El dinero en la literatura
«Así pues, el gran movimiento social, iniciado en el siglo XVIII, ha tenido en el nuestro su réplica literaria. Se han dado al escritor nuevos medios de existencia; y después de la desaparición de la idea de jerarquía, la inteligencia se convierte en una nobleza, el trabajo en una dignidad. Al mismo tiempo, desaparecen la influencia de los salones y de la Academia y la democracia tiene lugar en las letras: quiero decir que los corros son sumergidos por el gran público, que la obra nace en la masa y para la masa. En fin, la ciencia penetra en la literatura, la investigación científica se extiende incluso en las obras de los poetas y ello es lo que caracteriza en especial la evolución actual, esta evolución naturalista que nos arrastra.
¡Y bien! Creo que hay que ponerse frente a esta situación y aceptarla con coraje. Hay quien se lamenta a gritos, diciendo que el espíritu literario se pierde; no es cierto, el espíritu literario se transforma. Espero haberlo demostrado. ¿Queréis saber qué es lo que nos hace hoy dignos y respetados? El dinero. Es estúpido hablar en contra del dinero, que es una fuerza social considerable. Sólo los jóvenes deberían repetir estos lugares comunes sobre el servilismo de las letras sacrificadas al becerro de oro; los jóvenes lo ignoran todo, no pueden comprender la justicia y la honestidad del dinero. Que se compare por un momento la situación de un escritor bajo Luis XIV a la de un escritor de nuestro tiempo. ¿Dónde está la afirmación plena y completa de la personalidad? ¿Dónde está la verdadera dignidad? ¿Dónde está el trabajo, la existencia más larga y más respetada? Evidentemente, en el escritor actual. Y esta dignidad, este respeto, esta afirmación de la persona y de sus ideas, ¿a qué se debe? Al dinero, sin duda alguna. Es el dinero, el beneficio legítimo obtenido con las obras lo que ha librado al escritor de toda protección humillante, lo que ha hecho del antiguo saltimbanqui de corte, del antiguo bufón de antecámara, un ciudadano libre, un hombre que sólo depende de sí mismo. Con el dinero, se ha atrevido a decirlo todo, ha llevado su examen hasta el rey, hasta Dios, sin temer por su pan. El dinero ha emancipado al escritor, ha creado las letras modernas.
Por último, me molesta leer, en los periódicos de jóvenes poetas, que el escritor debe aspirar simplemente a la gloria. Sí, de acuerdo, es pueril decirlo. Pero hay que vivir. Si no nacéis con una fortuna, ¿qué haréis? ¿Os lamentaréis del tiempo en que se apaleaba a Voltaire, en que Racine moría de una rabieta de Luis XIV, en que toda la literatura estaba a merced de una nobleza brutal e imbécil? ¡Cómo! ¡Llegará vuestra ingratitud a despreciar nuestra gran época, acusándola de mercantilismo, cuando no es más que el derecho al trabajo y a la vida! Si no podéis vivir con vuestros primeros versos, con vuestros ensayos, haced otra cosa, entrad en una administración, esperad a que el público venga a vosotros. El Estado no os debe nada. Es poco honorable soñar en una literatura mantenida. Trabajad, comed patatas o trufas, romped piedras durante el día y escribid una obra maestra por la noche. Sólo no os equivocáis cuando decís esto: si sois un talento, una fuerza, llegaréis, a pesar de todo, a la gloria y a la fortuna. La vida es así, así es nuestra época. ¿Por qué rebelarse puerilmente contra ella, cuando es seguro que permanecerá como una época grande entre las más grandes?
Bien sé lo que se puede decir, si se enfoca la cuestión bajo ciertos aspectos enfadosos. El mercantilismo tenía que nacer del nuevo apetito de lectura, de la multiplicación creciente de los periódicos. Pero, ¿en qué aspecto molesta esto a los verdaderos escritores? Ganan menos, pero ¡qué importa! si todavía pueden comer. Notad, por otra parte que, si un Ponson du Terrail amasa una fortuna, es porque trabaja enormemente, mucho más que los autores de sonetos que le injurian. Sin duda, desde el punto de vista literario, el mérito es nulo; pero la tarea considerable del folletinista explica sus ganancias, tanto más en cuanto que estas ganancias enriquecen a los periódicos. Nosotros no tratamos directamente con el público; entre él y nosotros hay especuladores, editores o directores, toda una gente que vive de nuestras obras, que gana millones con nuestro trabajo; ¡y todavía no lo repartiríamos, todavía escupiríamos sobre el dinero, bajo pretexto de que no es noble! Esto no son más que ideas malsanas, declaraciones vacías y culpables, contra las que ha llegado el momento de actuar. Quienes hablan así son los principiantes muy pobres que sufren por no poder vivir todavía de su pluma, o los escritores que nunca han conocido las necesidades y que tratan a la literatura como a una amante, a la que siempre han pagado cenas galantes.
Lo que yo puedo decir al respecto es que el dinero ha hecho crecer bellas obras. […]
El problema, pues, ha sido siempre mal planteado. Hay que partir de la idea de que todo trabajo merece un salario. Cuando se hace un libro, es natural que el escritor no se ponga cada mañana al trabajo pensando en ganar la mayor cantidad de dinero posible; pero, una vez hecho el libro, es el editor quien gana dinero con esta mercancía que se le cede y nada hay más natural que el escritor cobre los derechos fijados en su contrato. A partir de ahí, no se comprenden las grandes indignaciones contra el dinero. El negocio está a un lado, la literatura en el otro.
En toda gran evolución, siempre existe una parte mala. Fatalmente debían producirse especuladores. He hablado de los folletinistas que llenan las aceras. Según mi parecer, ganan legítimamente su dinero puesto que trabajan, y alguno con mucha inspiración; pero cierto es que aquí la literatura no importa para nada. Ahí debería zanjarse la cuestión. Los principiantes se equivocan protestando contra los folletinistas, ya que éstos no obstaculizan en realidad ningún camino literario; se han creado un público especial que sólo lee folletines, se dirigen a este público nuevo, iletrado, incapaz de sentir una buena obra. Según esto, habría que agradecerles su trabajo, puesto que roturan tierras incultas como los periódicos de cuatro cuartos que penetran hasta las más alejadas regiones campesinas. Observad, por otra parte, el orden político, allí no existe movimiento sin exceso; cada paso, en una sociedad, está señalado por luchas y hundimientos. Asimismo ha sido necesario que la emancipación del escritor, el triunfo de la inteligencia llamada a la fortuna y convertida en aristocracia, arrastrara consigo hechos lamentables. Es el lado malo de las cosas. Hay hombres que trafican vergonzosamente con su pluma, una ola de estupidez se filtra en el sótano de los periódicos, estamos inundados de libros ineptos. ¡Pero, qué importa! Es la parte de basura humana que se encuentra en las horas de las crisis sociales. Hay que ver solamente el progreso que se realiza en lo alto, el esfuerzo de los grandes talentos que obtienen de nuestras batallas contemporáneas una belleza nueva, la vida en su verdad y en su intensidad.
Hay una consecuencia más grave que siempre me ha preocupado: el esfuerzo continuo al que está condenado el escritor de nuestros días. No estamos ya en el tiempo en que un soneto leído en un salón hacía la reputación de un escritor y lo llevaba a la Academia. Las obras de Boileau, de La Bruyère, de La Fontaine, caben en uno o dos volúmenes. En la actualidad, nos es necesario producir: producir sin parar. Se trata de la labor de un obrero que debe ganar su pan y que no puede retirarse hasta haber hecho una fortuna. Además, si el escritor se para, el público le olvida; está obligado a producir volumen tras volumen, al igual que un ebanista hace mueble tras mueble.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 1972, en traducción de Jaume Fuster. Depósito legal: B-50.017-1972]
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