Mujer negra [del libro Cánticos
de Sombra]
«Mujer desnuda, mujer negra, /
vestida con tu color que es vida, con tu forma que es belleza.
He crecido a tu sombra; la
dulzura de tus manos era como una cinta para mis ojos, / y resulta que ahora,
en medio del Verano, en el
corazón del Mediodía, te descubro, desde lo alto de un collado calcinado, /
tierra prometida.
Y tu belleza me sacude en pleno
corazón, como un relámpago de águila.
Mujer desnuda, mujer oscura.
Fruto maduro de la carne prieta,
oscuros éxtasis del vino tinto, boca que cambia en lírica mi boca,
sabana de horizontes purísimos,
sabana estremecida en las caricias fervientes del viento de Levante,
tam-tam esculpido, tam-tam
tensado que retumba golpeado por los dedos vencedores;
tu voz grave de contralto es el
canto espiritual de la Bien Amada.
Mujer desnuda, mujer oscura.
Aceite que no plisa ningún soplo,
aceite apaciguado en el costado del atleta, en el costado
de los príncipes de Malí,
gacela de lazos celestes, las
perlas son estrellas por la noche de tu piel,
placeres del espíritu que juega,
son los reflejos del oro rojo por
tu piel que hace aguas, a la sombra de tu pelo,
mi angustia se ilumina
por los soles cercanos de tus
ojos.
Mujer desnuda, mujer negra.
Yo canto tu belleza que pasa,
forma que fijo en lo Eterno,
antes de que el Destino envidioso
te transforme en cenizas que alimenten las raíces de la vida.
Nieve en París [del libro Cánticos
de Sombra]
Señor, has visitado París el día
mismo de tu nacimiento.
Porque se estaba volviendo
mezquino y malvado
lo has purificado en el frío
incorruptible,
en la muerte blanca.
De madrugada, hasta la chimeneas
fabriles que al unísono cantan,
desplegando cual frondas sus
blancos retales.
-“¡Paz a los hombres de buena voluntad!”
Señor, le has ofrecido la nieve
de tu paz a un mundo dividido, a una Europa dividida,
a una España desgarrada,
y el Rebelde judío y el católico
han disparado sus mil cuatrocientos cañones contra las montañas de tu Paz.
Señor, he acogido tu blanco frío
que quema aún más que la sal.
Mira mi corazón que se derrite
como nieve en el sol.
Me olvido
de las manos blancas que
dispararon los fusiles que derrumbaron los imperios,
las manos que flagelaron los
esclavos, y que te flagelaron,
las manos blancas polvorientas
que te abofetearon, y las manos pintadas que me han abofeteado,
las manos firmes que me han
condenado a la soledad y al odio,
las manos blancas que talaron los
bosques de borasos que reinaban en África, en el centro de África,
rectos y duros, los saraes tan
hermosos como los primeros hombres que salieron de tus manos morenas.
Talaron la selva negra para hacer
traviesas de ferrocarril,
talaron las selvas de África para
salvar la Civilización, porque les faltaba la materia prima humana.
Señor, no sacaré mi reserva de
odio, lo sé por los diplomáticos que hoy nos enseñan sus afilados caninos
y que negociarán mañana con la
carne negra.
Mi corazón, Señor, se ha fundido
como la nieve por los tejados de París,
en el sol de tu dulzura.
Y es dulce con mis enemigos, con
mis hermanos, los de las manos blancas sin nieve,
pero también por culpa de las
manos de escarcha, de noche, que recorren mis mejillas ardientes.
Ya es tiempo de marcharse [de Más
allá de Eros, del libro Cánticos de
Sombra]
Ya es tiempo de marcharse, ya no
debo hundir más mis raíces de ficus en la tierra ubérrima y blanda.
Oigo el ruido punzante de las
termitas que vacían mis piernas de su juventud.
Ya es tiempo de marcharse, de
enfrentarse a la angustia de las estaciones, al viento que comba y afeita los
andenes de las estaciones de provincia sin techo,
la angustia de las partidas sin
una mano cálida en tu mano.
Tengo sed, tengo sed de espacios
y de aguas nuevas, tengo sed de beber en la urna de un rostro reciente en el
sol,
y no me alejan el ansia ni los
cuartos de hotel ni la soledad retumbante de las grandes ciudades.
Es ya primavera -¡partamos!- este
sudor nocturno, el despertar embriagado… la espera…
Escucho, aérea –y más hondo el
redoble de las ruedas por los rieles- la larga trompeta que le interroga al
cielo.
Mas tal vez sólo sea el relincho
silbante de mi sangre que se acuerda
cual potro encabritado que cocea
en la aurora del último Marzo.
Ya es tiempo de irse.
Está claro que éste es tu
mensaje.
¿Era en baile de la Primavera
donde tus ojos abiertos te precedían?
Tú, tan semejante a aquella de
antaño, con tu cara sarracena y tu cabeza negra que restallaba como la cumbre
de Esterel.
Tus compañeras se apartaban, días
lechosos de invierno o palomas bajo las flechas de una diosa.
Mi mano reconocía tu mano, mi
rodilla tu rodilla, y volvimos a encontrar el ritmo primero,
y te marchaste.
Ya es tiempo de irse.»
[El texto pertenece a la edición en español de
Ediciones Cátedra, 1999, en traducción de Javier del Prado. ISBN: 84-376-1733-2.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: