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«-¿Es engañoso que lo encuentre viviendo con todas las señales de la felicidad doméstica, bendecido con una esposa perfecta y devota, con unos hijos a quienes no he tenido aún el placer de conocer, pero que deben ser unos jóvenes encantadores por lo que conozco de sus padres?
St. George sonrió por la franqueza de su pregunta.
-Todo es excelente, mi querido amigo, que el cielo me impida negarlo. He hecho una gran cantidad de dinero; mi esposa ha sabido cómo cuidarlo, cómo emplearlo sin malgastar, apartar una buena cantidad, hacerlo fructificar. Tengo un pan en el armario, de hecho lo tengo todo menos lo grande.
-¿Lo grande? -Paul siguió haciendo de eco.
-La sensación de haber hecho lo mejor..., la sensación que es la verdadera vida del artista y cuya ausencia supone su muerte, de haber extraído de su instrumento intelectual la música más hermosa que la naturaleza había escondido en él, de haberla tocado como debe tocarse. O bien lo hace o bien no lo hace y, si no lo hace, no merece la pena que se hable de él. Por tanto, precisamente, los que realmente saben no hablan de él. Puede que él aún oiga una gran cháchara, pero lo que más oye es el incorruptible silencio de la Fama. Yo la he sobornado, se podría decir, en mi momento... pero ¿cuál es mi momento? No se imagine ni por un minuto -prosiguió el Maestro- que soy tan sinvergüenza como para haberlo traído aquí abajo para abusar o para quejarme de mi esposa ante usted. Es una mujer de cualidades distinguidas, a quien estoy inmensamente obligado; de modo que, si me hace el favor, no diremos nada de ella. Mis chicos, mis hijos son todos varones, son rectos y fuertes, gracias a Dios y no hay pobreza de crecimiento a su alrededor, no hay penuria de necesidades. Recibo periódicamente el más satisfactorio testimonio de Harrow, de Oxford, de Sandhurst, ¡oh, hemos hecho lo mejor por ellos!, de su eminencia como organismos que viven, consumen y prosperan.
-Debe ser maravilloso sentir que el hijo de las propias carnes está en Sandhurst -comentó Paul con entusiasmo.
-Lo es..., es encantador. ¡Yo soy un patriota!
El joven, en ese momento, se vio en la obligación de pagar el más grande de los tributos de preguntas.
-Entonces, ¿qué quiso decir usted la otra noche en Summersoft, al declarar que los hijos son una maldición?
-Mi querido joven, ¿de qué base partimos? -y St. George se dejó caer en el sofá a corta distancia de él. Sentado ligeramente de lado, apoyó la espalda en el brazo del sofá con las manos cruzadas detrás de la cabeza-. ¿De suponer que cierta perfección es posible e incluso deseable, no es así? Pues todo lo que digo es que los hijos de uno interfieren en la perfección. Interfiere la esposa. Interfiere el matrimonio.
-¿Cree que el artista no debería casarse?
-Lo hace corriendo un riesgo, lo hace a sus expensas.
-¿Ni siquiera cuando su esposa comprende su trabajo?
-Nunca comprenden..., ¡no pueden! Las mujeres no conciben tales cosas.
-Pero no hay duda de que en ocasiones son ellas mismas quienes trabajan -objetó Paul.
-Sí, y muy mal. Oh, claro, a menudo creen que entienden, creen que comprenden. Entonces es cuando son más peligrosas. Creen que uno va a hacer mucho y que obtendrá mucho dinero. Su gran nobleza y virtud, su conciencia ejemplar como hembras británicas está en mantenerlo a uno ahí. Mi esposa lleva todos los tratos con mis editores y lo ha hecho durante veinte años. Lo hace consumadamente bien, por eso vivo con tanto desahogo. ¿No es uno el padre de sus inocentes criaturas y va uno a privarlas de su sustento natural? La otra noche me preguntaba usted si no son un incentivo inmenso. Claro que lo son, ¡no hay duda de eso!
Paul lo consideró: para unos ojos que nunca habían estado tan abiertos, había tanto que observar...
-En cuanto a mí, me da la impresión de que necesito incentivos.
-Ah, entonces n'en parlons plus! -sonrió magnánimamente su compañero.
-Usted es un incentivo, lo mantengo -prosiguió el joven-. Usted no me afecta de la manera en que al parecer le gustaría afectarme. Lo que veo es su gran éxito..., ¡la pompa de los Jardines de Ennismore!
-¿Éxito? -los ojos de St. George tenían una luz fina y fría-. ¿Llama usted éxito a que se hable de uno como hablaría usted de mí si estuviera aquí sentado con otro artista, un joven inteligente y sincero como usted? Llama éxito a hacer que se sonroje, ¡cómo se sonrojaría!, si algún crítico extranjero (un tipo, claro está, que supiera de lo que está hablando y que le hubiera demostrado que lo sabía, como les gusta demostrarlo a los críticos extranjeros) le dijera: "Seguro que en su país a ése lo consideran el más perfecto". ¿Es éxito servir de ocasión para que un joven inglés tenga que tartamudear como usted tendría que hacerlo en un momento así por la pobre Inglaterra? No, no; el éxito es haber hecho que la gente baile a otro son. ¡Inténtelo!
Paul continuaba resplandeciendo, todo gravedad.
-Que intente ¿qué?
-Intente hacer un trabajo realmente bueno.
-¡El cielo sabe que quiero hacerlo!
-Pero no se puede hacer sin sacrificios, no lo crea ni por un momento -dijo el Maestro-. Yo no hice ninguno. Lo tuve todo. En otras palabras, lo he perdido todo.
-Ha tenido la vida normal humana, masculina, intensa y completa, con todas las responsabilidades y deberes, cargas, penas y alegrías, todas las iniciaciones y complicaciones sociales y domésticas. Deben ser inmensamente sugestivas, inmensamente divertidas -adujo Paul con ansia.
-¿Divertidas?
-Para un hombre fuerte..., sí.
-Me proporcionan un sinfín de temas, si a eso se refiere; pero al mismo tiempo me quitaron el poder de usarlos. Traté un millar de cosas, pero ¿cuál de ellas se convirtió en oro? El artista sólo maneja eso..., no sabe nada de un metal más bajo. He vivido una vida mundana, con mi mujer y mi progenie; la torpe, convencional, cara, materializada, vulgarizada, brutalizada vida de Londres. Tenemos todo lo bello, incluso un coche; somos perfectos filisteos y gente eminente, hospitalaria y próspera. Pero, mi querido amigo, no intente hacerse el tonto, y fingir que no sabe lo que no tenemos. Es más grande que todo lo demás. Entre artistas..., ¡vamos! -concluyó el Maestro-. ¡Usted sabe tan bien como que está ahí sentado que se metería una bala en el cerebro si hubiera escrito mis libros!»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1987, en traducción de Monserrat Millán y Ana Goldar. ISBN: 84-85471-83-0.]
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