martes, 25 de agosto de 2020

Canción muda.- David Albahari (1948)

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Mi marido

   «Hoy es viernes. Desde el lunes, cada día, mi marido, al volver del trabajo, se queda  sentado en el coche aparcado delante de nuestra casa. Se queda sentado inmóvil, y entonces a veces deja caer la cabeza y apoya la frente en el borde del volante.
 Se queda sentado cada vez más tiempo. El lunes salió del coche tras quince minutos. El miércoles le tomó casi una hora. Ahora afuera las luces de la calle ya están encendidas, y él, una silueta oscura, sigue sentado.
 El primer día al entrar en casa, le toqué con la mano la cara. No levantó la mirada. Luego no he vuelto a tocarle, no he preguntado nada. He sido paciente. Al acostarnos, me levanté el camisón hasta la barbilla, me acerqué a él y lo rodeé con las piernas desnudas. Puso su mano entre mis muslos, como siempre, pero me di cuenta de que en realidad sus dedos se encontraban en otra parte.
 La semana pasada, en nuestra calle, en una de las casas de al lado, hallaron a una mujer muerta. Su vecina avisó a la policía porque los gatos de la casa de la mujer muerta, de la que entonces nadie sabía que estaba muerta, no dejaban de maullar. Cuando derribaron la puerta, los gatos se precipitaron fuera. Encontraron a la mujer en el suelo del dormitorio, junto a la cama.
 Ayer me acordé de eso. Pensé que entre esa muerte y el comportamiento de mi marido existe alguna relación, pero enseguida desistí de intentar encontrarla. No es fácil pensar en la muerte de alguien, aun cuando ni mi marido ni yo conocíamos el aspecto de esa mujer.
 Los gatos se han quedado en el patio. A veces, se acercan a la parte de atrás de nuestra casa, rompen las bolsas de basura, sacan los desperdicios.
 No sé ya ni qué hora es. Mi marido sigue sentado en el coche, parcialmente iluminado por una bombilla de la calle. Si no sale en breve, le llevaré una manta. Cuando nos mudamos aquí, el manzano situado delante de casa estaba en flor, pero ahora es otoño, las ramas están desnudas, las noches son frías, sólo las nubes se amontonan en el cielo.
 Entonces me pongo a pensar en los vecinos. Seguro que se han dado cuenta de lo que está pasando estos días delante de nuestra casa. Siempre, de la forma que sea, se enteran de todo. Por las noches se sientan a oscuras, por el día se ocultan detrás de las cortinas y observan desde sus grandes ventanas. No sé, de hecho, qué esperan ver. Por la mañana, antes de la nueve, el cartero pasa por la calle. Al mediodía, los martes y viernes, un muchacho chino reparte folletos de propaganda por los buzones. A las cuatro de la tarde, los días laborables, probablemente después del colegio, un hombre mayor y una chica con una pequeña mochila a la espalda entran en la casa de los vecinos. Los sábados por la mañana, o tal vez sea los domingos, llegan los testigos de Jehová. No sucede nada más.
 Ahora miran a mi marido inclinado sobre el volante como un ahogado. […]
 Ayer jueves se quedó dos horas en el coche. Yo estaba de pie, igual que quién sabe cuántos vecinos más, esperando. Se enfrió la comida en la mesa: muslos de pollo con guisantes, ensalada de lechuga y pudin de chocolate. Al final tuve que tirar todo a la basura.
 Hoy no he cocinado nada.
 Esta mañana, mientras tomábamos el café, le pregunté si quería decirme algo, lo que sea.
 --Ahora es el momento -le dije-, después será tarde -mi marido soltó el periódico, se quitó las gafas y se frotó los ojos-. ¿Por qué? -me preguntó. Yo no lo sabía. Le dije:
Cancion Muda. David Albahari. Elkar.eus -Por todo -mi marido se puso las gafas y me miró. Hacía tiempo que no me miraba, pensé. Traté incluso de sonreír. Mi marido no dejaba de mirarme. […]
 -Nada tiene relación con nada -dijo mi marido cuando le hablé de los físicos que investigan sobre las últimas teorías universales. Le leí un texto sobre ellas del semanario que cada miércoles el cartero nos deja en el buzón.
 -Esa teoría -dije- debería poner en relación todos los fenómenos del mundo en una unidad inseparable -mi marido apoyó su cabeza contra la mano y cerró los ojos-. Cada uno de nosotros -dijo- camina por este mundo completamente solo.
 -Y yo -le pregunté-,¿dónde estoy yo? -mi marido me miró-.
 -Eso mismo -dijo- quisiera yo saber.
 No dije nada entonces. Me quedé quieta, cogí la bandejita de galletas y alcancé una pastita de té en forma de rosquilla. Me la metí en la boca e intenté pasar la lengua por el hueco. La pastita se rompió, se humedeció de saliva, y la masa se me pegó en los dientes.
 Hubiera hecho falta entonces que yo dijera algo, a pesar de la pasta. Hubiera hecho falta que lo zarandeara, lo agarrara del pelo y le dijera: "¡Mira! ¡Te estoy tirando del pelo!¡No estás solo!". Podía también no haberme movido, podía haberle hablado así, mientras estaba sentada, nada me lo impedía. Si yo hubiera dicho algo, entonces, no estaría ahora de pie junto a la ventana.
 Entonces él siguió hablando. Dijo:
 -¿Cuando das la mano, de verdad crees que tocas a alguien? En el mejor de los casos, tocarás el reflejo de alguien, y eso ni siquiera lo tocarás tú, sino tu propio reflejo. El reflejo alcanza al reflejo, eso es la vida. Este mundo es como un gran espejo en el que se reflejan cosas que suceden en otro lugar. Fuera de nosotros. En realidad, aquí cada uno está solo. En el espejo, somos ilusiones, rodeados de otras ilusiones. Ahí no estoy yo.
 Salgo por una manta. He esperado bastante. Lo levantaré, él es tan liviano, lo meteré en casa, le haré una sopa. Le diré que la soledad es algo que elegimos, que no podemos creer otra cosa, con espejo o sin él, no importa, y cuidaré de él hasta que empiece a acostumbrarse a mí, hasta que no esté más solo.
 Al salir fuera, me sorprenden las estrellas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Baile del Sol Ediciones, 2014, en traducción de Juan Cristóbal Díaz Beltrán. ISBN: 978-84-15700-35-7.]

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