Capítulo XIV
«Como se ha visto en las primeras páginas de estas notas, tras enviudar inesperadamente la abuela no fue en busca de distracciones como lo habría hecho cualquier dama hoy día, sino que se aplicó de inmediato a poner en orden sus bienes, algo muy razonable e imprescindible dado que durante la estancia de los príncipes en San Petersburgo las cosas no marcharon como debían en la aldea. Al quedarse sola, se ocupó a toda costa de poner sus asuntos económicos en orden y comenzó por actuar sobre las verdaderas fuerzas vivas del imperante régimen de servidumbre, es decir, los campesinos.
Hoy en día es común que mucha gente crea que cuando regía el derecho feudal no había mucha necesidad de saber llevar los negocios, como si entonces la situación de muchos, muchísimos, hacendados no hubiera sido tan desesperada como para que muchas personas sagaces adivinaran ya entonces que en un futuro cercano se asistiría al momento en que la vieja nobleza rural acabaría "viniendo a menos". Naturalmente, aquella situación dependía de diversas causas, entre las cuales, sin embargo, la principal era la incapacidad para comprender que su interés personal estaba íntimamente atado al interés general y ante todo al bienestar material y moral de los campesinos.
La abuela, quien consideraba las cosas con simplicidad y sentido práctico, no separaba la moral de la religión. Profundamente devota como era, quienes no respetaban la religión nada contaban para ella. "Por sabia que parezca a primera vista una persona sin religión -solía decir-, no es alguien en quien se pueda confiar porque ha perdido el sentido de la vida". Y esa era, para ella, una razón suficiente, pues su sentido de la vida se basaba en una lógica sorprendente. La princesa observaba escrupulosamente las normas de la iglesia ortodoxa, pero su exigencia de religiosidad en los demás no presuponía ni remotamente la preferencia de la fe que ella compartía sobre cualquier otra. Bien al contrario, no ocultaba que "respetaba todas las religiones buenas".
La princesa no temía la libertad de pensamiento en asuntos de fe o de conciencia y disfrutaba las charlas sobre cuestiones espirituales con interlocutores inteligentes y manifestaba resueltamente sus propias ideas. Dotada de una suerte de instinto religioso, era muy audaz en materia de fe y afrontaba sin temor las objeciones que se le planteaban. De hecho, daba la impresión de que gustaba de esas contradicciones. "Hay que sacudir los árboles para que desarrollen raíces fuertes -decía-. Los que gozan de mucho abrigo se tienen mal sobre la tierra".
No me gustaría, sin embargo, que mis palabras condujeran a pensar que la abuela era deísta o indiferente en materia de fe. Lo recalco, pues: la princesa era una fervorosa creyente en la ortodoxia que abrazó desde niña; no sólo pertenecía a esa comunidad de creyentes, sino que la apoyaba con fuerza. Observaba los ayunos y frecuentaba la iglesia. Conocía al dedillo la liturgia y gustaba de la precisión y la magnificencia durante los oficios. La irritaba que los popes se sonaran la nariz en el altar o que se secaran las barbas con el paño que cubría el facistol, que los diáconos chillaran o que los sacristanes se saltaran las palabras en la lectura del salterio y sobre todo de los seis Salmos penitenciales, que la abuela conocía de memoria.
Fue desde su apego a la religión que la princesa dio inicio a su señorío como viuda. Su primera decisión fue requerir a las iglesias los registros de confesiones para establecer quiénes de los campesinos acudían a la iglesia y quiénes no lo hacían. De aquellos que continuaban siendo adeptos a la antigua fe sólo exigió que lo admitieran sinceramente y seguidamente dispuso que el clero no los molestara ni obligara a recurrir a sus servicios espirituales.
-Que recen donde les plazca -dijo de ellos-. No hay más que un Dios y es más grande que la Tierra.
En cuanto a sus campesinos seguidores de la fe ortodoxa, la princesa los dividió en grupos de manera que pudieran prepararse para la comunión sin interrumpir los trabajos; velaba personalmente por que ninguno de ellos se apartara de la religión, algo, por cierto, de lo que siempre culpaba al clero más que a los apóstatas. El clero, según sus propias palabras, la hacía sufrir mucho pues los clérigos eran "perezosos, codiciosos y negligentes en sus tareas, además de ignorantes de las Escrituras".
Los sacerdotes de sus aldeas no se atrevieron nunca a entablar disputas con la princesa acerca de las reglas eclesiásticas o la liturgia. Ella lo era todo para ellos: la administradora de su diócesis, su consistorio y su obispo. Y una vez que tomó posesión del mando, no hubo sacerdote al que se le ocurriera buscarle las cosquillas a algún campesino por el grado de parentesco que lo unía a su futura mujer.
A la menor dificultad, "Su Eminencia" abría el Reglamento canónico, estudiaba el caso en cuestión y tomaba una decisión inapelable, por razón tan sencilla como que sus decisiones siempre eran las correctas.
Ese mismo espíritu imperó sobre el resto de las numerosas cuestiones que tenía a su cargo. Ponía tal cuidado en el bienestar de los campesinos que buscaba saber todo lo que los concernía, y para conseguirlo llevaba una vida que la hacía asequible a cualquiera. Todos sin distinción podían acudir ante la abuela a plantearle los problemas que los atormentaban, por nimios que fueran. Si un capataz se negaba a autorizar a un campesino a acudir a una feria a vender un carnero y comprar cáñamo, sal o alquitrán con el producto de la venta, y el campesino consideraba injusta la prohibición, acudía a quejarse a la princesa. En tales casos, la abuela salía sin falta a escucharlo pacientemente y decidía si llevaba o no razón. En el primer caso, el campesino era autorizado a viajar a la feria; en el segundo, la princesa tomaba nota de su nombre y en caso de reincidencia se lo privaba por un período de tiempo del derecho a presentarse ante ella. Esos desgraciados, que se veían privados temporalmente de la protección más justa y poderosa, sentían cómo se había abatido sobre ellos la justificada ira de Varvara Nikoláyevna y en adelante se cuidaban de atraérsela de nuevo.
Los castigos eran raros y no se cebaban en la víctima, pero los había, sí, y muchas veces la princesa sabía de ellos, si bien, justo es decirlo, no se sentía especialmente afectada por ellos. Solía decir: "Cuando la clemencia no sirve de nada, la severidad se convierte en una forma de la piedad".
Muy pronto los campesinos sumaron a sus elogios de la devoción de la princesa los todavía más encendidos encomios de su inteligencia y su justicia. Las aldeas que poseía prosperaban y se enriquecían: sus siervos adquirían tierras de las cercanías en su nombre y creían más en ella que en sí mismos.
[…]
Sin frases altisonantes y con apenas decisiones tan sencillas como las que he descrito aquí, la princesa consiguió que la gente la sintiera cercana o, como se dice hoy en día, "se fundió con el pueblo". Para sus súbditos fue siempre una dama, una princesa genuinamente popular, una gran señora...
Así percibían los siervos a la princesa. Ahora explicaré cómo la consideraban sus conciudadanos libres.»
[El texto pertenece a la edición en español de El Aleph Editores, 2010, en traducción de Jorge Ferrer Díaz. ISBN: 978-84-7669-957-7.]
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