de las estaciones; también en el pensamiento mítico esta experiencia ha sido reconocida plenamente y ha encontrado su expresión característica. Aquí tropezamos con las primeras huellas de la idea de un orden general de la naturaleza. Mucho antes de Pitágoras, este orden ha sido descrito no sólo en términos míticos sino también con símbolos matemáticos. El lenguaje mítico y el matemático se entrelazan en forma muy curiosa en los primeros sistemas de la astrología babilónica, que podemos datar en un periodo tan antiguo como por los años 3800 a. c. Los astrónomos babilónicos introdujeron la distinción entre los diferentes grupos de astros y la división duodecimal del Zodiaco; no pudieron haberse obtenido estos resultados sin disponer de una nueva base teórica. Pero fue necesaria, todavía, una generalización mucho más osada para crear la primera filosofía del mundo. Los pensadores pitagóricos son los primeros en concebir el número como un elemento omnicomprensivo, como un universal real. Su uso ya no se halla confinado a los límites de un campo especial de la investigación, se extiende a todo el campo del ser. Cuando Pitágoras hizo su primer gran descubrimiento, cuando encontró que el tono dependía de la longitud de las cuerdas, lo decisivo para la orientación futura del pensamiento filosófico y matemático no fue el hecho mismo sino su interpretación. Pitágoras no podía pensar en este descubrimiento como un fenómeno aislado. Parecía haberse revelado uno de los misterios más profundos, el de la belleza. Para la mente griega la belleza ha tenido siempre una significación enteramente objetiva. La belleza es verdad; constituye un carácter fundamental de la realidad. Si la belleza que sentimos en la armonía de los sonidos se puede reducir a una simple proporción numérica, entonces resulta que el número nos revela la estructura fundamental del orden cósmico. "El número —dice uno de los textos pitagóricos— es el guía y maestro del pensamiento humano. Sin su poder todo quedaría oscuro y confuso." No viviríamos en un mundo de verdad sino en un mundo de decepción e ilusión. En el número y sólo en él encontramos un universo inteligible.
 Pensar que este universo constituye un nuevo universo del discurso —el mundo del número es un mundo simbólico— era una concepción ajena por completo a la mente de los pensadores pitagóricos. En éste, lo mismo que en todos los demás casos, no podía existir una distinción aguda entre símbolo y objeto. El símbolo no sólo explicaba el objeto sino que ocupaba su lugar definitivamente. Las cosas no sólo guardaban relación con los números o eran expresables por ellos sino que eran ellos. Ya no admitimos esta tesis pitagórica de la realidad sustancial del número; no lo consideramos como el verdadero núcleo de la realidad, pero tenemos que reconocer que el número constituye una de las funciones fundamentales del conocimiento humano, un paso necesario en el gran proceso de objetivación que comienza con el lenguaje pero, con la ciencia, adopta una forma enteramente nueva, pues el simbolismo del número es de un tipo lógico totalmente diferente del simbolismo del lenguaje. En éste encontramos los primeros esfuerzos de clasificación, pero siguen siendo inconexos, no nos llevan a una verdadera sistematización. Los símbolos verbales no poseen ellos mismos un orden sistemático definido. Todo término lingüístico posee un área especial de sentido. Como dice Gardiner, es "un rayo de luz que ilumina ahora esta porción y luego esa otra del campo en que radica la cosa o, más bien, la compleja concatenación de cosas significada por una frase". (The Theories of Speech and Language, p. 51.) Pero todos estos diferentes rayos de luz no poseen un foco común, se hallan dispersos y aislados. En la "síntesis de lo múltiple" cada nueva palabra arranca de nuevo.
 Esta situación cambia por completo en cuanto entramos en el reinado del número. Ya no podemos hablar de números singulares o aislados. La esencia del número es siempre relativa, no absoluta. El número singular no es más que un lugar singular en un orden sistemático general, no posee un ser propio, una realidad autosuficiente; su sentido se define por la posición que ocupa en todo el sistema numérico. La serie de los números naturales es una serie infinita, pero esta infinitud no pone límites a nuestro conocimiento teórico. No significa una indeterminación, un ápeiron en el sentido platónico, sino justamente lo contrario. En la progresión de los números no tropezamos con una limitación externa, con un último término; pero sí encontramos limitación en virtud de un principio lógico intrínseco. Todos los términos se hallan vinculados entre sí por un nexo común; se originan por una y la misma relación  genética, que conecta un número n con su sucesor inmediato (n + 1). De esta relación tan sencilla podemos derivar todas las propiedades de los números enteros. La señal distintiva y el privilegio lógico máximo de este sistema es su transparencia completa. En nuestras teorías modernas —en las teorías de Frege y Russell, de Peano y Dedekind— el número ha perdido todos sus secretos ontológicos. Lo concebimos como un nuevo y poderoso simbolismo que, por lo que respecta a los fines científicos, es infinitamente superior al simbolismo del lenguaje. No encontramos palabras dispersas sino términos que proceden según el mismo plan fundamental y que nos ofrecen, por lo tanto, una ley estructural clara y definida.
Resultado de imagen de ernst cassirer antropologia filosofica  Sin embargo, el descubrimiento pitagórico no significa más que un primer paso en el desenvolvimiento de la ciencia natural. Toda la teoría del número fue súbitamente puesta en cuestión por un nuevo hecho. Cuando los pitagóricos se dieron cuenta de que en un triángulo rectángulo la hipotenusa no era conmensurable con los catetos, tuvieron que encararse con un problema enteramente nuevo. Sentimos la profunda repercusión de este dilema en toda la historia del pensamiento griego, especialmente en los diálogos de Platón. Significa una auténtica crisis de la matemática griega. Ningún pensador antiguo podía resolver el problema a la manera moderna, introduciendo los llamados "números irracionales". Desde el punto de vista de la lógica y de las matemáticas griegas, la expresión "números irracionales" es una contradicción en los términos. Era un άρρητον, algo que no puede ser pensado y de lo que no se puede hablar. Desde que el número ha sido definido como un entero o como una razón entre enteros, una longitud inconmensurable era una longitud que no admitía ninguna expresión numérica, que desafiaba y aniquilaba los poderes lógicos del número. Lo que los pitagóricos buscaron y encontraron en el número fue la armonía perfecta de todas las especies del ser y de todas las formas del conocimiento, de la percepción, de la intuición y del pensamiento. A partir de entonces, la aritmética, la geometría, la física, la música y la astronomía parecían formar un todo único y coherente. Todas las cosas en el cielo y en la tierra se convertían en "una armonía y un número". Pero el descubrimiento de las longitudes inconmensurables significaba el quebrantamiento de esta tesis; ya no existía armonía real entre aritmética y geometría, entre el campo de los números discretos y el campo de las cantidades continuas.
 Fue menester el esfuerzo de varias centurias del pensamiento matemático y filosófico para restaurarla. Uno de los últimos logros del pensamiento matemático ha sido la teoría lógica del continuo matemático. Sin ella, toda creación de números nuevos —números fraccionarios, números irracionales, etc.— parecía siempre una empresa muy dudosa y precaria. Si la mente humana podía crear por su propio poder arbitrariamente una nueva esfera de cosas, teníamos que cambiar nuestros conceptos acerca de la verdad objetiva. También en esta ocasión el dilema pierde su fuerza en cuanto tomamos en consideración el carácter simbólico del número. En tal caso se hace evidente que al introducir nuevas clases de números no creamos objetos nuevos sino símbolos nuevos. Los números naturales se hallan a este respecto en el mismo nivel que los números fraccionarios o irracionales. Tampoco son ellos descripciones o imágenes de cosas concretas, de objetos físicos; expresan, más bien, relaciones verdaderamente simples. La ampliación del ámbito natural de los números, su extensión a un campo más ancho, no significa más que la introducción de nuevos símbolos aptos para describir relaciones de un orden superior. Los números nuevos son símbolos, no de relaciones simples, sino de relaciones de relaciones, de relaciones de relaciones de relaciones y así sucesivamente. Todo esto no está en contradicción con el carácter de los números enteros sino que lo aclara y confirma. Para llenar los hiatos entre los números enteros, que son cantidades discretas, y el mundo de los fenómenos físicos contenido en el continuo de espacio y tiempo, el pensamiento matemático se vio obligado a buscar un nuevo instrumento. Si el número fuera una cosa, una substantia quae in se est et per se concipitur, el problema hubiera sido insoluble. Como era lenguaje simbólico, bastaba con desarrollar el vocabulario, la morfología y la sintaxis de este lenguaje en una forma consecuente. No hacía falta un cambio en la naturaleza y esencia del número sino sólo un cambio de sentido. Una filosofía de las matemáticas tiene que probar que un cambio semejante no conduce a una ambigüedad o a una contradicción, que cantidades no aptas de ser expresadas exactamente por números enteros o la razón entre ellos se hacen completamente comprensibles y expresables con la introducción de símbolos nuevos.
 Uno de los primeros grandes descubrimientos de la filosofía moderna consiste en haber visto que todas las cuestiones geométricas admiten semejante transformación. La geometría analítica de Descartes ofreció la primera prueba convincente de la relación entre la extensión y el número. A partir de entonces, el lenguaje de la geometría cesó de ser un idioma especial; se convirtió en parte de un lenguaje mucho más amplio, de una mathesis universalis; pero no le fue posible a Descartes dominar el mundo físico, el mundo de la materia y del movimiento, en la misma forma. Sus intentos para desarrollar una física matemática fracasaron. El material de nuestro mundo físico se compone de datos sensibles y los hechos indóciles y refractarios representados por ellos parecían resistir a todos los esfuerzos del pensamiento lógico y racional de Descartes. Su física resultó una urdimbre de supuestos arbitrarios, pero si pudo equivocarse como físico en sus medios, no se equivocó en su propósito filosófico fundamental que, a partir de entonces, se comprendió con claridad y quedó establecido con firmeza. En todas sus ramas, la física tiende al mismo punto; trata de colocar el mundo de los fenómenos naturales bajo el control del número.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Fondo de Cultura Económica, 1968, en traducción de Eugenio Imaz, pp. 181-184.]
 

martes, 23 de mayo de 2017

"El mito del Estado".- Ernst Cassirer (1874-1945)


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XIV.- La filosofía de la Ilustración y sus críticos románticos

«El período de la Ilustración fue uno de los más fecundos dentro del desarrollo del pensamiento político en el siglo XVIII. La filosofía política no había representado nunca un papel tan importante y tan decisivo. No era ya considerada como una rama especial de las actividades intelectuales, sino que fue su verdadero foco. Todos los demás intereses teóricos se enderezaban hacia este fin y se concentraban en él. [...]
 Pero, a pesar de este vivo interés en todos los problemas políticos, el período de la Ilustración no elaboró una nueva filosofía política. Al estudiar las obras de los autores más famosos e influyentes nos sorprende descubrir que no contienen ninguna teoría totalmente nueva.  Las mismas ideas se repiten una y otra vez: ideas que no fueron creadas por el siglo XVIII. Rousseau, a quien le gusta cultivar la paradoja, emplea un tono muy distinto y muy serio cuando se ocupa de política. En su concepción del objeto y el método de la filosofía política, en su doctrina de los derechos inalienables e irrevocables del hombre, no hay apenas nada que no tenga su paralelo y su modelo en los libros de Locke, Grocio o Pufendorf. El mérito de Rousseau y de sus contemporáneos reside en otro campo. De la política, a ellos les interesaba mucho más la vida que la doctrina. No querían demostrar los primeros principios de la vida social del hombre, sino afirmarlos y aplicarlos. En cuestiones de política, los escritores del siglo XVIII nunca pretendieron ser originales. De hecho, consideraban que la originalidad en este campo era muy sospechosa. Los enciclopedistas franceses, que fueron los portavoces de la época, prevenían siempre contra el peligro de los que ellos llamaban l'esprit de systéme. No ambicionaban emular los grandes sistemas del siglo XVII, los sistemas de Descartes, Spinoza o Leibniz. El siglo XVII había sido un siglo metafísico y había creado una metafísica de la naturaleza y una metafísica de la moral. El período de la Ilustración perdió el interés en las especulaciones metafísicas. Toda su energía se concentró en otro punto y no fue tanto una energía de pensamiento cuanto una energía de acción. Las "ideas" no se consideraban ya como "ideas abstractas". Con ellas se forjaban las armas para la gran lucha política. No se trataba en ningún caso de que estas armas fueran nuevas, sino de que fueran eficaces. Y muchas veces resultó que las armas mejores y más poderosas eran las más viejas.
 Para los autores de la Gran Enciclopedia y para los padres de la democracia norteamericana, la cuestión de si sus ideas eran nuevas o no, apenas hubiera tenido sentido. Todos ellos estaban convencidos de que esas ideas eran, en cierto modo, tan viejas como el mundo. Las consideraban como algo que había existido siempre y en todas partes, como algo en lo que todo el mundo creía: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus. La raison, dijo La Bruyère, est de tous les climats. "El objeto de la Declaración de Independencia, escribió Jefferson el 8 de mayo de 1825 en una carta a Henry Lee, no consistió en encontrar principios nuevos o nuevos argumentos que nadie hubiera pensado antes, ni siquiera en decir cosas que nadie hubiera dicho; sino en presentar ante la humanidad el sentido común de la cuestión, en términos tan llanos y firmes que obligaran al asentimiento... No aspirando a la originalidad de principio o de sentimiento, ni siendo una copia de otro particular escrito anterior, se quiso que fuera una expresión del pensamiento americano y que esta expresión tuviera el tono apropiado y el espíritu que la ocasión demandaba."
[...]
 ¿Cómo fue que de repente se presentaron dudas sobre todos estos grandes acontecimientos; que el siglo XIX comenzó atacando y denegando abiertamente todos los ideales filosóficos y políticos de la generación anterior? Parece que la respuesta es fácil. La Revolución Francesa terminó con el período de las guerras napoleónicas. Después del primer entusiasmo vino una profunda desilusión y desconfianza. En una de sus cartas, escritas al principio de la Revolución Francesa, Benjamín Franklin había formulado la esperanza de que la idea de los derechos inviolables del hombre operase del mismo modo que el fuego con el oro: "lo purifica sin destruirlo". Pero esta optimista esperanza pareció que se frustraba para siempre. Todas las grandes promesas de la Revolución Francesa quedaron incumplidas. El orden social y político de Europa parecía amenazado por un descalabro total. Edmund Burke calificó a la Constitución Francesa de 1793 de "compendio de anarquía" y para él la doctrina de los derechos inalienables era "una invitación a la rebelión y una causa permanente de anarquía". [...]
 A los románticos alemanes, quienes iniciaron el combate y fueron los precursores de la lucha contra la filosofía de la Ilustración, no les interesaban primariamente los problemas políticos. Vivían mucho más en el mundo del "espíritu" -la poesía y el arte- que en el áspero mundo de los hechos políticos. Naturalmente, el romanticismo tenía no sólo su filosofía de la naturaleza, del arte y de la historia, sino además su filosofía política. Pero, en este campo, los filósofos románticos no elaboraron nunca una teoría clara y coherente, ni fueron consecuentes en su actitud práctica. Federico Schlegel fue, en ciertas ocasiones, un defensor de las ideas conservadoras , y en otras un defensor de las liberales. Del republicanismo se convirtió al monarquismo. Parece imposible extraer un sistema definido, fijo e indudable de las ideas políticas de ningún escritor romántico; la mayoría de las veces el péndulo oscila desde un polo hasta su opuesto.»