miércoles, 12 de agosto de 2020

Senectud.- Italo Svevo (1861-1928)

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XIV

  «La criada trajo una lámpara de petróleo encendida, dio las buenas noches y se fue.
 La señora la miró marcharse con una sonrisa bondadosa.
 -No hay manera de quitarle esa costumbre un poco de pueblo de dar las buenas noches cada vez que trae la luz. De todas maneras es una costumbre que a mí no me molesta. Juana es tan buena. Aunque muy ingenua. Es muy raro en nuestros tiempos encontrarse con una persona ingenua. Le dan a uno ganas de curarla de una enfermedad tan adorable. Cuando le hablo un poco de las costumbres modernas abre unos ojos como platos.
 Se echó a reír de buena gana. Para imitar a la persona de la que estaba hablando abría de par en par sus ojos pequeñitos y bondadosos, como si se hubiera dedicado a estudiarla para disfrutar más de ella.
 La biografía de la criada vino a interrumpir la emoción de Emilio. Para aclarar cierta duda que se le presentó, dijo que aquella tarde había estado en el cementerio. Y, efectivamente, su duda quedó resuelta, porque doña Elena le dijo:
 -Yo, al cementerio, no voy nunca. Desde que murió su hermana no he vuelto a poner los pies allí.
 Declaró que ahora ya sabía bien que con la muerte no hay manera de luchar.
 -Quien se muere, muerto está, y el consuelo no puede venirnos más que de los vivos. Por desgracia, es así -añadió sin sombra de amargura.
 Luego dijo que ella, gracias a la breve asistencia prestada a Amalia, se había visto libre del círculo encantado de sus recuerdos. La tumba del hijo ya no le producía aquella conmoción de sacudida que todo lo hace renacer. Estaba traduciendo, al hablar, el pensamiento del propio Emilio, excepto cuando remató con un axioma moral:
 -Quedan vivos que nos necesitan.
 Volvió a hablar de Juana. También ella había padecido una enfermedad, pero afortunadamente doña Elena la había cuidado y había conseguido salvarla. Se habían conocido durante aquella enfermedad. Y cuando la chica se puso buena, la señora comprendió que era su hijo quien resucitaba en ella.
 -Más modos, más bueno, más agradecido, oh, sí, ¡tan agradecido!
 De todas maneras, aquel nuevo afecto también le proporcionaba quebraderos de cabeza. Juana estaba enamorada...
 Pero Emilio ya no la oía. Estaba enteramente embebido en la solución de un problema muy serio.
 Y, al irse, se despidió respetuosamente, en la puerta, de la criada aquella que había encontrado la ocasión de salvar de la desesperación a un semejante suyo.
 -¡Qué cosa más rara! -pensaba-. Se diría que media humanidad ha nacido para vivir y la otra media para que alguien viva por ella.
 Y volviendo inmediatamente a pensar en su caso concreto, se dijo: "Angelina puede que sólo exista a fin de que viva yo".
 Echó a andar tranquilo, sintiéndose resucitado en la noche que había seguido a aquel día sofocante. El ejemplo de doña Elena había servido para demostrarle que también él podía encontrar en la vida el pan nuestro de cada día, una razón de existencia.
 Esta esperanza le acompañó durante bastante tiempo. Había olvidado todos los elementos reales de que se componía su vida miserable y estaba persuadido de que, en cuanto se lo propusiera, la podría renovar.
 Las primeras tentativas que hizo, le salieron mal. Había ensayado otra vez con el arte y no le había proporcionado ningún tipo de emoción. Se acercó a las mujeres, y no le despertaban interés.
 "Estoy enamorado de Angelina", se dijo.
Senectud. Traducción de Carmen Martín Gaite. de SVEVO, Italo ... Un día, Sorniani le contó que Angelina se había escapado con el cajero de un banco, que había cometido un desfalco. Había sido un escándalo en toda la ciudad.
 Aquello era una puñalada muy dolorosa.
 "Se me ha escapado la vida", se dijo Emilio.
 Y, sin embargo, por algún tiempo, la fuga de Angelina le devolvió a la plenitud de la vida, al más intenso de los sufrimientos y los pesares. Tenía sueños de amor y de venganza, como la primera vez que ella le había abandonado.
 Se presentó a ver a la madre de Angelina, cuando empezaban a debilitársele estos sentimientos, igual que había ido a ver a Elena cuando el recuerdo de Amalia amenazaba con atenuarse. Y también la idea de esta visita se le impuso en un determinado estado de ánimo que exigía de él en aquel preciso instante un nuevo impulso. Tanto es así que la llevó a cabo en horas de oficina, incapaz de demorarla ni un instante.
 La vieja le recibió con la amabilidad de siempre. La habitación de Angelina había cambiado un poco, desnuda de todos aquellos cachivaches que ella había ido coleccionando en el curso de su larga carrera. Hasta las fotografías habían desaparecido, y estarían adornando las paredes de sabe Dios qué habitación en sabe Dios qué país.
 -¿Así que se escapó? -preguntó Emilio con amarga ironía.
 Saboreaba aquel momento como si estuviera hablando con la propia Angelina en persona.
 La señora Zarri negó que Angelina se hubiera escapado. Se había ido a Viena a vivir con unos parientes que tenían allí. Emilio no se lo discutió, pero poco después, cediendo a lo imperioso de su deseo, volvió a tomar aquel tono de acusador del cual había intentado desprenderse. Dijo que se veía venir, que él había procurado corregir a Angelina, enseñándole el recto camino. No lo había logrado y estaba descorazonado. Pero la que salía perdiendo era ella, porque a él nunca se le hubiera ocurrido dejarla si le hubiera tratado de otra manera. No hubiera podido repetir las palabras que pronunció en aquel momento de importancia tan capital, pero debieron ser muy eficaces, porque la señora Zarri se echó a llorar con unos sollozos secos y extraños. Le volvió la espalda y se fue. Él la siguió con la mirada, bastante estupefacto ante el efecto que había producido. Aquellos sollozos eran realmente sinceros. La sacudían de arriba a abajo y le impedían andar.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1982, en traducción de Carmen Martín Gaite. ISBN: 84-02-09150-4.]

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