V.- Vías hacia la ciudad neotécnica
«Durante mucho tiempo la belleza -ya sea de la Naturaleza o del arte- no ha contado con defensa alguna contra el progreso incesante de la nube de humo, las ráfagas de vapor de las máquinas y el avance de los arrabales de la industria paleotécnica. No porque los defensores de la belleza no fuesen algunos de los más nobles -considérese notablemente a Carlyle, Ruskin, Morris, con sus muchos discípulos-; pero todos ellos eran demasiado románticos; certeros en su afán por atesorar el legado mundial del pasado, pero errados en su reluctancia -algunas veces incluso rechazo apasionado- a admitir las exigencias y necesidades del presente de vivir y trabajar a la vez, y de acuerdo con sus luces. Así ellos, en gran medida, sólo atrajeron hacia sí esa respuesta salvaje, ese grito de guerra de: "¡Bah, sentimientos!", con la que el aspirante a utilitarista ha incrementado con tanta frecuencia su ferocidad hacia la Naturaleza y ha hecho más áspera su insensibilidad hacia el arte. Los románticos han sido, muy a menudo, igual de ciegos en su acertada ira que los utilitaristas mecanicistas en su vigoroso trabajo, su lúgubre satisfacción para consigo mismos. Ninguno ha logrado ver, más allá del duro presente, el mejor futuro que hoy alborea, en el cual las ciencias físicas aplicadas están avanzando -y dejando atrás la época de su burdo y ruidoso aprendizaje, con sus comienzos dilapidadores e impuros- hacia una técnica más refinada, una maestría más sutil y economizadora de las energías naturales; y en donde éstas, más aún, se complementan de modo creciente con el correspondiente avance de las ciencias orgánicas, con su nueva apreciación de la vida tanto orgánica como humana.
En su día, cuando la educación se había atrofiado hasta convertirse en mera memorización para seniles tribunales examinadores, para aletargadas burocracias, ninguna de las partes podía prever la recuperación que hoy comienza para reafirmar la libertad y unicidad del espíritu individual, para guiar su despliegue -considérese, como síntoma de ello, el interés mundial en el método de enseñanza de la doctora Montessori-. En una era de individualismo extremo, que había sido necesario para escapar de las redes ya gastadas, ninguno preveía el retorno del sentido de camaradería y amabilidad humanas que promete encender de nuevo el corazón de la religión; y menos aún el renacimiento de la ciudadanía, esa reconstrucción de la ciudad en la que estamos entrando ahora y que inaugura un nuevo período de evolución social y política. Demasiado olvidada por nuestros predecesores de la era industrial, y aún hoy escasamente percibida por nosotros, la concepción y el ideal nacientes de ciudadanía nos están ofreciendo un nuevo punto de partida del pensamiento y el trabajo. Aquí, de hecho, existe una nueva consigna, tan definida -incluso más definida- que las de libertad, riqueza, poder, ciencia y habilidad mecánica que han fascinado tanto a nuestros predecesores; una que, más aún, las trasciende a todas ellas, que nos permite mantenerlas, coordinarlas con nueva claridad en aras del bien común.
Desde este punto de vista debe plantearse, más seriamente y con más fuerza de lo común, la defensa de la conservación de la Naturaleza y el aumento de nuestros modos de acceder a ella. No se trata simplemente de rogar por ella fundamentándose en la amenidad, el recreo o el reposo, por muy sólido que todo ello pueda ser, sino que es preciso insistir en ella. ¿Sobre qué base? En términos del mantenimiento y el desarrollo de la vida, de la vida de la juventud, de la salud de todos, lo cual constituye sin duda el fundamento mismo de cualquier utilitarismo digno de ese nombre; y más aún, del despertar de la vida mental en la juventud, de su mantenimiento con la edad, que deben ser un objetivo principal del más elevado utilitarismo, y una condición de su progreso continuado hacia el esclarecimiento.
Al comienzo mismo (capítulo II) vimos la necesidad de proteger, aunque sólo fuera por la necesidad primordial de reservas de agua pura, lo que queda de las colinas y los páramos entre las ciudades que crecen rápidamente y las conurbanizaciones de las modernas ciudades industriales -por ejemplo, las de Lancashire y Yorkshire, así como para Glasglow el distrito que rodea el lago Katrine.
Lisa y llanamente, el higienista que se ocupa del abastecimiento de agua es el verdadero utilitarista; y por tanto, incluso antes de nuestro actual despertar de la ciudadanía, ha sido dotado de una autoridad superior a la de todos los utilitaristas menores, cada uno ocupado necesariamente con una tarea más estrecha y una visión más local -ingenieril, química, mecánica, productiva y monetaria-, y hasta ahora ha estado coordinando todas ellas en aras del servicio público. Pero con esta preservación de las montañas y los páramos se plantea asimismo la necesidad del acceso a ellos: una necesidad de salud, al mismo tiempo mental y corporal. Puesto que la salud sin los placeres de la vida -de los cuales uno de los primordiales es sin duda el acceso a la naturaleza- no es más que letargo; y éste, tal como comenzamos a saber, es la antesala de las enfermedades conspicuas. Con ello, nuevamente, aparece la gestión de los bosques: no el mero cultivo de árboles, sino la silvicultura, la arboricultura también, y el trazado de parques en toda su magnitud y perfección.
Esta visión sinóptica de la Naturaleza, esta visión constructiva de su orden y belleza en aras de la salud de las ciudades, y la felicidad simple pero vivida de quienes van de vacaciones (a los cuales una sabia ciudadanía educará a través de la admisión, no de la exclusión) es algo más que ingeniería: es un arte básico; más amplio que la planificación de calles es el trazado de paisajes; y de este modo se encuentra y combina con el diseño urbano.
Pero los niños, las mujeres, los trabajadores de la ciudad, raramente pueden ir al campo. Como higienistas, como utilitaristas, debemos por tanto llevarles el campo hasta ellos. Mientras nuestros amigos los planificadores urbanos e ingenieros municipales [burgh engineers] van añadiendo calle tras calle, suburbio tras suburbio, es el momento de que nosotros también nos pongamos en acción y hagamos "que el campo conquiste la calle, no sólo que la calle conquiste el campo". En todas las avenidas principales que salen de la ciudad (y que a partir de ahora, esperamos, sean bulevares e incluso más) y alrededor de cualquier estación de ferrocarril suburbana, el planificador urbano está organizando su pueblo-jardín, con su propia individualidad y su encanto; pero nosotros, con nuestra perspectiva inversa, que entra del campo a la ciudad, debemos vigilar que estos suburbios en expansión dejen de crecer juntos, como tanto había sucedido con los del pasado. Las ciudades deben dejar de extenderse [spread] como manchas de tinta o de aceite [greasespots]: cuando se encuentren en verdadero desarrollo, se abrirán en forma de estrella lo mismo que las flores, con sus hojas verdes alternándose con rayos dorados.
Los parques urbanos, que se cuentan entre los mejores monumentos y legados de nuestras municipalidades de finales del siglo XIX -y a pesar de ser valiosos, útiles, a menudo bellos-, han estado demasiado influidos por el punto de vista propio de los prósperos padres de las ciudades que los compraron y se hicieron cargo de ellos como los parques de mansión que frecuentemente habían sido, rodeándolos de vallas y manteniéndolos alejados del mundo vulgar. Su disposición, aún hoy, ha continuado en gran medida la tradición de los parques que dan entrada a las mansiones, en los que se admite a la gente en vacaciones y por cortesía; y donde las niñas se pueden sentar en el césped. Pero ¿y los niños? Como mucho se les proporciona un campo de criquet o se les deja un espacio entre las porterías de los campos de fútbol, pero ante el menor síntoma de sus actividades naturales, como levantar wigwams*, excavar cuevas o hacer represas, se les expulsa inmediatamente y tienen suerte si no se les entrega a la policía.»
*El wigwam es una vivienda cupulada de una sola estancia usada por ciertas tribus nativas americanas; wigwam se aplica particularmente a las estructuras de esta guisa presentes en el noreste estadounidense.
[El texto pertenece a la edición en español de KRK Ediciones, 2009, en traducción de Miguel Moro Vallina. ISBN: 978-84-8367-211-2.]
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