miércoles, 24 de junio de 2015

"La vida breve".- Juan Carlos Onetti (1909-1994)


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7.- Los desesperados

 "-Desesperado -silabeaba el obispo-. Existe el desesperado puro, lo sé. Pero no lo he encontrado nunca. Porque no existe motivo para que el camino del desesperado puro se cruce con el mío. Y si lo hubiera, es probable que nos rozáramos los hombros sin reconocernos. Y no creo que yo merezca, siquiera, conocer alguna vez... -aquí reía con puntualidad, sin malicia, se mostraba más joven- conocer la razón de nuestro aparentemente estéril encuentro. -Anulaba los rudimentos de protesta de Elena Sala con su mirada poderosa y humilde, la envolvía con ella como para protegerla de lo que la mujer pensaba y decía-. Lo que no merecemos no lo merecíamos desde el principio del tiempo y así estaba proyectado para nuestro bien. Muchos pecados serán imposibles si eliminamos el pecado de la vanidad. No hay problemas, no busquemos cuentas y no habrá problemas. Después vamos a pasar a la biblioteca -informaba dirigiendo la frase, con sólo los ojos, a una y a otro, repartiendo con equidad la promesa implícita; el criado inclinaba la cabeza, se alejaba costeando los ventanales encortinados, desaparecía de golpe en la blandura de la sombra-. Dios ha querido que yo deba eliminar al desesperado puro. En el pasado he pedido con frecuencia la gracia de este encuentro; tuve la soberbia de creer que estaban en mí todas las fuerzas necesarias para su consuelo y salvación. No lo conozco y aún ahora suele tentarme; lo imagino desposeído de todo, abrumado por lo que él llama desgracia, incapaz de erguirse hasta la altura de su prueba. Sin la inteligencia bastante para besar la teja con que se rasca costra y llagas. Otras veces lo imagino colmado de lo que los hombres llaman dones y de los dones verdaderos; e igualmente incapaz de gozarlos y agradecerlos. No voy más allá. Un tipo u otro de desesperado puro. Solamente, a veces, tiendo mis brazos para llamarlo, para recibirlo, para dar forma al impulso de soberbia que me hace creer que yo sería el puerto adecuado para él. No debo hacerlo, tal vez; o acaso yo esté aún en el mundo sólo para ese encuentro. Pero no crean en lo que oyen o leen, desconfíen de la propia experiencia. Porque aparte de éste no hay más que el desesperado débil y el fuerte; el que está por debajo de su desesperación y el que, sin saberlo, está por encima. Es fácil confundirlos, equivocarse, porque el segundo, el desesperado impuro, de paso por la desesperación, pero fuerte y superior a ella, es el que sufre más de los dos. El desesperado débil muestra su falta de esperanza con cada acto, con cada palabra. El desesperado débil está, desde cierto punto de vista, más desprovisto de esperanza que el fuerte. De aquí las confusiones, de aquí que le sea fácil engañar y conmover. Porque el desesperado fuerte, aunque sufra infinitamente más, no lo exhibirá. Sabe o está convencido de que nadie podrá consolarlo. No cree en poder creer, pero tiene la esperanza, él, desesperado, de que en algún momento imprevisible podrá enfrentar su desesperación, aislarla, verle la cara. Y esto sucederá si conviene; puede ser destruido por este enfrentamiento, puede alcanzar la gracia por este medio. No la santidad, porque ésta está reservada al desesperado puro. El desesperado impuro y débil, en cambio, proclamará su desesperación con sistema y paciencia; se arrastrará, ansioso y falsamente humilde, hasta encontrar cualquier cosa que acepte sostenerlo y le sirva para convencerse de que la mutilación que él representa, su cobardía, su negativa a ser plenamente el alma inmortal que le fue impuesta no son obstáculo a una verdadera existencia humana. Terminará por encontrar su oportunidad; será siempre capaz de crear el pequeño mundo que necesita, plegarse, amodorrarse. Lo encontrará siempre, antes o después, porque es fatal que se pierda. No hay salvación, diría, para el desesperado débil. El otro, el fuerte ( y me apresuro a decir que el hijo de la amiga de su madre es un desesperado de este tipo), el fuerte puede reír, puede andar en el mundo sin complicar a los demás en su desesperación, porque sabe que no debe aguardar ayuda de los hombres ni de su vida cotidiana. Él, sin saberlo, está separado de la desesperación; sin saberlo, espera el momento en que podrá mirarla en los ojos, matarla o morir. No estaba su amigo abrumado de dones ni había sido sometida su paciencia a pruebas reiteradas  y en apariencia insufribles. Desgraciadamente, no hay una sarna que lo coma desde la planta de los pies hasta la mollera; no está sentado sobre ceniza, no se le ha dado la oportunidad de besar la teja con que se rasca... No hay a su lado una mujer que le diga: "Bendice a Dios y muérete". No alcanzará la emocionante verbosidad del desesperado puro ante un predestinado Elifaz el Temanita. Cualquier inimaginable circunstancia, cualquier persona, pueden llegar a encarnar la desesperación para él. Habrá entonces una crisis, podrá salvarse matando, perderse matándose. Tal vez estamos capacitados, ustedes o yo, para enfrentar al desesperado puro, luchar con él, y contra él, salvarlo. Pero el impuro débil no tiene salvación porque es pequeño y sensual; y el fuerte se salvará o sucumbirá solo.
 Se levantaba, irregular y violáceo como una mancha de vino y esperaba, invitante, sonriendo; se hacía obeso, revestido por una indiferente paciencia.
 -Aunque hay matices, subgrupos, causas de confusión -agregaba cuando se ponían en marcha; sonreía excusándose al tocar el hombro de Elena Sala para guiarla, camino de la biblioteca-. ¿Puede el desesperado impuro y fuerte convertirse en un desesperado débil? O, si lo hace, ¿no lo habrá sido siempre, en el fondo?... Me he desvelado pensando en esto".  
 

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