Parte XXVIII
Plática de mesana
«Viene a mi camarote fray Buril con su Libro de horas y su rosario de quince misterios, sonando a hueso y oliendo a queso. Está enterado de todo. El aviso furtivo de Escovedo le ha dejado terriblemente perturbado. Le noto cara presagiosa de no querer pasar la uña por mis entretelas, sino de temer que yo pase las mías por las suyas.
-No, fray Juan -le dije-. No le he llamado para que venga a confesarme. Voy a oírle yo a usted en confesión.
Pregunté a fray Juan qué era para él la esperanza. Se desconcertó un poco de momento. Supuso, cuando entró, que yo iba a querer sonsacarle el por qué la Corona le había puesto como capellán de mi nave. Se puso más sereno y me contestó que la única esperanza es la fe y la caridad en Nuestro Señor, de quien provienen todos los dones, entre ellos el de la esperanza.
-Y también el castigo -apunté mirándole de reojo.
-También, sí, señor -dijo-. ¡Los más terribles castigos por nuestras faltas y nuestros pecados!
-¿No cree, su reverencia, que la esperanza puede ser también el recuerdo de lo que se poseyó alguna vez como lo más precioso y lo más amado?
-La esperanza no es recuerdo, es fruto del porvenir. No viene de la memoria sino de los deseos.
-¿Cómo la podríamos entonces reconocer si no sabemos qué es ni cómo es?
-Cada uno conoce la forma de su esperanza.
-Pues yo no la he podido ver -dije-. Ni en las alucinaciones premonitorias. Ver de ver. Ver de verdad.
Me pareció oportuno el momento.
-Fray Juan, ¿ha tomado ya usted confesión a los amotinados?
La brutalidad de mi pregunta, pese a la mayor delicadeza de tono que puse en insinuarla y aun en embotarla, le hizo dar un respingo.
-No, señor... -murmuró-. Todos han rehusado el santo sacramento.
-La salvación de sus almas es asunto suyo -le dije clavándole en los ojos una socarrona mirada.
-Lo sé, lo sé... -dijo sobándose las manos con aire culpable.
-Puede sobrevenir un naufragio..., hay un eclipse. Mejor dicho, hay dos eclipses y la amenaza de una terrible tempestad puede medirse en horas con los cinco dedos de la mano. Ya se lo dije a su merced. Tal vez no podamos regresar nunca más.
-Eso es lo que dicen y eso es lo que temen... -Fray Juan se detuvo como si se le hubiese bloqueado la voz.
-¿Qué dicen?
-Lo que su merced ya sabe. Anoche han proclamado que le van a echar al mar con el barril de sus papeles atado al cuello de su merced. Eso le permitirá flotar, al menos por un tiempo. Dios no abandona a sus elegidos. Yo espero que a usted, señor, le recoja algún barco...
-Por aquí únicamente navegan si acaso los portugueses. Si ellos me encuentran flotando por estos parajes además del barril me pondrán un ancla al cuello.
-Los amotinados han resuelto regresar de tornaviaje. Todos están de acuerdo: los capitanes de las tres naos, los contramaestres, los marineros.
-No encontrarán el camino de regreso. He mandado arrojar todos los mapas y las cartas de marear en la estela de popa.
-El más exaltado es el capitán de la Pinta, don Martín Alonso Pinzón. Él dice que tiene su propia carta de marear...
-No la tiene más. He mandado secuestrarla sin que él lo sepa. No me extraña que el Martín Alonso sea el más recalcitrante. Cree que yo le he birlado la dignidad la dignidad de almirante y adelantado. Por eso va siempre por delante con su carabela más velera.
-También el maestre Francisco Martín Pinzón, don Vicente Yáñez Pinzón, don Juan Niño y su hermano, don Cándido Francisco Niño, despensero de la Niña... Los siete hermanos Niños de la Niña..., señor Almirante... El único que no ha entrado en el motín, señor Almirante, es su hermano don Bartolomé...
-Lo han enterrado hasta el cuello en un barril de arena.
-Ya lo sé. No es una buena sepultura. Y no la mejora el que sólo sea media.
-Pero hay más, Señor Almirante. El señor don Juan de la Cosa, contramaestre y propietario de La Gallega..., quiero decir de la Santa María, de nuestra nave capitana, ha propuesto a la tripulación huir en las barcas y buscar refugio en los otros navíos, después de prender fuego a ésta. Han resuelto dejarlo a usted amarrado al palo mayor para que arda vivo en la pira con la nao. Los capitanes opinan que hay que dejar con vida y llevarlo preso a su hermano, don Bartolomé, para que sea él quien responda ante los Reyes, Nuestros Señores, por los graves cargos que le hacen a usted, señor Almirante.
-Pero si los graves cargos se me hacen a mí, ¿por qué han de llevarle preso al pelafustán de mi hermano?
-Porque el señor Almirante estará ya bajo agua después de haber estado en el fuego.
-¿No les ha dicho su merced que los Reyes los tratarán como traidores y que serán ahorcados apenas alcancen a llegar, si esto es todavía posible? Por el motín y por el asesinato.
-He tratado de persuadirles de ese riesgo cierto. Pero ellos prefieren ser ahorcados en España después de volver a ver a sus familias por última vez. Prefieren ser enterrados en una fosa común en su tierra a morir ahogados en las profundidades del mar Tenebroso. Algunos incluso desean que sus restos sean abandonados en los altozanos para que los devoren las aves de rapiña. Ya se sienten muertos y esto les da una fuerza terrible...
-No se preocupe usted, fray Juan. No cumplirán sus amenazas. Estamos a un palmo de la tierra prometida. No me echarán al mar ni me quemarán vivo, sino que dentro de poco me echarán loas y me bendecirán cuando vean resplandecer los techos de oro de las casas reales del Cathay y del Cipango. Veo exactamente cómo se van a producir las cosas. Ellos son como mis hijos. Pase lo que pase yo debo velar por su suerte. No voy a olvidarme de ellos hasta la resurrección. Vaya su merced a tomarse un refrigerio y siga usted hablándoles con palabras de paz, alternándolas con amenazas y la verdad cierta de la muerte, de los castigos infernales. Esto siempre da buenos resultados.
Fuese fray Juan, a mucha priesa, con cara de que iba a inclinarse de nuevo ante el cubo de sus deposiciones orales. No se le ha calmado la náusea del mar. Al inspector eclesiástico siempre le precede, como un anuncio, o le sigue, como una estela, el olor del cubo con el cual se confiesa. Diríase que es el aire de su interioridad.
Quedeme contemplando el palo mayor en torno a cuya base brillaban innumerables reflejos, algo así como un incendio visto a través de cristales rotos muy espesos. Y vime en medio de las llamas retorciéndome sin poder soltar las ataduras hechas con cables de abordaje...»
[El texto pertenece a la edición en español de Bibliotex, 2001. ISBN: 84-8130-396-8.]
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