Capítulo XXIX: Un primer ascenso
"Antes de marcharme, quiero hacer algo por usted; hace ya dos meses que lo hubiera hecho, ya que usted se lo merece, si no hubiera sido por aquella denuncia fundada en la dirección de Amanda Binet, que encontraron en su cuarto. Lo hago a usted pasante para el Nuevo y el Antiguo Testamento."
Julián lleno, de agradecimiento, pensó en arrodillarse y darle gracias a Dios, pero terminó por obedecer a un sentimiento más auténtico. Se acercó al padre Pirard, y le tomó la mano, llevándola a sus labios.
-¿Qué hace usted? -exclamó el director enfadado. Pero los ojos de Julián decían aún mucho más que su acción.
El padre Pirard lo miró con sorpresa, como un hombre que, desde hace largos años, ha perdido la costumbre de tropezarse con emociones delicadas. Aquella atención emocionó al director; su voz se alteró.
-¡Pues bien, sí, hijo mío! Te tengo cariño. El cielo sabe muy bien que a pesar mío. Debería ser justo y no sentir ni odio ni amor hacia nadie. Tu carrera será penosa. Veo en ti algo que ofende a lo vulgar. La envidia y la calumnia te perseguirán. En cualquier lugar donde te coloque la Providencia, tus compañeros no podrán verte nunca sin aborrecerte; y si fingen quererte, será para traicionarte con más facilidad. En tu caso no hay más que un remedio: no recurras más que a Dios, que te ha dado, para castigarte de tu presunción, esa necesidad de ser aborrecido. Que tu conducta sea pura: es el único recurso que yo veo para ti. Si te agarras a la verdad con un abrazo invencible, tus enemigos se verán confundidos tarde o temprano.
Hacía tanto tiempo que Julián no había oído una voz amiga, que hay que perdonarle su debilidad: se echó a llorar. El padre Pirard le abrió los brazos; aquel momento fue muy dulce para ambos.
Julián estaba loco de alegría; aquel ascenso era el primero que obtenía. Presentaba inmensas ventajas. Para poder concebirlas, sería preciso haber sido condenado a pasar meses enteros sin tener ni un instante de soledad y en contacto inmediato con unos compañeros, cuando menos inoportunos; la mayoría, intolerables. Con sólo sus gritos hubiera bastado para llevar el desorden a un organismo delicado. [...]
Ahora Julián comía solo, o casi solo, una hora más tarde que los demás seminaristas. Tenía una llave del jardín y podía pasearse por allí en las horas en que se encontraba desierto.
Para su gran sorpresa, Julián comprobó que lo aborrecían menos que antes. Él se esperaba todo lo contrario, un recrudecimiento del odio. [...] El odio disminuyó sensiblemente, sobre todo entre los más jóvenes de sus compañeros, que se habían convertido en sus alumnos y a los que él trataba con mucha cortesía. Poco a poco, tuvo incluso partidarios: se hizo de mal tono llamarle Martín Lutero.
Pero, ¿para qué nombrar aquí a sus amigos y a sus enemigos? Todo esto es feo, y tanto más feo cuanto que el fondo es más verdadero. Los curas son, sin embargo, los únicos profesores de moral que tiene el pueblo y sin ellos, ¿qué sería de él? ¿Podrá alguna vez el periódico sustituir al cura?
Desde la concesión del nuevo cargo de Julián, el director del seminario trató de no hablarle nunca a no ser ante testigos. Su conducta era prudente, tanto para el maestro como para el discípulo, pero, sobre todo, era una forma de poner a prueba a Julián. El invariable principio del severo janseanista Pirard era: "¿Tiene un hombre mérito a sus ojos? Ponga obstáculos a todo lo que desee, a todo lo que emprenda. Si el mérito es auténtico, sabrá superar o sortear los obstáculos". [...]
Hubo por entonces un reclutamiento del que Julián se vio exento, en su calidad de seminarista. Aquella circunstancia le impresionó profundamente".
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