martes, 30 de junio de 2015

"Antología poética".- Rubén Darío (1867-1916)


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Abrojos

Joven, acérquese acá

"Joven, acérquese acá: / ¿Estima usted su pellejo?
Pues escúcheme un consejo, / que me lo agradecerá.

Arroje esa timidez / al cajón de ropa sucia,
 y por un poco de argucia / dé usted toda su honradez.

                                   Salude a cualquier pelmazo / de valer, y al saludar,
                                   acostúmbrese a doblar / con frecuencia el espinazo.

                                   Diga usted sin ton ni son, / y mil veces, si es preciso,
                                   al feo, que es un Narciso, / y al zopenzo, un Salomón;

                                   que al que tenga el juicio leso / o sea mal encarado,
                                   téngalo usted de contado / que no se enoja por eso.

                                  Al torpe déjele hablar, / sus torpezas disimule,
                                  y adule, adule y adule / sin cansarse de adular.

                                  Como algo no le acomode, / chitón y tragar saliva,
                                  y en el pantano en que viva / arrástrese, aunque se enlode.

                                  Y con que befe al que baje, / y con que al que suba inciense,
                                  el día en que menos piense / será usted un personaje".



Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas

Lo fatal
(A René Pérez)

                                   "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
                                   y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
                                   pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
                                   ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

                                   Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
                                   y el temor de haber sido y un futuro terror...
                                   Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
                                   y sufrir por la vida y por la sombra y por

                                   lo que no conocemos y apenas sospechamos,
                                   y la carne que tienta con sus frescos racimos,
                                   y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
                                   ¡y no saber adónde vamos,
                                   ni de dónde venimos!..."


lunes, 29 de junio de 2015

"Los novios".- Alessandro Manzoni (1785-1873)


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Capítulo XII

 "Apenas se acabó de recoger aquella tan miserable cosecha, cuando las provisiones para el ejército y el desorden que siempre las acompaña la redujo a tal extremo, que empezó a experimentarse la escasez y, tras ella, a su tan doloroso como seguro y a veces tan saludable resultado: la carestía.
 Pero cuando la carestía llega a cierto punto, nace siempre (o al menos lo hemos visto hasta ahora y si esto sucede en el día después de tantos y tan juiciosos escritos sobre esta materia, ¿qué no sucedería entonces?), digo que nace y toma cuerpo el rumor público de que no es la escasez quien la motiva. Se olvidan las gentes de que la temieron y vaticinaron y suponen, desde luego, que hay todo el grano que se necesita y que el mal dimana de que no se vende lo suficiente para el consumo; suposiciones todas infundadas pero que lisonjean, al mismo tiempo, la cólera y la esperanza; se atribuye la carestía a los tratantes de grano, verdaderos o imaginarios; a los propietarios de tierras, que no lo vendían todo en un día; a los panaderos que lo compraban; en una palabra, a cuantos por sus tráficos en estos artículos se supone que ocultan grandes acopios. Éstos eran el objeto de las quejas universales y de la ira de las personas bien o mal vestidas. Se citaban los almacenes; se decía dónde estaban los graneros llenos y apuntalados; se indicaba el número prodigioso de sacos almacenados; se hablaba como de cosa cierta de las inmensas cantidades de cereales que se enviaban furtivamente a otros países, en los cuales probablemente se clamaba con igual furor y certeza, suponiendo que con sus granos venían secretamente a Milán. Se imploraban de los magistrados aquellas providencias que a la muchedumbre parecen siempre, o a lo menos han parecido, equitativas, sencillas y eficaces para hacer salir a la plaza el grano que suponían escondido, emparedado y sepultado en silos, y restablecer la abundancia. Los magistrados echaban mano de cuantos medios les dictaba aquel apuro, como el de fijar el precio máximo de algunos géneros, de imponer penas a los que se negaban a vender y otros de la misma especie. Pero como la eficacia de las disposiciones humanas, por muy enérgicas que sean, no alcanzan a disminuir la necesidad de comer, ni a producir cosechas fuera de tiempo, y las que se tomaban entonces no eran a la verdad las más oportunas para atraer los víveres de los  puntos en que pudiese haber abundancia de ellos, el mal duraba y aumentaba de día en día. La muchedumbre lo atribuía a la falta o a la flojedad de los remedios y reclamaba a gritos otros más decisivos y eficaces. Por desgracia, dio con un hombre a medida de su deseo.
 En ausencia del gobernador o capitán general don Gonzalo Fernández de Córdoba, que se hallaba en el sitio de Casale de Monferrato, hacía sus veces en Milán el gran canciller don Antonio Ferrer, también español. Persuadido (¿y quién no lo estaría?) de que el precio moderado del pan sería una cosa excelente, se figuró (aquí está el error) que una orden suya bastaría para disminuirlo; y en este supuesto fijó la meta (así llaman en Milán la tasa en materia de comestibles), fijó la meta del pan como si el trigo se vendiese al precio de treinta y tres libras el moyo*, siendo así que se vendía a ochenta. Hizo con esto todo lo que haría una vieja que creyese que podría rejuvenecer falsificando su bautismo.
 Órdenes menos absurdas y menos injustas habían quedado más de una vez sin efecto por la resistencia misma de las cosas; pero en la ejecución de ésta se interesaba mucho la muchedumbre que, viendo por fin convertido en ley su deseo, no sufriría ciertamente que quedase ilusoria. En efecto, acudió en el momento a las panaderías a pedir pan al precio tasado y acudió con aquella resolución y aquel tono amenazador que inspiran las pasiones apoyadas en la ley y en la fuerza. No hay que preguntar si los panaderos pusieron el grito en el cielo. Amasar y cocer en el horno sin cesar (porque el populacho, aunque tenía vaga conciencia de que aquello era arbitrario y violento, asaltaba las tahonas para aprovechar la pasajera ganga); derrengarse, digo, más que costumbre, y sudar sangre para vender con semejante pérdida, puede cada cual figurarse qué placer debía ser. Pero los magistrados, por una parte, y, por otra, el pueblo estrechaban y, a la menor tardanza en ser complacidos, murmuraban y amenazaban sordamente con una de sus sentencias, que son las peores de cuantas se ejecutan en el mundo; así que los pobres panaderos no tenían otro recurso sino el de amasar, cocer y vender pan sin descanso. Sin embargo, para poder seguir en tal tarea, no bastaban ni las órdenes rigurosas ni el terrible miedo que los desdichados tenían. Era necesario que la cosa fuese posible; y hubiera dejado de serlo a poco más que durase aquel estado".

*El moyo equivalía a un hectolitro y medio.

domingo, 28 de junio de 2015

"La casa de Bernarda Alba".- Federico García Lorca (1898-1936)


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Acto segundo

 La Poncia: ¡Que es tu hermana y además la que más te quiere!
 Adela: Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: "¡Qué lástima de cara!", "¡Qué lástima de cuerpo que no vaya a ser para nadie!" ¡Y eso no! Mi cuerpo será de quien yo quiera.
 La Poncia (con intención y en voz baja): De Pepe el Romano. ¿No es eso?
 Adela (sobrecogida): ¿Qué dices?
 La Poncia: Lo que digo, Adela.
 Adela: ¡Calla!
 La Poncia (alto): ¿Crees que no me he fijado?
 Adela: Baja la voz.
 La Poncia: ¡Mata esos pensamientos!
 Adela: ¿Qué sabes tú?
 La Poncia: Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de noche cuando te levantas?
 Adela: ¡Ciega debías estar!
 La Poncia: Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. ¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana abierta al pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu hermana?
 Adela: ¡Eso no es verdad!
 La Poncia: No seas como los niños chicos. ¡Deja en paz a tu hermana, y si Pepe el Romano te gusta, te aguantas! (Adela llora.) Además, ¿quién dice que no te puedes casar con él? Tu hermana Angustias es una enferma. Esa no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa serás tú. Alimenta esa esperanza, olvídalo, lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios.
 Adela: ¡Calla!
 La Poncia: ¡No callo!
 Adela: Métete en tus cosas, ¡oledora!, ¡pérfida!
 La Poncia: Sombra tuya he de ser.
 Adela: En vez de limpiar la casa y acostarte para rezar a tus muertos, buscas como una vieja marrana asuntos de hombres y mujeres para babosear en ellos.
 La Poncia: ¡Velo! Para que las gentes no escupan al pasar por esta puerta.
 Adela: ¡Qué cariño tan grande te ha entrado de pronto por mi hermana!
 La Poncia: No os tengo ley a ninguna, pero quiero vivir en casa decente. ¡No quiero mancharme de vieja!
 Adela: Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que eres una criada; por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿Qué puedes decir de mí? ¿Que me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Que no duermo? ¡Soy más lista que tú! Mira a ver si puedes agarrar la liebre con tus manos.
 La Poncia: No me desafíes, Adela, no me desafíes. Porque yo puedo dar voces, encender luces y hacer que toquen las campanas.
 Adela: Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tiene que suceder.
 La Poncia: ¡Tanto te gusta ese hombre!
 Adela: ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente.
 La Poncia: Yo no te puedo oír.
 Adela: ¡Pues me oirás! Te he tenido miedo. ¡Pero ya soy más fuerte que tú!
(Entra Angustias)
 Angustias: ¡Siempre discutiendo!".  

sábado, 27 de junio de 2015

"Paraíso reclamado".- Halldór Laxness (1902-1998)


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22.- Buenas y malas noticias

 "-Mi doctrina es mala -dijo el luterano- y, lo que es peor, no puedo probarla. El hombre que posee la mejor doctrina es el que puede probar que tiene la mayor cantidad de alimentos y buenos zapatos. Yo no poseo ninguna de las dos cosas y vivo en una zanja.
 -Esa afirmación la he oído yo más de una vez -dijo el pastor Runolf-. Los individuos que nunca tienen nada que llevarse a la boca, o que vestir, no se cansan jamás de manifestar su desprecio por la gente que tiene de qué comer. Y, sin embargo, uno de los profetas dijo que un hombre necesita comida y ropa para poder llevar a cabo acciones virtuosas. Usted olvida que cualquier objeto lleva dentro de sí un concepto superior, tanto el buen caldo como un par de botas altas. Los griegos llamaban a esto idea. Nosotros, los mormones, vivimos precisamente por esa característica espiritual y eterna que informa la totalidad de la existencia y la menor de sus partes. Todo aquel que no sea capaz de conseguir un buen caldo, tener botas altas y poseer la hombría suficiente para salir de su zanja, ni tiene espíritu ni tiene eternidad.
 -No me importa -dijo el luterano-. Nadie me convencerá nunca de que Adán no era un sucio sodomita. Y Eva no significó, tampoco, nada mejor.
 En esa época se polemizaba con gran furor el dogma, recién promulgado, que sostenía la naturaleza divina de Adán y del Salvador, pues que Dios se había tomado la molestia de crearlos a los dos de una forma excepcional. Al pronunciar, pues, sus últimas palabras el luterano había tocado, precisamente, el punto que solía despertar al antiguo "defensor-de-la-fe" en el pastor Runolf.
 -Debía haber adivinado que iba usted a aludir a eso en la discusión -dijo el pastor Runolf-. Los borrachos y los tenorios siempre se han dedicado a hablar mal del pobre viejo Adán. Todo el que tiene algo que reprocharse, se lo achaca a él. Pero yo puedo asegurarle que Adán era un muchacho completamente normal. Todos los que atacan a Adán son hijos de la Gran Apostasía y de la Gran Herejía. ¿Cree usted que el Dios de los ejércitos iba a rebajarse a sí mismo creando a un sodomita corrompido? ¿O a un luterano? ¿Cree usted que cuando Dios hizo a Adán empleó un material de inferior calidad que cuando creó al Salvador? Niego rotundamente que exista ninguna diferencia fundamental entre Adán y el Salvador.
 -¿Puedo preguntarle qué cosas importantes hizo Adán durante toda su vida? -dijo el luterano-. ¿Hizo alguna vez dinero? Nunca oí decir que tuviese casa propia y menos aún que tuviese carruaje. Ni siquiera un par de zapatos. Probablemente vivió en una zanja, como yo. ¿Y qué comía? ¿Cree usted que podía comer caldo cada día de la semana y pavo con arándano agrio los domingos? No me sorprendería saber que no comió en toda su vida algo bueno a no ser aquella manzana que la vieja hechicera de su mujer le dio.
 Y así discutían erre que erre, día y noche, en la ladrillería. Pero cuando la discusión se hacía más acalorada era justo un poco antes de salir el sol. El pastor Runolf acostumbraba esperar al luterano, al alba, cuando éste regresaba a su zanja viniendo de la casa de sus queridas. Nunca se pudo averiguar cuánta teología sabía aquel intemperante morador de zanjas. Y quizá no fuese ni más borracho ni más tenorio de lo que su desgraciada vida familiar le obligaba a hacer. Pero, aparte de esto, el pastor Runolf lo consideraba directamente responsable de la herejía luterana, en particular, y de la gran apostasía, en general. Pero por muy cansado que se encontrara el luterano, siempre estaba dispuesto a defender con vehemencia a Lutero, allí en medio de la carretera. Lo único que pedía a su antagonista era permiso para entrar en la ladrillería, donde siempre guardaba su botella con una o dos gotas, antes de que su mujer se levantara para la lectura religiosa de la mañana".

viernes, 26 de junio de 2015

"Rubaiyat".- Omar Khayyám (1048-1131)


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14
 "A nadie le pedí la existencia. Por eso
me esfuerzo en acoger indiferente cuanto
me regala la vida. ¿Por qué tendré que irme
ignorando a qué debo mi paso por la tierra?

17
 Al mundo, ¿a qué venimos? Después, ¿por qué nos vamos?
¿Qué quiere esta existencia que nos ha sido impuesta?
Arden las almas bajo su peso y se convierten
en cenizas, mas yo no logro ver la hoguera.

31
 Tú presumes de sabio, pero pasado y futuro / te atormentan. Entre ambos quisieras un remanso
de paz. Créeme: cambia toda esa gran locura / por un vaso de vino donde ahogar tu impotencia.

37
 Entre impiedad y fe tan sólo un soplo existe, / así como también separa un simple soplo
dudas y convicciones. Goza el soplo presente, / que está la vida entera en el soplo que pasa.

47
 Después de tantos siglos hay albas y crepúsculos / y siguen las estrellas su curso prefijado.
Pisa suave en el barro; los terrones que aplastes / fueron tal vez los ojos de un bellísimo efebo.

53
 Cuando el alma abandone nuestro mísero cuerpo / pondrán unos ladrillos en nuestra sepultura.
Y para hacer ladrillos que cubran otras tumbas / echarán en el molde nuestro polvo. ¡Bebamos!

59
 El día que yo muera se acabarán las rocas, / los labios, los cipreses, las albas, los crepúsculos,
la pena y la alegría. Y el mundo habrá dejado / de ser, que su existencia está en nosotros mismos.

80
 Si ha sido el Hacedor el que creó los seres, / ¿por qué tan prontamente tiene que destruirlos?
Si imperfectos y feos son, ¿quién tiene la culpa? / Y si bellos y buenos, ¿para qué aniquilarlos?

84
 No pretendo pedir el perdón de mis culpas, / pues hablar con Alá lo creo irreverente.
Sólo le bastaría cubrirme con el manto / de su clemencia para hacerme inmaculado.

93
 ¿Te entristece tal vez que no te recompensen / cual mereces? Olvida y no te apenes. Todo
cuanto deba llegarte, escrito está en el libro / de lo eterno, que el viento al azar va hojeando.

107
 En este envilecido mundo, has de contentarte / con muy pocos amigos. No quieras que perduren
tus simpatías. Cuando estreches una mano/ pregúntate si ella te golpeará algún día.

117
 ¿Sé cuándo vine al mundo y cuándo me iré? Nadie / puede fijar la fecha de su muerte. Tampoco
la de su nacimiento. Trae vino jovenzuelo. / Quiero olvidar que nunca sabré nada de nada".


jueves, 25 de junio de 2015

"La educación infantil".- Antón S. Makarenko (1888-1939)


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El trabajo en la educación familiar

 "Con el transcurso del tiempo las tareas adquieren más carácter de trabajo que de juego y se hacen más complejas. Enumeramos algunos aspectos del trabajo infantil, dejando a cada familia el cuidado de modificar o extender la lista según las condiciones de vida y la edad de los niños:
 1.-Regar las plantas.
 2.-Quitar el polvo de algunos muebles.
 3.-Preparar la mesa.
 4.-Llenar saleros y pimenteros.
 5.-Cuidar el escritorio del padre.
 6.-Ocuparse del cuidado de la biblioteca familiar y tener los libros en orden.
 7.-Recibir los periódicos y ponerlos en su lugar, separando los viejos.
 8.-Alimentar al perro o al gato.
 9.-Limpiar el cuarto de baño, comprar jabón, dentífrico y las hojas de afeitar para el padre.
 10.-Encargarse del arreglo de una habitación o de algún rincón.
 11.-Coser los botones de su ropa y tener en orden los elementos necesarios.
 12.-Responsabilizarse del orden en el aparador.
 13.-Cepillar las ropas del hermanito o del padre.
 14.-Adornar el cuarto con retratos, postales o reproducciones.
 15.-Cuando hay una huerta, hacerse cargo de la siembra, el cuidado y la cosecha de una parte.
 16.-Cuidar de que en la casa haya siempre flores.
 17.-Atender el teléfono y tener al día la libreta de direcciones.
 18.-Tener un plano de los itinerarios de los medios de transporte y marcar en él los lugares a que los familiares viajan con más frecuencia.
 19.-Los niños mayores pueden ocuparse de organizar las salidas familiares a espectáculos, proveerse de programas y adquirir las localidades.
 20.-Tener en el mayor orden el botiquín doméstico cuidando de que no falte lo indispensable.
 21.-Mantener la casa libre de insectos.
 22.-Ayudar a la madre o a la hermana en los quehaceres domésticos.
 Cada familia encontrará otras ocupaciones parecidas, más o menos entretenidas y accesibles al niño.  Es obvio que el programa de labor no debe ser excesivo, pero conviene que no haya una diferencia demasiado grande entre el cúmulo de tareas domésticas de los padres y el de los hijos.
  Cuando en la casa hay personas de servicio, los niños se acostumbran a confiar en el trabajo de aquéllos en circunstancias en que podrían bastarse a sí mismos. Los padres deben vigilar este aspecto y procurar que nadie realice las tareas que el niño puede y debe llevar a cabo por sus propios medios.
 Al asignarse la labor en el ambiente familiar es necesario tener en cuenta la tarea escolar del niño -que es más importante- para evitar que se vea frente a obligaciones excesivas. La tarea escolar tiene preferencia y los niños deben comprender que con ella no cumplen únicamente una función personal sino también una función social, de cuyo éxito responden ante los padres y ante el Estado. Pero sería erróneo enaltecer solamente el trabajo escolar y desestimar cualquier otro. La dedicación exclusiva al trabajo escolar no es conveniente porque despierta en los niños un desdén total por la vida y el trabajo del grupo familiar. La atmósfera colectivista debe respirarse siempre en la familia y traducirse con la mayor frecuencia posible en la ayuda mutua de sus integrantes.
 ¿Cómo se puede y se debe provocar en el niño el esfuerzo de trabajo? En las más variadas formas. En la primera infancia hay que valerse de los recursos apropiados para sugerir y enseñar muchas cosas al niño, pero en general la fórmula ideal consiste en que aquél señale por propia iniciativa la necesidad de realizar una tarea -en vista de que la madre o el padre no tienen tiempo para hacerla- y colabore espontáneamente. Educar la buena voluntad para el trabajo y la atención a las necesidades del grupo familiar es educar un verdadero ciudadano soviético". 

miércoles, 24 de junio de 2015

"La vida breve".- Juan Carlos Onetti (1909-1994)


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7.- Los desesperados

 "-Desesperado -silabeaba el obispo-. Existe el desesperado puro, lo sé. Pero no lo he encontrado nunca. Porque no existe motivo para que el camino del desesperado puro se cruce con el mío. Y si lo hubiera, es probable que nos rozáramos los hombros sin reconocernos. Y no creo que yo merezca, siquiera, conocer alguna vez... -aquí reía con puntualidad, sin malicia, se mostraba más joven- conocer la razón de nuestro aparentemente estéril encuentro. -Anulaba los rudimentos de protesta de Elena Sala con su mirada poderosa y humilde, la envolvía con ella como para protegerla de lo que la mujer pensaba y decía-. Lo que no merecemos no lo merecíamos desde el principio del tiempo y así estaba proyectado para nuestro bien. Muchos pecados serán imposibles si eliminamos el pecado de la vanidad. No hay problemas, no busquemos cuentas y no habrá problemas. Después vamos a pasar a la biblioteca -informaba dirigiendo la frase, con sólo los ojos, a una y a otro, repartiendo con equidad la promesa implícita; el criado inclinaba la cabeza, se alejaba costeando los ventanales encortinados, desaparecía de golpe en la blandura de la sombra-. Dios ha querido que yo deba eliminar al desesperado puro. En el pasado he pedido con frecuencia la gracia de este encuentro; tuve la soberbia de creer que estaban en mí todas las fuerzas necesarias para su consuelo y salvación. No lo conozco y aún ahora suele tentarme; lo imagino desposeído de todo, abrumado por lo que él llama desgracia, incapaz de erguirse hasta la altura de su prueba. Sin la inteligencia bastante para besar la teja con que se rasca costra y llagas. Otras veces lo imagino colmado de lo que los hombres llaman dones y de los dones verdaderos; e igualmente incapaz de gozarlos y agradecerlos. No voy más allá. Un tipo u otro de desesperado puro. Solamente, a veces, tiendo mis brazos para llamarlo, para recibirlo, para dar forma al impulso de soberbia que me hace creer que yo sería el puerto adecuado para él. No debo hacerlo, tal vez; o acaso yo esté aún en el mundo sólo para ese encuentro. Pero no crean en lo que oyen o leen, desconfíen de la propia experiencia. Porque aparte de éste no hay más que el desesperado débil y el fuerte; el que está por debajo de su desesperación y el que, sin saberlo, está por encima. Es fácil confundirlos, equivocarse, porque el segundo, el desesperado impuro, de paso por la desesperación, pero fuerte y superior a ella, es el que sufre más de los dos. El desesperado débil muestra su falta de esperanza con cada acto, con cada palabra. El desesperado débil está, desde cierto punto de vista, más desprovisto de esperanza que el fuerte. De aquí las confusiones, de aquí que le sea fácil engañar y conmover. Porque el desesperado fuerte, aunque sufra infinitamente más, no lo exhibirá. Sabe o está convencido de que nadie podrá consolarlo. No cree en poder creer, pero tiene la esperanza, él, desesperado, de que en algún momento imprevisible podrá enfrentar su desesperación, aislarla, verle la cara. Y esto sucederá si conviene; puede ser destruido por este enfrentamiento, puede alcanzar la gracia por este medio. No la santidad, porque ésta está reservada al desesperado puro. El desesperado impuro y débil, en cambio, proclamará su desesperación con sistema y paciencia; se arrastrará, ansioso y falsamente humilde, hasta encontrar cualquier cosa que acepte sostenerlo y le sirva para convencerse de que la mutilación que él representa, su cobardía, su negativa a ser plenamente el alma inmortal que le fue impuesta no son obstáculo a una verdadera existencia humana. Terminará por encontrar su oportunidad; será siempre capaz de crear el pequeño mundo que necesita, plegarse, amodorrarse. Lo encontrará siempre, antes o después, porque es fatal que se pierda. No hay salvación, diría, para el desesperado débil. El otro, el fuerte ( y me apresuro a decir que el hijo de la amiga de su madre es un desesperado de este tipo), el fuerte puede reír, puede andar en el mundo sin complicar a los demás en su desesperación, porque sabe que no debe aguardar ayuda de los hombres ni de su vida cotidiana. Él, sin saberlo, está separado de la desesperación; sin saberlo, espera el momento en que podrá mirarla en los ojos, matarla o morir. No estaba su amigo abrumado de dones ni había sido sometida su paciencia a pruebas reiteradas  y en apariencia insufribles. Desgraciadamente, no hay una sarna que lo coma desde la planta de los pies hasta la mollera; no está sentado sobre ceniza, no se le ha dado la oportunidad de besar la teja con que se rasca... No hay a su lado una mujer que le diga: "Bendice a Dios y muérete". No alcanzará la emocionante verbosidad del desesperado puro ante un predestinado Elifaz el Temanita. Cualquier inimaginable circunstancia, cualquier persona, pueden llegar a encarnar la desesperación para él. Habrá entonces una crisis, podrá salvarse matando, perderse matándose. Tal vez estamos capacitados, ustedes o yo, para enfrentar al desesperado puro, luchar con él, y contra él, salvarlo. Pero el impuro débil no tiene salvación porque es pequeño y sensual; y el fuerte se salvará o sucumbirá solo.
 Se levantaba, irregular y violáceo como una mancha de vino y esperaba, invitante, sonriendo; se hacía obeso, revestido por una indiferente paciencia.
 -Aunque hay matices, subgrupos, causas de confusión -agregaba cuando se ponían en marcha; sonreía excusándose al tocar el hombro de Elena Sala para guiarla, camino de la biblioteca-. ¿Puede el desesperado impuro y fuerte convertirse en un desesperado débil? O, si lo hace, ¿no lo habrá sido siempre, en el fondo?... Me he desvelado pensando en esto".  
 

martes, 23 de junio de 2015

"Teoría de las concepciones del mundo".- Wilhelm Dilthey (1833-1911)


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Filosofía de la filosofía

 "Todo el que ingresa en el movimiento filosófico está condicionado por lo que había antes que él y lo que se piensa junto a él. Ve consecuencias, se opone a ellas, las enlaza, es una rama de un árbol en crecimiento vivo. Es necesario conocer su dependencia; existe porque antes que él hubo otros pensadores. Pero, sin embargo, lo esencial es esto: todos tienen delante el mismo mundo único, la realidad que se manifiesta en la conciencia. El sol de Homero sigue luciendo siempre. Platón veía la misma realidad que Tales. De aquí se infiere que la unidad de todas las filosofías está fundada en última instancia en la mismidad del mundo exterior e interior. Éste determina que vuelvan siempre a verse las mismas relaciones fundamentales. Deja que el espíritu humano lo piense, siempre nuevo, pero siempre el mismo. Platón, Spinoza, Hegel encierran grandísimas diferencias; pero si se los pudiera comparar con pensadores que tuviesen ante ellos una realidad completamente distinta, o siquiera la realidad de otro astro, nos sorprendería la extraordinaria proximidad de su idea del mundo. Si se quiere conocer, por tanto, la ley de la multiplicidad de los sistemas en su coexistencia y sucesión, hay que partir ante todo de lo que da a conocer el mismo mundo. Esto los enlaza a todos. Hay que partir de lo que les es común; en qué han de coincidir todos, es la pregunta primera y más inmediata para el que investiga la regularidad de esta rama de la historia.
  La diversidad de la forma es sólo lo segundo, y además tiene que poder comprenderse por la relación del mismo genio filosófico con la misma realidad. Y como el mundo es uno y el mismo, ya sea visto por los filósofos del Vedanta o por Comte, del mismo modo también la naturaleza del genio filosófico es la misma en toda la multiplicidad de su manifestación en los rasgos que precisamente están determinados por la disposición filosófica.
 ¿Qué es la filosofía?
 No se la puede determinar ni por el objeto ni por el método. Los que le asignan como su dominio particular la teoría del conocimiento o la investigación psicológica o la conexión enciclopédica de las ciencias, sólo determinan lo que en una época dada parece desde cierto punto de vista un objeto de la filosofía, que le queda reservado después de tantos procesos de diferenciación. Es lo que se ha salvado todavía de un imperio en otro tiempo grande. Hay que preguntar a la historia qué es la filosofía. Muestra la variación en el objeto, las diferencias en el método; sólo la función de la filosofía en la sociedad humana y en su cultura es lo que se conserva en esa mudanza.
 El enigma de la existencia mira al hombre en todos los tiempos con el mismo rostro misterioso, cuyos rasgos percibimos bien, y tenemos que adivinar el alma que está detrás. Siempre está ligado originariamente con este enigma el de este mundo mismo y la cuestión de por qué estoy en él, cuál será mi fin en él. ¿De dónde vengo? ¿Por qué existo? ¿Qué seré? Ésta es la más universal de todas las cuestiones y la que más me interesa.
 Buscan de un modo común a esta cuestión el genio poético, el profeta y el pensador. Éste se distingue porque busca la respuesta a esa interrogante en un conocimiento universalmente válido. En este carácter  coincide el trabajo filosófico con el del investigador  particular. Y sólo se distingue de éste, justamente, en que tiene siempre delante el enigma de la vida, su mirada está siempre dirigida a ese conjunto, enlazado en sí mismo y misterioso. Este es el mismo en todos los estadios de la filosofía. El escéptico es científico, porque pide validez universal al conocimiento; es filosófico, porque desespera de la solución de ese enigma con los recursos de la ciencia universalmente válida. El nervio de su sentido de la vida y de su dialéctica radica precisamente en esa actitud. El positivista es filósofo porque desliga las cuestiones solubles del complejo de esa unidad sin respuesta, de lo grande, desconocido; y porque sustituye lo inescrutable por un complejo de ciencias cuyos fundamentos establece con seguridad, delimita frente a lo oscuro, que escapa a toda respuesta, descubre las razones que residen en la naturaleza del conocimiento y en las antinomias del conocimiento absoluto".  

lunes, 22 de junio de 2015

"Rojo y Negro".- Stendhal (1783-1842)


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Capítulo XXIX: Un primer ascenso
 
 "Antes de marcharme, quiero hacer algo por usted; hace ya dos meses que lo hubiera hecho, ya que usted se lo merece, si no hubiera sido por aquella denuncia fundada en la dirección de Amanda Binet, que encontraron en su cuarto. Lo hago a usted pasante para el Nuevo y el Antiguo Testamento."
 Julián lleno, de agradecimiento, pensó en arrodillarse y darle gracias a Dios, pero terminó por obedecer a un sentimiento más auténtico. Se acercó al padre Pirard, y le tomó la mano, llevándola a sus labios.
 -¿Qué hace usted? -exclamó el director enfadado. Pero los ojos de Julián decían aún mucho más que su acción.
 El padre Pirard lo miró con sorpresa, como un hombre que, desde hace largos años, ha perdido la costumbre de tropezarse con emociones delicadas. Aquella atención emocionó al director; su voz se alteró.
 -¡Pues bien, sí, hijo mío! Te tengo cariño. El cielo sabe muy bien que a pesar mío. Debería ser justo y no sentir ni odio ni amor hacia nadie. Tu carrera será penosa. Veo en ti algo que ofende a lo vulgar. La envidia y la calumnia te perseguirán. En cualquier lugar donde te coloque la Providencia, tus compañeros no podrán verte nunca sin aborrecerte; y si fingen quererte, será para traicionarte con más facilidad. En tu caso no hay más que un remedio: no recurras más que a Dios, que te ha dado, para castigarte de tu presunción, esa necesidad de ser aborrecido. Que tu conducta sea pura: es el único recurso que yo veo para ti. Si te agarras a la verdad con un abrazo invencible, tus enemigos se verán confundidos tarde o temprano.
 Hacía tanto tiempo que Julián no había oído una voz amiga, que hay que perdonarle su debilidad: se echó a llorar. El padre Pirard le abrió los brazos; aquel momento fue muy dulce para ambos.
 Julián estaba loco de alegría; aquel ascenso era el primero que obtenía. Presentaba inmensas ventajas. Para poder concebirlas, sería preciso haber sido condenado a pasar meses enteros sin tener ni un instante de soledad y en contacto inmediato con unos compañeros, cuando menos inoportunos; la mayoría, intolerables. Con sólo sus gritos hubiera bastado para llevar el desorden a un organismo delicado. [...]
 Ahora Julián comía solo, o casi solo, una hora más tarde que los demás seminaristas. Tenía una llave del jardín y podía pasearse por allí en las horas en que se encontraba desierto.
 Para su gran sorpresa, Julián comprobó que lo aborrecían menos que antes. Él se esperaba todo lo contrario, un recrudecimiento del odio. [...] El odio disminuyó sensiblemente, sobre todo entre los más jóvenes de sus compañeros, que se habían convertido en sus alumnos y a los que él trataba con mucha cortesía. Poco a poco, tuvo incluso partidarios: se hizo de mal tono llamarle Martín Lutero.
 Pero, ¿para qué nombrar aquí a sus amigos y a sus enemigos? Todo esto es feo, y tanto más feo cuanto que el fondo es más verdadero. Los curas son, sin embargo, los únicos profesores de moral que tiene el pueblo y sin ellos, ¿qué sería de él? ¿Podrá alguna vez el periódico sustituir al cura?
 Desde la concesión del nuevo cargo de Julián, el director del seminario trató de no hablarle nunca a no ser ante testigos. Su conducta era prudente, tanto para el maestro como para el discípulo, pero, sobre todo, era una forma de poner a prueba a Julián. El invariable principio del severo janseanista Pirard era: "¿Tiene un hombre mérito a sus ojos? Ponga obstáculos a todo lo que desee, a todo lo que emprenda. Si el mérito es auténtico, sabrá superar o sortear los obstáculos". [...]
 Hubo por entonces un reclutamiento del que Julián se vio exento, en su calidad de seminarista. Aquella circunstancia le impresionó profundamente".