lunes, 1 de junio de 2015

"Viaje a Brrobdingnag".- Jonathan Swift (1667-1745)


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Capítulo VII

 "Para confirmar cuanto he dicho y más, y mostrar las miserables consecuencias de una educación limitada, insertaré aquí un pasaje que sólo con trabajo será creído. A fin de introducirme más en el favor de S.M., le hablé de una invención descubierta tres o cuatrocientos años antes, y en virtud de la cual, fabricando cierto polvo bastaba aplicarle una menuda chispa para que todo se inflamase en un momento, aunque fuese tan grande como una montaña, haciendo volar por el aire cuanto se hallaba a mano, con un ruido y agitación semejantes al trueno. Agregué que una adecuada cantidad de aquella pólvora encerrada en un tubo de hierro o bronce, de tamaño proporcionado a la cantidad del producto, podía arrojar una bola de hierro o plomo con tal violencia que nada era capaz de detener su empuje. Que las grandes balas lanzadas así, no sólo destrozaban de un golpe filas enteras de tropas, sino que derrumbaban los más fuertes muros, hundían barcos tripulados hasta por mil hombres, y si se unían mediante cadenas, cortaban mástiles y arboladuras, dividían cientos de cuerpos humanos por la mitad y sembraban el estrago por doquier. Que a menudo nosotros poníamos aquella pólvora dentro de grandes esferas huecas, de hierro, y las lanzábamos, mediante un mecanismo, dentro de las plazas a que poníamos sitio, y allí destruían los pavimentos, despedazaban las casas y al estallar proyectaban cascos en todos los sentidos, haciendo saltar los sesos de cuantos había cerca. Que yo conocía muy bien los ingredientes, todos baratos y comunes, sabía cómo mezclarlos, y podía dirigir a los trabajadores de S.M., a fin de que construyesen algunos de aquellos tubos, de un tamaño proporcionado a todas las cosas de su reino, sin que el mayor necesitase tener arriba de cien pies de largo. Que veinte o treinta de aquellos tubos, cargados con idónea cantidad de pólvora y balas, arrasarían las más fuertes murallas de cualquier ciudad de sus dominios en pocas horas, y aun destruirían toda la propia metrópoli, si alguna vez intentaba discutir los regios derechos. Que humildemente ofrecía aquel servicio a S.M., como pequeño tributo de agradecimiento por las muchas señales que de su favor había recibido.
 El rey quedó horrorizado ante mi descripción de tan terribles ingenios y ante la proposición que le hacía. Asombrábale que un impotente y vil gusano como yo era (éstas fueron sus propias expresiones) pudiese mantener tan inhumanas ideas de modo tan familiar, al punto de parecer inconmovido por las escenas de sangre y desolación que había pintado como efectos comunes de aquellas destructivas máquinas, que algún mal genio, enemigo del género humano (decía), debió haber inventado por primera vez. En cuanto a sí mismo, aseguró, aunque pocas cosas le interesaban tanto como los nuevos descubrimientos en el arte o en la naturaleza, prefería perder la mitad de su reino a ser iniciado en tal secreto, que expresamente me prohibió volver a mencionar.
 ¡Extraña consecuencia de los principios angostos y las miras mezquinas! Un príncipe posesor de todas las cualidades que despiertan veneración, amor y estima, como son fortaleza, gran prudencia y profunda cultura, dotado de admirables talentos para el gobierno, y casi adorado por sus súbditos, dejábase llevar de un escrúpulo superfluo, de que en Europa no tenemos concepto siquiera y dejaba perder una oportunidad que le hubiera hecho dueño absoluto de las vidas, libertades y fortuna de un pueblo. No digo esto con la menor intención de criticar las muchas virtudes de aquel excelente rey, cuyo carácter -bien lo comprendo- aparecerá rebajado por su negativa a los ojos de cualquier lector inglés, sino que incluyo ese defecto entre los producidos por la ignorancia  y por no haber reducido la política a una ciencia, como han hecho los más agudos cerebros de Europa.
 Porque bien recuerdo que, habiendo platicado un día con el rey sobre ese propósito, díjele que se habían escrito miles de libros sobre la ciencia del gobierno, y ello (muy al contrario de mi propia opinión) le dio una idea muy baja de nuestra inteligencia. Aquel príncipe afirmaba  despreciar todo misterio, refinamiento o intriga políticos tanto en príncipes como en ministros. No acertaba a comprender lo que yo quería decir con misterios de Estado. Confinaba el conocimiento del gobierno a estrechos límites de razón y sentido común, de justicia y clemencia, de rápida resolución de las causas criminales y civiles, además de otros cuantos tópicos que, por lo obvios, no merecen mención. Y hasta entendía que cualquiera que pudiese hacer crecer dos espigas de grano o dos hojas de hierba donde antes sólo crecía una, habría prestado mejor servicio al género humano y a su país que cuantos pudieran prestar, juntos, toda la ralea de los políticos".    

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