Capítulo VIII
"-Eso es algo que me interesa mucho -dijo K.-, porque en mi proceso estamos aún trabajando en el primer escrito. El abogado no ha hecho nada todavía. Ahora me doy cuenta de que abandona escandalosamente mi causa.
-Puede haber diversas y excelentes razones para que el recurso no esté todavía listo, -manifestó el comerciante-. Déjeme decirle que mis recursos, a los que me he referido antes, resultaron, a la postre, no tener ningún valor. Hasta tuve a la vista uno de ellos, gracias a las atenciones de un funcionario. Era un escrito muy erudito, pero sin contenido alguno; primero iba atiborrado de latinazgos, cosas que yo no entiendo, y páginas enteras con apelaciones al Tribunal; luego referencias halagadoras a algunos funcionarios a los cuales, por supuesto, no se les nombraba, pero que a cualquiera versado en estos asuntos le era fácil reconocer; después, un autoelogio del propio abogado, en el transcurso del cual éste se arrastraba humildemente ante la Corte, para terminar analizando algunos casos de otro tiempo que se suponía guardaban semejanza con el mío. Debo decir que estos análisis, en lo que pude entender, estaban hechos en la forma más completa y minuciosa. No debe usted pensar que estoy pretendiendo juzgar el trabajo del doctor Huld. Aquella demanda, después de todo, no era más que una de tantas; pero en todo caso, y a esto es a lo que quiero referirme, no vi que mi proceso avanzara en lo más mínimo.
-¿Qué clase de avance esperaba usted ver? -preguntó K.
-Buena pregunta -manifestó Block con una sonrisa-. En esta clase de asuntos es muy raro que el proceso sea visible, pero en aquel tiempo yo no sabía eso. Soy comerciante, y en aquel entonces lo era más que ahora. Necesitaba ver resultados palpables; pensé que toda la gestión debería organizarse para llegar a un final, o que al menos tomara un curso normal hacia adelante. Pero todo se reducía a ceremoniosos interrogatorios que, unos tras otros, eran más o menos del mismo tenor, donde yo sabía las respuestas como una letanía. Varias veces a la semana llegaban a mi negocio, a mi casa o a donde quiera que me encontrara, mandaderos del Tribunal, y esto naturalmente, me creaba una situación bastante molesta; en ese sentido hoy estoy en mejores condiciones, pues las llamadas telefónicas me molestan menos. Junto a todo esto, comenzaron a esparcirse los rumores respecto a mi proceso entre las amistades, en los negocios y, en particular, entre mis parientes, de modo que por todas partes me sentía perjudicado sin que se vislumbrara ni el más leve indicio de que el Tribunal diera comienzo a los procedimientos legales en un próximo futuro. Así que fui a quejarme a mi abogado. Me dio muchas explicaciones pero se opuso terminantemente a actuar como era mi deseo, pues decía que nada podía influir para que el Tribunal fijara la fecha de la audiencia y que solicitar la urgencia de ese señalamiento, como yo lo quería hacer, era sencillamente inaudito y sólo nos acarrearía perjuicios a él y a mí. Entonces pensé que si él no quería o no podía hacer, otro lo podría y lo haría. Busqué, por consiguiente, otros abogados. Y puedo decirle a usted ahora que ninguno de ellos instó jamás al Tribunal a que fijara fecha para la vista de mi causa o que gestionara para conseguirlo; eso, con la reserva de que más tarde le hablaré, es, en realidad, imposible. En ese sentido no me mintió el doctor Huld, pero tampoco he encontrado motivo para lamentarme de haber acudido a otros abogados. El doctor Huld le habrá hablado pestes, más de una vez, de los abogados picapleitos, y probablemente se los ha descrito como seres despreciables, y así es, en cierto sentido. Sin embargo, cuando se compara también a sus colegas con aquéllos, se comete siempre un pequeño error sobre el cual quisiera de paso llamar su atención. Al referirse a los abogados del círculo a los que él pertenece, les llama "Los grandes abogados", para diferenciarlos de los picapleitos. Pero ese calificativo no responde a la realidad; es cierto que todo hombre puede llamarse a sí mismo "grande", si es que eso le place, pero en esta clase asunto es la tradición del Tribunal la que debe decidir. Y según la tradición de la Corte que distingue a los grandes y pequeños abogados de los simples picapleitos, el doctor Huld y sus colegas están sólo en la categoría de pequeños abogados. Los grandes, de los que sólo oí hablar pero a los que nunca vi, están por encima de los pequeños, como éstos lo están sobre los despreciables abogados picapleitos.
-¿Los grandes abogados? -preguntó K.- ¿Quiénes son? ¿Cómo puedo llegar a ellos?
-¿De modo que nunca oyó hablar de ellos? -dijo Block-. Es dudoso que exista un solo acusado que no pierda alguna vez su tiempo soñando con ellos, luego de oírlos mencionar. No se deje enajenar por esa tentación. Yo no tengo la menor idea de quiénes son esos grandes abogados y no creo que se pueda disponer de sus servicios. No conozco un solo caso en el que se pueda afirmar, sin lugar a dudas, que estos señores hayan intervenido. Defienden ciertas causas, pero no está en la mano de uno el que lo hagan. Sólo defienden a quienes desean defender. Y pienso que nunca se ocupan del litigio hasta que éste no ha salido de la jurisdicción de los tribunales inferiores. En realidad, lo mejor es olvidarse por completo de ellos; de otro modo, acabaríamos por encontrar nuestras consultas con los abogados comunes, tan trasnochados y estúpidos, tontas e inútiles. Y ésta es mi experiencia, que uno sentiría el deseo de renunciar a todo y meterse en la cama de cara a la pared. Naturalmente, esto también seguiría siendo estúpido, porque ni en la cama encontraríamos la tranquilidad".
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