martes, 9 de junio de 2015

"Naná".- Émile Zola (1840-1902)


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 "-Señores -dijo Naná, con una cortesía estudiada-, siento haberles hecho esperar"
 Los dos hombres saludaron y se sentaron. Un cortinaje de tul bordado mantenía el gabinete a media luz. Aquella era la pieza más elegante del piso: tapizada con tela clara, tenía un gran tocador de mármol y una cornucopia, un diván y sillones de raso azul. En el tocador había ramos de rosas, de lilas y de jacintos, como un hacinamiento de flores que esparcía un perfume penetrante y fuerte, mezclado con el olor de algunas briznas de pachulí seco, desmenuzadas en el fondo de una copa. Y Naná, arreglándose su peinador mal ajustado, parecía haber sido sorprendida mientras se arreglaba, todavía con la piel húmeda, sonriendo azorada en medio de sus blondas.
 -Señora -dijo gravemente el conde Muffat-, nos excusará que hayamos insistido... Nos trae una colecta... El señor  y yo somos miembros del Comité de Beneficencia del distrito.
 El marqués de Clouard se apresuró a añadir, con acento galante:
 -Cuando nos informaron de que una artista vivía en esta casa, nos prometimos recomendarle nuestros pobres de una manera especial... El talento no está reñido con el corazón...
 Naná simulaba modestia. Respondía con ligeros movimientos de cabeza, mientras se hacía rápidas reflexiones. Debió de ser el viejo quien llevó al otro; sus ojos eran muy picaruelos. No obstante, había que desconfiar del otro, cuyas sienes se hinchaban grotescamente y seguro que habría preferido ir solo. Así debía ser; el portero les había dado sus señas y ellos se empujaban, cada uno por su lado.
 -Ciertamente, señores, que han hecho bien en venir -dijo ella con mucha amabilidad.
 Pero la campanilla eléctrica la sobresaltó. Otra visita, y aquella Zoé abriendo a quien fuera. Prosiguió:
 -Es una suerte poder aliviar a los que padecen.
 En el fondo estaba fastidiada.
 -Oh, señora -repuso el marqués-, si supieseis cuánta miseria hay... Nuestro distrito tiene más de tres mil pobres, y es de los más ricos. No se imagina cuántas desgracias: niños sin comida, mujeres enfermas y privadas de todo auxilio muriéndose de frío...
 -¡Pobres gentes! -exclamó Naná muy enternecida.
 Su emoción fue tal que las lágrimas humedecieron sus hermosos ojos. Con un movimiento se había inclinado, para no fingir más; su peinador dejó ver sus senos, a la vez que sus rodillas separadas dibujaban bajo la delgada tela la redondez de sus muslos. Enrojecieron un poco las mejillas terrosas del marqués. El conde Muffat, que iba a hablar, bajó la mirada. Hacía demasiado calor en aquel gabinete, un calor sofocante, de invernadero. Las rosas se ajaban y del pachulí de la copa salía un olor que embriagaba.
 -En semejantes ocasiones, una quisiera ser muy rica -añadió Naná-. En fin, cada uno hace lo que puede... Créanme, señores, que si lo hubiese sabido...
 Estuvo a punto de soltar una memez en medio de su enternecimiento, pero no concluyó la frase. Por un momento se quedó perpleja al no acordarse dónde había puesto sus cincuenta francos al quitarse el vestido. Pero se acordó: estaban en una esquina del tocador, debajo de un bote de pomada puesto boca abajo. Cuando se levantó, volvió a sonar la campanilla con insistencia. ¡Otro más! Aquello no se acababa.
 El conde y el marqués también se habían puesto en pie, y las orejas del último se movieron, dirigiéndose hacia la puerta; sin duda, conocía aquellos timbrazos. Muffat le observó; luego apartaron sus miradas. Se estorbaban; volvieron a adoptar su frialdad, uno tieso y sólido y muy rígidamente peinado; el otro irguiendo sus huesudos hombros, sobre los que caía su corona de escasos cabellos blancos.
 -A fe mía -dijo Naná, presentando sus diez grandes monedas de plata y decidiendo tomarlo a risa-, señores, que voy a cargarles... Esto para los pobres.
 Y el adorable hoyito de su barbilla se ahuecó más. Tenía el aspecto de una buena muchacha, con el montón de escudos en su mano abierta y ofreciéndolos a los dos hombres, como diciéndoles: "Veamos, ¿quién los quiere?". El conde fue el más listo y cogió los cincuenta francos, pero quedó una moneda y para cogerla tuvo que tocar la piel de la joven, una piel tibia y suave que le produjo un escalofrío. Ella continuaba riendo.
 -Muy bien, señores. Para otra vez espero darles más".

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