Capítulo XII
"Apenas se acabó de recoger aquella tan miserable cosecha, cuando las provisiones para el ejército y el desorden que siempre las acompaña la redujo a tal extremo, que empezó a experimentarse la escasez y, tras ella, a su tan doloroso como seguro y a veces tan saludable resultado: la carestía.
Pero cuando la carestía llega a cierto punto, nace siempre (o al menos lo hemos visto hasta ahora y si esto sucede en el día después de tantos y tan juiciosos escritos sobre esta materia, ¿qué no sucedería entonces?), digo que nace y toma cuerpo el rumor público de que no es la escasez quien la motiva. Se olvidan las gentes de que la temieron y vaticinaron y suponen, desde luego, que hay todo el grano que se necesita y que el mal dimana de que no se vende lo suficiente para el consumo; suposiciones todas infundadas pero que lisonjean, al mismo tiempo, la cólera y la esperanza; se atribuye la carestía a los tratantes de grano, verdaderos o imaginarios; a los propietarios de tierras, que no lo vendían todo en un día; a los panaderos que lo compraban; en una palabra, a cuantos por sus tráficos en estos artículos se supone que ocultan grandes acopios. Éstos eran el objeto de las quejas universales y de la ira de las personas bien o mal vestidas. Se citaban los almacenes; se decía dónde estaban los graneros llenos y apuntalados; se indicaba el número prodigioso de sacos almacenados; se hablaba como de cosa cierta de las inmensas cantidades de cereales que se enviaban furtivamente a otros países, en los cuales probablemente se clamaba con igual furor y certeza, suponiendo que con sus granos venían secretamente a Milán. Se imploraban de los magistrados aquellas providencias que a la muchedumbre parecen siempre, o a lo menos han parecido, equitativas, sencillas y eficaces para hacer salir a la plaza el grano que suponían escondido, emparedado y sepultado en silos, y restablecer la abundancia. Los magistrados echaban mano de cuantos medios les dictaba aquel apuro, como el de fijar el precio máximo de algunos géneros, de imponer penas a los que se negaban a vender y otros de la misma especie. Pero como la eficacia de las disposiciones humanas, por muy enérgicas que sean, no alcanzan a disminuir la necesidad de comer, ni a producir cosechas fuera de tiempo, y las que se tomaban entonces no eran a la verdad las más oportunas para atraer los víveres de los puntos en que pudiese haber abundancia de ellos, el mal duraba y aumentaba de día en día. La muchedumbre lo atribuía a la falta o a la flojedad de los remedios y reclamaba a gritos otros más decisivos y eficaces. Por desgracia, dio con un hombre a medida de su deseo.
En ausencia del gobernador o capitán general don Gonzalo Fernández de Córdoba, que se hallaba en el sitio de Casale de Monferrato, hacía sus veces en Milán el gran canciller don Antonio Ferrer, también español. Persuadido (¿y quién no lo estaría?) de que el precio moderado del pan sería una cosa excelente, se figuró (aquí está el error) que una orden suya bastaría para disminuirlo; y en este supuesto fijó la meta (así llaman en Milán la tasa en materia de comestibles), fijó la meta del pan como si el trigo se vendiese al precio de treinta y tres libras el moyo*, siendo así que se vendía a ochenta. Hizo con esto todo lo que haría una vieja que creyese que podría rejuvenecer falsificando su bautismo.
Órdenes menos absurdas y menos injustas habían quedado más de una vez sin efecto por la resistencia misma de las cosas; pero en la ejecución de ésta se interesaba mucho la muchedumbre que, viendo por fin convertido en ley su deseo, no sufriría ciertamente que quedase ilusoria. En efecto, acudió en el momento a las panaderías a pedir pan al precio tasado y acudió con aquella resolución y aquel tono amenazador que inspiran las pasiones apoyadas en la ley y en la fuerza. No hay que preguntar si los panaderos pusieron el grito en el cielo. Amasar y cocer en el horno sin cesar (porque el populacho, aunque tenía vaga conciencia de que aquello era arbitrario y violento, asaltaba las tahonas para aprovechar la pasajera ganga); derrengarse, digo, más que costumbre, y sudar sangre para vender con semejante pérdida, puede cada cual figurarse qué placer debía ser. Pero los magistrados, por una parte, y, por otra, el pueblo estrechaban y, a la menor tardanza en ser complacidos, murmuraban y amenazaban sordamente con una de sus sentencias, que son las peores de cuantas se ejecutan en el mundo; así que los pobres panaderos no tenían otro recurso sino el de amasar, cocer y vender pan sin descanso. Sin embargo, para poder seguir en tal tarea, no bastaban ni las órdenes rigurosas ni el terrible miedo que los desdichados tenían. Era necesario que la cosa fuese posible; y hubiera dejado de serlo a poco más que durase aquel estado".
*El moyo equivalía a un hectolitro y medio.
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